Capítulo 34
He decidido dejarte ir
Aldemar
Entré al apartamento que compartía con mis tíos sigilosamente, no deseaba advertir a nadie de mi llegada porque de esa manera evitaría preguntas. Si Mercedes me veía en esos momentos enseguida se daría cuenta de que algo no andaba bien.
En todo el camino de regreso a casa me atormentó el recuerdo de Beth, triste y ansiosa cuando la dejé en su casa. Me preguntaba si debí haber insistido para aclarar las cosas con su padre, aunque, a decir verdad, ese hombre nunca dio el más mínimo indicio de querer escucharme. Al contrario, deseaba que desapareciera de su vista y que de paso no volviera a buscar a su única hija.
El problema con el papá de Elizabeth parecía ser de índole económico y social, pero si ese hombre tuviese conocimiento de mi problema de salud, las cosas podrían salirse de control. No alcanzaba a imaginar cual sería su reacción, pero estaba convencido de que sería mucho peor.
Decidí darme un baño y aprovechar para aclarar mis atropellados pensamientos. Debía tener claro cómo proceder de ahora en adelante, pero no resultaba fácil, me sentía dividido entre lo que deseaba con todo mi corazón y lo que era, según yo, mejor para Elizabeth.
Estaba convencido de que, Beth se merecía tener a su lado una persona como ella; saludable y yo no era el indicado, aunque la amara incondicionalmente y ella me aceptara con mi condición. Su vida a mi lado estaría llena de sobresaltos y, jamás podría estar cien por ciento segura de que en algún momento no se contagiaría con el virus.
A medida que estos pensamientos abordaban mi mente, su peso me obligaba a darme cuenta de que el momento más temido había llegado. Era el momento de decir adiós a Elizabeth Velasco, dejarla ir con el corazón estrujado, pero de buena fe y deseándole todo lo mejor para el resto de su vida. Y aceptar que la amaba demasiado para condenarla a vivir a mi lado, y saber actuar en base a esos sentimientos.
Esos mismos pensamientos que me llevaron a tomar aquella decisión, eran también los artífices de las lágrimas que se confundían con el agua de la ducha mientras permanecía debajo de ella. Un grito de rabia abandonó mi garganta y, estampé uno de mis puños en los azulejos del baño al aceptar que debía guardar en mis recuerdos las semanas a su lado, esos días en los que yo me olvidé de mi amarga realidad y soñaba despierto con un futuro junto a ella.
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La tristeza que me embargaba, parecía abrazarme sin intenciones de dejarme ir. Aun así, continúe la rutina. No podía quedarme en casa porque sentía que me asfixiaba así que, comencé a levantarme más temprano de lo usual y después de asearme salía del apartamento evadiendo todo contacto con mi familia. Eso hice por algunos días, siempre consciente de que tarde o temprano llegarían las preguntas.
También estaba consciente de que Beth esperaba mi llamada, una llamada que jamás recibiría.
En la escuela me encontraba con Yesenia varias veces al día, de hecho, con ella tomaba dos clases. Su amiga solía ignorarme, era curioso como a ninguno de los allegados de Beth parecía caerle bien. A su amiga la podía entender, Yesenia era del barrio y seguramente oyó rumores sobre la enfermedad que me afectaba, no era extraño que estuviese en contra de que su querida amiga tuviera una relación amorosa con una persona que arrastraba tanto. Si lo pensaba, debía sorprenderme que no le hubiese contado la historia a Beth y cínicamente me decía que si lo hubiese hecho nos hubiera ahorrado a ambos todo este sufrimiento.
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Dicen los sabios que, el paso del tiempo es por mucho lo mejor que te puede pasar si sufres mal de amores. Los segundos se convierten en minutos, estos en horas y las horas en días. Y se supone que, con el pasar de aquellos últimos desaparezca el recuerdo de un mal amor.
Sin embargo, en mi caso lo único que por momentos conseguía era casi volverme loco pensando en Beth. Porque ella era la dueña de mis pensamientos, un minuto si, y el otro también. Cuando despertaba en las mañanas, mientras tomaba una ducha y luego al desayunar.
En las clases, al mediodía cuando estaba en el comedor escolar rodeado de mis contemporáneos tratando de almorzar y de camino al colmado. Más el peor momento era cuando estaba solo en mi habitación, en el silencio de la noche.
Y había algo específico que me hacía sentir terriblemente culpable, mi promesa no cumplida de llamarla, una vez más me comportaba como un cobarde.
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Marzo se encontraba en sus últimas días y ese último domingo de mes, me aventuré a salir solo y dar un paseo en motocicleta, hacia días que evitaba subir a ella pues los recuerdos de Beth y nuestros paseos sobre el vehículo se hacían más dolorosos.
Con el tanque lleno de gasolina, vagabundeé por varios pueblos en los que entraba para dar una vuelta alrededor de su plaza principal y luego salir. Así estuve horas y, antes de volver al barrio me aventuré a pasar frente a la enorme casa donde vivía Elizabeth.
Los portones que daban acceso a la propiedad se encontraban cerrados, pero alcancé a ver que había luz en la planta alta de la casa, justo en el cuarto que creí era de ella. La imaginé recostada sobre el colchón quizás leyendo o mirando algo interesante en su televisor.
