
Capítulo 30
No puedo estar sin ti
Beth
Era uno de esos días terriblemente calurosos, cuando el aire acondicionado no se siente por el índice de calor en el ambiente. El sol brillaba en todo su esplendor, y el bochorno y la humedad parecían pegarse a la piel.
Bajé del carro mirando alrededor, buscando a Aldemar. No lo vi y enseguida me dirigí a las enormes puertas del centro comercial.
Aldemar se encontraba sentado en uno de los bancos de hierro y madera de espaldas a mí. Me aproximé a él con sigilo, pues a último momento se me ocurrió sorprenderlo. Cuando me detuve a sus espaldas, extendí los brazos para cubrirle los ojos con las manos.
Obviamente Aldemar intuiría de inmediato que se trataba de mí, más ignoré ese pequeño detalle.
—¡Fingiré que no sé quién eres! —exclamó él y se puso de pie.
Aldemar se acercó tanto que pude sentir su cálido aliento sobre mi rostro, de inmediato rodeo mi cuerpo con sus brazos para abrazarme, abrazo que recibí con gusto y devolví con fuerza.
Luego caminamos hacia el exterior tomados de las manos. Una vez afuera, Aldemar me sorprendió besándome en la mejilla.
—Luces hermosa Beth, verdaderamente hermosa. —Ante sus palabras no pude menos que sonreír, me sentía muy emocionada y costaba disimularlo.
Aldemar vestía jeans azules y una camiseta color gris de mangas cortas con un nítido logo de AC DC—. Tú también luces muy bien — Aldemar se veía feliz y no perdió tiempo en pasarme el casco más pequeño, «mi casco» pensé.
Me coloqué el casco y Aldemar hizo lo propio con el suyo, subió a la motora para después extenderme la mano y ayudarme a subir atrás de él. Lo abracé por la cintura y me apreté contra él aspirando su aroma.
—Viejo San Juan, Castillo del Morro—dijo volteando su rostro un poco para mirarme con el rabillo del ojo—. Uno de tus lugares favoritos —Me encantaba que recordara ese detalle.
Pronto nos encontrábamos circulando entre el poco tránsito de un sábado al mediodía y, recosté la cabeza sobre la espalda de Aldemar para cerrar los ojos por unos segundos. Quería sentir la brisa en mi rostro, el calor de los rayos del sol en mi piel y el olor de él con todos mis sentidos.
Nuestro país es la isla más pequeña 100 x 35 de las Antillas Mayores, su clima es tropical. Está bañada al Sur por las olas del Mar Caribe y al Norte por el Océano Atlántico. En nuestra isla siempre es verano, al menos eso le gusta decir a los boricuas cuando se refieren a las altas temperaturas que, solo en los meses de diciembre a febrero bajan un poco.
Somos un país de lindas playas, pero también tenemos bosques donde dar paseos y disfrutar de su flora y fauna.
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Pronto transitábamos por la calle Norzagaray, a nuestro lado derecho la barriada La Perla y su interesante pasado. Lo que a finales de siglo 18 era un barrio fuera de los límites de la ciudad donde los esclavos vivían, pasó a ser un lugar de referencia y cultura para locales y extranjeros.
Un poco más allá de una de las entradas a La Perla, ya se podía apreciar el impresionante Castillo San Felipe del Morro.
Después de estacionar la motocicleta y bajarse, Aldemar me ayudó a hacer lo propio. No sé si fue por estar distraída con su presencia tan cerca de mí, pero perdí el paso y tropecé dándome de frente con él.
Aldemar se alejó rápidamente, fue como si yo estuviese hecha de ascuas y él temiera quemarse.
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—He venido aquí varias veces, pero hoy es diferente porque vienes conmigo—dijo Aldemar expresando en palabras lo que yo sentía.
—Justo me siento así —dije.
Nos encontrábamos en pleno recorrido por los predios en el interior del castillo caminando tomados de la mano entre la gente.
—Aunque pasen mil años, jamás olvidaré este día Beth —Algo en su tono de voz me asustó y disparó una alarma en mi cerebro.
Y todo sucedió muy rápido.
