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Capítulo 9. Soledad


EURÍDICE

Se convirtió en una sombra de lo que fue. Relegada al olvido de sí misma, se entregó a la vida y al triunfo de otra persona. Nunca pensó en cuáles eran sus aspiraciones, y si las pensó rápidamente se esfumaron, porque pensaba que lo más importante en su vida era estar con él. Orfeo y Eurídice se conocían desde que eran pequeños, y cuando llegó la adolescencia el enamoramiento no tardó en aparecer en sus corazones. No era un secreto para nadie, que Eurídice se desvivía por él, renunció a sí misma. Mientras Orfeo no la tenía en cuenta para casi nada, y aunque decía que la quería no lo demostraba. Era independiente y no encontraba un espacio común que compartir con su pareja. Ella siempre estaba detrás de él.

Orfeo se encaprichó desde niño con dedicarse a la música, y luchaba por ese sueño. Lo cierto es que tenía talento, pero era difícil empezar, sobre todo en una ciudad en el que todo el mundo sabe quién eres y te juzga por cada cosa que haces. Pero a él no le importó, así que trató de perseguir su sueño. Eurídice mientras tanto se dedicaba a él e intentaba luchar también por el sueño de él, olvidándose de los suyos propios, si es que alguna vez los tuvo.

Se casaron jóvenes, pero aun así nada cambió. Orfeo dedicaba todo su tiempo a la música y las únicas salidas en pareja que hacían, eran cuando tenía que actuar en algún bar de la ciudad. Eurídice lo acompañaba, pero se quedaba en una mesa apartada mientras él se rodeaba de otras personas y se divertía con ellas, siendo siempre una sombra.

https://youtu.be/BwBVEB3jGLs

Una de aquellas noches, un hombre se acercó a ella. Eurídice no le hizo mucho caso, siguió bebiéndose su copa y viendo cantar a su marido, pero ante la insistencia del hombre se giró para contestarle. Se dio cuenta de que era Aristeo, un granjero que estaba enemistado con Orfeo porque se burlaba frecuentemente de él. Eurídice no quiso conversar con él, así que le invitó amablemente a marcharse porque quería disfrutar de la actuación en soledad. Aristeo, ofendido se sentó junto a ella.

Orfeo desde el pequeño escenario estaba concentrado en su canción, por lo que no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Eurídice inmediatamente se levantó y se acercó a la barra, pero el hombre la siguió comenzando a lanzarle comentarios fuera de lugar. Eurídice comenzó a agobiarse, así que decidió volver a casa, ya que nadie la ayudaba. De todos los que fueron conscientes de aquel acoso nadie hizo nada. Eurídice decidió definitivamente que lo mejor sería volver a casa.

Pero a pesar de ello, Aristeo no dejó de atosigarla. La siguió durante todo el camino gritándole. Eurídice aceleró sus pasos para llegar, pero Aristeo la seguía muy de cerca así que decidió echar a correr, provocando que el hombre también lo hiciera. No miró cuando un coche salió de la nada a toda velocidad y se llevó su vida por delante. No le dio tiempo a darse cuenta de que se había ido.

Aristeo en lugar de correr a socorrerla se esfumó de allí. Nadie la ayudó, aunque ya no pudiera hacerse nada por su vida. Orfeo no volvió a su casa aquella noche, tampoco respondió el teléfono cuando lo llamaron para informarle de lo ocurrido. Por lo que cuando llegó al día siguiente por la tarde y no la encontró se enteró de lo acontecido por gente ajena a la familia. Aquella noche la granja de Aristeo ardió.

Orfeo se volvió completamente loco. No creía que aquello pudiera ser verdad. No creía que Eurídice estuviera muerta. No podía creer que no fuera a verla nunca más. No podía ser posible. De verdad que creía que en cualquier momento aparecería por la puerta. Pero como eso no ocurría, decidió ir a comprobar que era cierto que no estaba muerta. Así que acudió a la funeraria donde Hades lo recibió ofreciéndole sus condolencias. Orfeo no las aceptó puesto que no creía que fuera verdad. Perséfone se unió a la conversación y al ver la mirada de aquel hombre comprendió que había perdido la cordura. Comenzó a acusarlos a ellos de haber retenido a su mujer contra su voluntad, totalmente enloquecido. Entró en la habitación donde estaban preparando el cuerpo, que había quedado destrozado por el impacto. Al verla en ese estado su locura se desató totalmente. Se echó sobre el cuerpo de Eurídice, suplicándole que se levantara y volviera a casa con él.