Hacía días que había cambiado mi número de teléfono, lo hice cuando recibí varias llamadas de ella, que no conteste, pero que no por eso dejaron de ser un suplicio para mí. La tentación de oír su voz era enorme y llegué a compárala con la que sentía cuando la tenía muy cerca y no me atrevía a besarla.
De regreso al apartamento y como acostumbraba desde hacía más de una semana, intentaba no tropezarme con nadie y mucho menos enfrascarme en una conversación que inevitablemente terminaría tocando el tema de Beth y su más que evidente ausencia.
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Al acercarse a pasos de gigante el mes de abril, en la escuela todos mis compañeros no hacían otra cosa sino hablar de la graduación y el baile. Pronto comenzarían los ensayos a los que yo no pensaba ir.
No tenía caso ensayar para un evento al que no asistiría.
—¿No vas a ir a la graduación y al baile, Aldemar? —preguntó Isabelle una de mis compañeras.
—No creo —dije en tono ausente.
—El próximo lunes tenemos ensayo en casa de Martha, por si te arrepientes y decides ir —convidó ella dedicándome una tímida sonrisa. A pesar de la apatía que absorbía mi cerebro en esos días, me sentí bien al saber que algunos de mis compañeros contaban con mi presencia.
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—Que temprano te levantaste jovencito —comentó Mercedes entrando a la cocina y observando con atención el pedazo de pan que yo tenía en la mano—. ¿Solo un pedazo de pan?, ¿no quieres café? —preguntó mientras echaba un vistazo alrededor. Seguramente cuando me oyó se levantó con intenciones de prepararme el desayuno.
—Vete a dormir otra rato tía, yo puedo prepararme algo de comer.
—Si, ya lo veo —Señaló con el dedo la bolsa de pan y el envase con mantequilla—. No pensaras que voy a dejarte ir a clases con el estómago vacío —añadió muy seria.
—Hoy no tengo mucha hambre —dije mientras cerraba la bolsa de pan.
—Últimamente nunca tienes hambre Aldemar, y no creas que no me he dado cuenta —comentó ella—. No he querido preguntarte para no perturbarte más de lo que estas, pero estoy convencida de que tu malestar es debido a que las cosas entre tú y Elizabeth no se dieron como esperabas. —Me hizo saber ella mientras ocupaba sus manos en revolver unos huevos en el sartén.
Una vez más, tía Mercedes me demostraba lo intuitiva y observadora que era.
—Estoy bien tía y estaré mejor conforme pase el tiempo. —dije. Hasta ese momento, no tenía intenciones de contarle a la tía lo que sucedió con la familia de Beth más de dos semanas atrás.
Fui a sentarme en uno de los taburetes frente al mostrador que utilizábamos para tomar nuestros alimentos de manera informal, pero mis intenciones rodaron por los suelos cuando nuestras miradas se encontraron y me derrumbé ante la comprensión que vi en su gesto y la empatía en su mirada.
Las palabras abandonaron mi boca mientras Mercedes llegaba hasta mi para darme el fuerte abrazo que tanto necesitaba.
—Después de todo eso decidí que no la buscaría más, voy a dejar las cosas como están —dije. Mercedes levantó una de sus manos para acariciar una de mis mejillas.
—Es una lástima, esa chica me parece tan dulce y creo que es perfecta para ti. Mientras tu eres sosegado, ella es inquieta y muy dispuesta a todo cuando se trata de salirse con la suya —mencionó ella sin ocultar que aquello último le parecía muy bien.
—Si, ella es así. Cuando la conocí no tuve oportunidad de rehusarme a caer por ella, me enamoré por primera vez —dije sin temor a expresar mis sentimientos frente a mi tía.
Mercedes tomó una de mis frías manos entre las suyas, cálidas y suaves.
—¿Y ahora te vas a dar por vencido? —preguntó ella y yo asentí.
—No puedo buscarla, aunque me muera por hacerlo tía. Me engañé, quise pensar que ella y yo podríamos tener una relación, pero no es así —dije y no pude evitar las lágrimas que inundaron mis ojos. Lágrimas que salían de mi alma, que estaban acumuladas allí desde el día en que la conocí, porque desde ese momento sabía que la despedida llegaría, sin importar cuanto se demorara. Ahora eran libres, deslizándose por mis mejillas.
No podía hablar, el sentimiento me ahogaba y lloré sin vergüenza. Mercedes volvió a rodearme con sus brazos y yo apoyé la cabeza sobre su pecho.
—Siento que no me importa nada —dije entre sollozos, apartándome de su refugio para dejar la cabeza caer sobre mis brazos cruzados y apoyados en el mostrador de la cocina. Mis hombros se sacudían con fuerza y, hasta ese momento no supe cuanto necesitaba desahogarme.
—No quiero que te angusties más por mí. —Le pedí a Mercedes después de un rato más tranquilo. La tía me miraba con atención, evaluándome. Cuando comprobó que en efecto me sentía calmado, se dispuso a servir en un plato el revoltillo de huevos con jamón que había preparado. Yo hice un esfuerzo por comer.
—No quiero que te preocupes más, el tiempo lo cura todo —añadí, pero hasta a mi aquello último me pareció vano y sin sentido.
Editado 08/26/2023
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