Aldemar caminaba a mi lado, íbamos tomados de la mano mientras él me explicaba sobre algo de unos túneles que supuestamente existían debajo del agua y que conectaban el castillo con Isla de Cabra y que eran usados por los soldados.
Lo primero que noté fue que, su mano se deslizaba fuera de la mía poco a poco, después su silencio y lo que me hizo lanzar un grito de sorpresa fue cuando lo vi caer de rodillas para luego deslizarse hacia un lado.
Afortunadamente, tuve buenos reflejos y pude evitar que su cabeza diera contra el duro piso de concreto.
—¡ALDEMAR! —Prácticamente me caí con él.
Ya estando en el ardiente suelo, arrodillada con la cabeza de Aldemar sobre mi regazo, las personas nos comenzaron a rodear.
—Déjenlo respirar, por favor apártense un poco para que corra el aire. — Atiné a decir. El sol estaba en todo su esplendor y sus candentes rayos parecían dispuestos a castigarnos sin piedad.
Comencé a asustarme, Aldemar no reaccionaba, estaba pálido y sus ojos parecían no ver realmente.
—Por favor damas y caballeros dejen espacio para que el muchacho pueda respirar —dijo uno de los guardias de seguridad y junto a otros dos trataban de mantener a las personas lejos de nosotros.
—Aldemar... —No dejé de pronunciar su nombre y acariciarle el rostro, angustiada.
Más personal del castillo se acercó a ayudar y la desesperación comenzó a hacer presa de mí.
Aldemar no reaccionaba.
—Por favor, llamen una ambulancia —pedí angustiada al que alcanzara a escucharme.
No podía contener las lágrimas que rodaron por mis mejillas. Un joven vistiendo el uniforme de los empleados del lugar y llevando un transmisor se puso en cuclillas a nuestro lado.
—¿Tiene el muchacho alguna condición médica? —preguntó, yo no supe que responder. Aldemar no habló sobre nada que indicara que estuviese enfermo. El hombre se dispuso a hablar por el transmisor —. Pediré asistencia médica.
—No, no... —Aldemar pareció recobrar el conocimiento y fijo su mirada en mi—. No hay necesidad de llamar a nadie, estoy mejor solo dame unos minutos por favor —
—¿Eres hipoglucémico muchacho? —preguntó el empleado, al mismo tiempo que aceptaba de otro joven una lata con soda de limón—. Bebe un poco.
Aldemar se incorporó para agarrar la soda que le ofrecían y beberlo. Note que, buscaba transmitir que se sentía mejor, pero yo percibí que la mejoría no era suficiente.
—No llamen a nadie, ya estoy mejor—dijo.
—Bebe un poco más Aldemar —pedí.
—Es mejor que vayas al hospital muchacho —comentó otro de los guardias.
La gente, gracias a Dios, comenzó a dispersarse y yo me sentí aliviada al recibir la fresca brisa que traía ese olor salino tan característico de la costa.
—Creo que el sol me afectó más de lo común —mencionó. Tomé entre mis manos una de las suyas tan frías mientras él sonreía tenuemente.
—No te preocupes Beth —pidió.
—¿Cómo no quieres que me preocupe? —alegué con tono de incredulidad. Aldemar ya podía sostenerse por sus propios medios, pero igual le di soporte para que se pusiera de pie.
—Me asustaste —dije con suavidad.
—Mala mía Beth.
Nos sentamos en un banco de madera cerca de la salida del castillo. Quise saber si aquel desvanecimiento le sucedía a menudo, no podía sacudirme de encima la inquietud, lo notaba pálido y algo fatigado.
—¿Estás enfermo? —Aldemar no me miró, mantuvo su vista baja.
—No —respondió.
Estaba preocupada por él, pero no quería presionarlo.
—No estoy enfermo —añadió.
Pensé en decirle que debía ir al médico, pero algo me detuvo. Quizás el hecho de no querer ser encajosa o la chispa de molestia que atisbe en su mirada.
Poco a poco noté que recuperaba el color en sus mejillas y el brillo en sus ojos azul grisáceo.
—Ese refresco me ayudó muchísimo —comentó—. Debió ser un bajón de azúcar. O puede ser que nuestro encuentro me alterara los signos vitales y, debido a eso casi me desmayé —Nos miramos largos segundos, sentí como me subía el calor por mi cara.
