Capítulo 0
—Dejen de gritar —murmuró somnolienta, sin abrir los ojos—. Una vez que el oso se alimente de los primeros, los demás saldremos ilesos.
Se giró en la bolsa de dormir, ignorando los llamados de auxilio de sus compañeros.
—¡Es un oso! —lloriqueaba un adolescente en pánico—. ¡Estamos condenados!
—¡Mamá! ¡Quiero a mi mamá! —gritó un segundo.
—¡Háganse los muertos! —sugirió un tercero.
Acto seguido se oyó el impacto de cuerpos al caer sobre la tierra.
Otros continuaban corriendo sin rumbo, tropezando con los objetos dispersos por el terreno.
—¡Leí en internet que los osos son vegetarianos! —chilló otra voz agitada—. ¡Traigan una zanahoria!
—¡Mía, despierta! —susurró su compañera de tienda, sacudiéndola con insistencia—. Creo que llegó el apocalipsis.
—Si es un animal, haciendo ruido solo lo atraerán. Si es lo que creo que es, alguien pagará por despertarme —masculló Mía.
Con un ojo cerrado y toda la pereza del mundo, abrió su bolsa de dormir y salió de ella. Vestía apenas unos pantalones cortos y una camiseta oscura con el lema Todos tienen derecho a ser idiotas, pero no abuses del privilegio. Había sido un regalo de su hermano por su graduación.
Ignorando la advertencia de su compañera, se asomó por la puerta abierta de su tienda.
Una bestia peluda se hallaba en medio del terreno, rugiendo y parado sobre sus dos patas traseras. Adolescentes en pijama corrían en círculos. Algunos trataban de refugiarse tras las tiendas o árboles. Otros estaban acostados en el suelo, actuando como cadáveres temblorosos.
—Siempre están diciendo que se quieren morir —gruñó, frustrada mientras se calzaba unas zapatillas—, pero les cae la oportunidad del cielo y se ponen a llorar.
Se suponía que sería un viaje de egresados tranquilo. Dedicaron los días a dar paseos por el bosque, bajaron la pendiente que los llevaría al río y remaron en botes alquilados. No les permitieron nadar directamente porque la corriente era muy fuerte, pero algunos se sentaron al borde y mojaron sus pies.
En el lado sentimental y hormonal, se reforzaron amistades. Las parejas aprovecharon de confesar sus sentimientos, sabiendo que al entrar a la universidad muchos perderían el contacto.
Esa era la última noche. Después de compartir anécdotas alrededor de una fogata, Mía había instalado su tienda cerca del río, y se quedó dormida con la melodía del agua al fluir.
Ahora un oso delgado y alto se le acercaba con su andar tambaleante y rugidos de bajo presupuesto, similares a los de un dinosaurio. Sus garras estaban extendidas de forma amenazante.
La muchacha no lo pensó dos veces y recogió un tronco del tamaño de su brazo. Lo había dejado cerca por precaución.
Midió su peso. Lo blandió como un bate, dispuesta a partirle su madre al animal que se había atrevido a interrumpir su sueño.
—Acércate —pronunció con los ojos entornados de furia—. Aquí te tengo tu cariñito.
Lanzó el primer golpe pero el animal saltó hacia atrás. Retrocedió, levantando sus patas delanteras.
—¡Mía More, espera! —habló el oso a toda velocidad en medio del pánico colectivo—. ¡Soy yo!
—Ya lo sé. —Intentó un segundo corte hacia su cabeza pero este se agachó rápido—. Quédate quieto, maldito gato problemático.
—¡¿Estás loca?! —Saltó hacia atrás para evitar su siguiente ataque. Cayó de espaldas con un gruñido. Rodó hacia un lado cuando ella trató de patearlo—. ¡Aléjate de mí!
—Solo quiero darle un abrazo al oso. —Se lanzó hacia él, tronco en mano. El joven se incorporó de un salto. Retrocedió hasta que su espalda sintió una pared, la corteza de un árbol—. Y enseñarle un poquito de empatía a un psicópata. Esto es lo que sintieron nuestros compañeros cuando apareciste vestido así.
Su arma crujió cuando erró y acabó golpeando el tronco. Trozos de corteza estallaron por los aires.
—¡Ya entendí! —Rodeó el árbol para tener un escudo entre ambos—. ¡Esta fue una mala broma! ¡La próxima usaré fantasmas!
Ella trató de aplastar sus zarpas pero él las apartó.
—¡Nunca piensas antes de actuar, Cassio! —gruñó, apuntándole con el tronco roto mientras él retrocedía al borde del precipicio—. Llevo trece de mis dieciocho años aguantando tus malditas pendejadas. Te lo advertí. Una más y no la dejaría pasar.