—Te desmayaste —corregí con firmeza.
—Tú me alteras el pulso —Aldemar me dedico mi sonrisa favorita—. No te angusties, debo de haber tomado más sol del conveniente para mi blanca piel y me causo mareos, eso fue todo —añadió insistiendo con lo de la teoría del sol en tono bromista.
—¿Qué te parece si vamos a comer? de pronto tengo mucha hambre —sugerí y me puse de pie.
Quedamos en buscar un carrito que vendiera comida rápida, son tan populares en toda la isla y escogimos almorzar perros calientes (hot dogs) muy sabrosos. Son salchichas con pan y sobre ellas colocaban repollo curtido, cebollitas, carne molida y queso derretido. Asimismo, se bañaban con salsa de tomate dulce (ketchup) y mostaza.
Después del mal rato en El Morro, Aldemar se restableció por completo. En esos momentos no pensé en que algo grave le sucedía a mi Aldemar.
Más adelante compramos piraguas, yo la pedí de tamarindo y él de frambuesa.
Tomados de la mano, caminamos hasta el puerto. Allí habían dos enormes barcos cruceros y grupos de turistas tomando fotografías, comprando artesanías o simplemente pasándola bien.
Disfrutamos tanto ese día. Reímos muchísimo, nos tomamos fotos mientras paseamos por las calles adoquinadas rodeados de históricos edificios que databan de los siglos 16 y 17. Nos mezclamos con turistas y locales, terminando en la Plaza Dársenas comiendo algodón de azúcar y churros, mientras disfrutamos de las actividades musicales que allí montaban las personas de la tercera edad.
Percibí que ambos deseábamos alargar el tiempo juntos, me olvidé de Micaela y cuando volví a casa a mi querida ex niñera solo le faltaba el rodillo en la mano.
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Cuando llegamos frente a la casa le pedí a Aldemar que se estacionara cerca de donde me recogió la noche de nuestra primera cita. Intuía que Micaela no estaría nada contenta por mi tardanza y, sobre todo porque no conteste sus llamadas. Y sinceramente, no deseaba ser reñida frente a Aldemar.
El portón estaba abierto, sería muy fácil decirle que entrara.
—No quieres que me vean, ¿verdad? —preguntó mientras me ayudaba a bajar de la motocicleta.
—Todavía no le habló de ti a mis padres —comenté, pero no mencioné a Micaela. Él apagó la motocicleta y yo se lo agradecí porque mientras menos bulla, mejor.
—Piensas que ellos no vean bien que salgas conmigo —mencionó él—. Puedo entenderlos, tus padres como todos desean lo mejor para sus hijos.
Ante aquello último me descoloco, estuvo tan inusual que Aldemar sugiriera que el quizás no era bueno para mí. Me llené de valor y me acerqué para poner mis manos sobre su pecho.
—No quiero dejar de verte.
—Yo tampoco —respondió él y así permanecimos mirándonos.
Cuanto deseaba que se decidiera a besarme, de hecho, estuve a punto de pedírselo y fue cuando oí la voz de Micaela muy cerca.
—Creo que es hora de irme —dijo, pero no se alejó como yo esperaba. Nuestros alientos se mezclaron.
Los pasos de Micaela se oían clarito, me alejé de Aldemar y él se echó a reír.
—Gracias por este día tan maravilloso, Beth. —Creo que no había otro como él, tan detallista, caballeroso y fuera de este mundo.
—Gracias a ti —dije y giré para caminar directo a la casa.
Oí el motor de la motocicleta encenderse cuando me salió al paso Micaela, su rostro decía más que mil palabras.
—¿No crees que es un poco tarde Elizabeth? ¿Por qué no contestabas mis llamadas?
—No me digas nada Micaela —Le pedí con dulzura y le di un abrazo. Micaela me miró de reojo e hizo una mueca de reprobación.
—A tus padres no le gustara saber de esto.
—Ellos no están —Le recordé—. Te prometo que mañana no llego tarde.
—¿Mañana? —dijo—. ¿Vas a salir mañana también? —preguntó, yo moví mi cabeza afirmativamente sin disimular la felicidad.
Editada 08/26/2023
Piraguas:
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