Silencio. Se miraron frente a frente.
Muy despacio, el adolescente se quitó la cabeza del disfraz, revelando un cabello oscuro con las puntas azules. Sus ojos almendrados resplandecían tras sus gafas. Sus labios se curvaron en una media sonrisa.
—Te ves linda cuando estás enojada.
Tomándola desprevenida, le lanzó la cabeza de oso y trató de arrebatarle el tronco. Ella chilló de ira, aferrando su arma con fuerza.
Ambos forcejearon entre maldiciones. No fueron conscientes de lo cerca del borde que terminaron. Hasta que la tierra empezó a desprenderse bajo sus pies.
Se congelaron. Durante una fracción de segundo, sus ojos se encontraron. Ella atrapó su brazo por instinto y trató de jalarlos hacia suelo firme pero ya era tarde.
Estaban cayendo por ese pequeño precipicio. Se sumergieron en el río, cuya corriente no tardó en arrastrarlos.
Mía consiguió levantar la cabeza y tomar una bocanada de aire. Gritó cuando algo rozó su espalda como un látigo, quizá un alga. Entonces sintió los brazos acolchados que la envolvían, protegiéndola.
No tenía idea de dónde desembocaba el río pero presentía que debían detenerse antes de descubrirlo. La luna llena iluminaba vagamente el camino, la vegetación de la orilla y la espuma del agua al impactar contra las rocas.
Vieron su oportunidad cuando chocaron contra una piedra gigante en medio del río. Se aferraron a ella cual bote salvavidas, jadeando.
El riesgo de ahogarse era escaso. En puntas de pie conseguían tocar el fondo. El problema era la fuerza de la corriente que amenazaba todo equilibrio.
—¡Tenemos que subir! —gritó ella para hacerse oír por encima del entrechocar de las olas.
—¡Eso intento!
Mía consiguió tomar impulso y llegar a la parte superior de la piedra. Como una pequeña isla, era plana y estaba seca. Apartó el cabello húmedo de sus ojos. Se llevó una mano al pecho. Su corazón amenaza con escapar a través de su garganta.
A sus pies, descubrió a su compañero tratando de escalar pero resbalaba debido a su falta de fuerza. Entornó los ojos. Aunque deseaba verlo hundirse, resistió la tentación de patearlo en la cabeza.
—¡Esfuérzate un poco más! ¿No era que te gustaba vivir al límite?
—¡Este disfraz es muy pesado! —jadeó Cassio, riendo más por ansiedad que diversión. El agua le llegaba hasta la mandíbula.
—¡Se llama karma!
—¡Si me muero, me aseguraré de volver por ti, Mía More!
—Qué romántico —murmuró ella con sequedad. Buscó un ángulo desde el cual aferrarse y le extendió su brazo libre—. Quítate la primera manga del traje y toma mi mano.
Él la miró a través de sus pestañas húmedas, desconfiado. El agua salpicaba su rostro y el cabello mojado se adhería a su cabeza.
—¿Cómo sé que no me dejarás caer?
—Créeme que lo pensé. Pero, a diferencia de ti, sí tengo conciencia.
Él decidió arriesgarse. No tenía muchas opciones. Consiguió quitarse las dos mangas del disfraz, el cual quedó a la altura de su torso. Menos mal que llevaba ropa veraniega debajo. Aferrando su mano, ella lo jaló hacia arriba. De un tirón, consiguió subirlo y dejar el traje atrás.
Cassio cayó boca abajo sobre la superficie plana. Contempló el disfraz mojado siendo arrastrado por la corriente hasta que se perdió de vista. Se veía borroso considerando que sus gafas desaparecieron. Respiró aliviado ahora que el peligro pasó.
Entonces se sentó con las piernas colgando, pensativo.
El problema era que la orilla estaba demasiado lejana para nadar. Sabía que las habilidades acuáticas de su compañera eran mínimas. No había ninguna rama cercana para usar como liana. Se encontraban aislados.
—Si naufragaras hasta una isla desierta y pudieras llevar un solo objeto... —comenzó con optimismo.
—Un teléfono satelital sumergible con batería solar —interrumpió ella, buscando una posición de espera más cómoda.
—Y yo que pensaba en un cuchillo...
La miró por el rabillo del ojo, tanto como la ausencia de sus gafas le permitía. No parecía alterada, ya estaba acostumbrada a situaciones estresantes. Pero él la conocía lo suficiente para saber cómo disimulaba su preocupación. Se encerraba en sí misma, apretaba los labios y sus pupilas se perdían en busca de una solución.
La recorrió con la mirada. La escasa ropa se adhería a su cuerpo curvilíneo como una segunda piel, algo que, primero muerto antes de admitirlo, provocaba estragos en sus hormonas.
Ella abrazó sus piernas y descansó la barbilla en las rodillas. Respiró profundo.
—¿Cuánto crees que tarden en rescatarnos? —indagó él mientras trazaba figuras húmedas en la roca seca.
—Ni idea.
—En la escala del uno al diez, ¿qué tanto me odias en este momento?
—Once.
Él sintió una sonrisa nacer en sus labios. Mía Morena Luna había sido su compañera desde el jardín de infantes. Siempre en el mismo salón, a veces coincidiendo en un grupo de trabajo.
Nunca pudo considerarla su amiga.
La vio llegar como una niña regordeta y malhumorada, pero con una risa melódica que atraía las miradas. A través de los años, fue testigo de sus días buenos y oscuros. De sus ojos ilusionados mientras exponía en clases y sus pestañas húmedas tratando de ocultarse tras un libro.
—Lo siento —soltó con suavidad.
—No lo lamentas, eso es lo peor. Lo volverías a hacer.
—Tal vez, sin la parte de caer al río...
—Este viaje era importante para mí, Cassio —comenzó ella, a medio camino entre la frustración y la resignación—. Son mis primeras vacaciones, pasé todo el año ahorrando. ¿Por qué tenías que arruinarlo?
—Solo pretendía hacerlo más interesante.
—¿Desatar el pánico es tu idea de diversión?
Él desvió la mirada, sus labios apretados. En su familia era un comportamiento para nada inusual. Su tío se lo había enseñado.
Sin embargo, él sabía que el hogar de los Luna no era tan alegre. Uno de sus mejores amigos era el hermano menor de Mía, Exequiel.
Decidió cambiar de tema, a ver si conseguía alejar las nubes de tormenta de su compañera.
—¿Qué vas a hacer ahora que terminó la escuela?
—Quiero irme de esa maldita casa.
—Exe te necesita...
—Por eso voy a encontrarnos un lugar rápido.
Ella no estaba particularmente emocionada por su graduación. Sabía que el camino difícil recién empezaba. Tenía intención de solicitar una beca, continuar sus estudios y convertirse en su propia jefa, no estaba dispuesta a ser explotada en un empleo miserable toda su vida.
También necesitaba recuperar su paz mental, algo que solo lograría si escapaba de su casa y de los eternos gritos entre sus padres. Para conseguirlo debía encontrar un buen trabajo. O dos.
Sí, definitivamente sería duro desde ahora.
¿Iba a llorar? Muchísimo, pero después se lavaría el rostro y seguiría avanzando.
—Cuando mi amigo Exe viva contigo, ¿podré ir a visitarlo?
—Me aseguraré de poner una reja electrificada para darte la bienvenida.
—Aprenderé a desactivarla.
—No lo dudo. —Tomó aire. Levantó la vista al firmamento. La luna se reflejaba en las aguas como un pez eternamente en el mismo sitio. Al menos era una noche cálida, sin riesgo de hipotermia—. ¿Tu plan de estudios apunta a ser terrorista o ladrón de guante blanco?
—Psicólogo —respondió para su sorpresa—. Quiero entender a las personas, conocer cuál es el sentido del mundo y de la vida.
—¿Estás tratando de estudiar sobre la humanidad que te falta?
—Qué mala. —Dejó escapar una risa y le dio un empujón suave con su hombro—. Me vas a extrañar, Miamore. Ya verás.
—Tanto como extrañaré una piedra en mi zapato —replicó ella con humor, girando el rostro para encontrar su mirada.
Estaban cerca, a un suspiro de distancia. Se dijo que su corazón latía con fuerza por la incertidumbre de no saber si alguien los rescataría. No tenía nada que ver con la sonrisa traviesa de su compañero, ni con esos ojos oscuros que se iluminaban al ver el mundo arder.
Vislumbraron luces a la distancia. Cada vez más cerca, caminando por la orilla del río. Mía se puso de pie, esperando la mejor oportunidad para gritarles su ubicación.
—Lo único que veo son manchas —confesó él, entrecerrando los ojos—. ¿Ya vienen por nosotros?
—Por suerte.
—Debes admitir que, gracias a mí, nunca olvidarás tu viaje de egresada.
—La profe de psicología nos enseñó que para eso existe el mecanismo de defensa represión. Para reprimir traumas como este.
El muchacho dejó escapar una carcajada.
—Espero que te vaya bien, Mía Morena.
—También te deseo mucha suerte, Cassio.
—¿Por qué suena como si estuvieras maldiciéndome?
—No, en serio. —Le dedicó una sonrisa inmensa y sincera, su voz cálida—. Espero que cumplas todos tus sueños, te hagas millonario... y te vayas a vivir al fin del mundo para que nuestros caminos nunca vuelvan a cruzarse.
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