Por supuesto ella no se levantó, pero tras un rato allí suplicándole, la cogió en brazos y se la llevó. Sin embargo, no fue muy lejos. Hades y Perséfone habían avisado de la crisis que estaba teniendo Orfeo, por lo que el personal del hospital se acercó hasta allí para internarlo hasta que la crisis remitiera. Pero jamás lo hizo. Orfeo seguía enloquecido, pensando que Eurídice estaba viva y que la tenían secuestrada, que debía ir a salvarla. Él permanece encerrado, viviendo en la locura el duelo por la pérdida de su amada. Un sentimiento que tanto conocemos en Ólympos.

Mis mejores deseos,

La Dama en la Sombra.

https://youtu.be/mtym36PG6R8

El dolor dio paso a la amargura. No había conocido jamás una pena tan intensa como aquella que le atenazaba cada fibra de su ser. Ni siquiera tenía fuerzas para levantase de la cama, ni para abrir los ojos. Su vida se convirtió en un susurro de lamentos que la habían abrazado tan fuerte que habían aprisionado su cuerpo hasta hacerlo desaparecer. Aunque había estado varias semanas inconsciente, en un coma debido a la última paliza de su marido, el dolor que sentía por dentro era muy superior a todas las heridas de su cuerpo, que algún día curarían. Pero la que nunca podría sanar era la del vacío que había dejado la pérdida de su hija, que hacía que su corazón se encogiera cada día un poco más, que cada día le costase más latir.

Aurora, en cuyo corazón pesaba una aflicción aún más grande si cabe, por sentirse culpable de todo el daño que había causado a su hija con ese matrimonio infructuoso, no se separó de ella en ningún momento. Siempre le acompañaría el remordimiento de no haber actuado por evitar ese destino tan cruel a su hija, que solo le había traído dolor y mala vida. Por primera vez en toda su existencia, aunque quizás ya era tarde, comenzó a tomar decisiones que les correspondían socialmente a los hombres. Así que vendió la casa en la que había vivido con Hipólito para comprar una más pequeña en la que vivirían ella y su hija. Creía que era una decisión que debía haber tomado muchos años atrás. Sin embargo, fue el desconsuelo producido por la pérdida lo que le hizo despertar después de años de letargo.

También obligó a Héctor a hacer lo mismo con la ostentosa casa que habían comprado y que ya hacía años que no podía mantener. Estaba en muy mal estado; los jardines descuidados, las paredes descorchadas y estancias llenas de polvo, eran algunos de los hechos que hacían parecer aquella casa que en su día había sido majestuosa, en una morada destartalada que parecía pertenecer a fantasmas de épocas pasadas. De hecho, así era. Pues sus habitantes se habían aferrado a un pasado esplendoroso pretendiendo vivir fuera de sus posibilidades.

Por estas razones, ni siquiera pudieron venderla por el precio que una vivienda de tales características debiera, pero al menos consiguieron una generosa cantidad que les daría para vivir durante varios años, a costa de las habladurías de todo Ólympos. Pero por fin a la familia Stavros habían dejado de importarle las apariencias. Tal vez también a eso llegaron tarde. Por lo menos, Aurora logró que Héctor, que se encontraba taciturno desde lo ocurrido, preso también de la angustia y de la culpa, le diera todo el dinero a Alexandra.

El día posterior a que encontraran el cadáver de Bárbara, la Dama en la Sombra escribió sobre ellos. Sobre la familia Stavros y todo lo que había supuesto la unión de Alexandra con Héctor en matrimonio. Pero no solo eso, la escritora había relatado una teoría que conforme pasaba el tiempo, cobraba más sentido, sobre qué había pasado exactamente con Bárbara. Según el relato, habían visto aquella tarde a la joven pasear por uno de los peores barrios de la ciudad. Igual que la vio gente de a pie que hacía su vida normal, sin importarle quién era ni qué hacía aquella muchacha, la vieron un par de ojos que no debían haberla visto. Trabajaban para su padre, Héctor. Eran los únicos hombres leales que le quedaban, un par de sabandijas desalmadas, igual que él. El trío más vil y despreciable de toda la ciudad, que se divertía en los suburbios, apostando y perdiendo un dinero que no tenían, entre mujeres sucumbiendo a los poderes carnales, entregando sus cuerpos y mentes a sustancias que los habían deteriorado. No tenían nada que perder. Lo único que sabían era hacer daño. No dudaron en ir a contarle lo que habían visto a Héctor, añadiendo además que estaba acompañada por un chico de dudosa reputación. Confiaban en que su socio les agradecería de buena gana esa información, con una merecida recompensa por sus servicios. Sin embargo, no fue lo que ocurrió.

Héctor los despachó nervioso, sin agradecerles si quiera sus servicios. Los hombres se marcharon maldiciéndolo entre dientes, pues aquel día no habían obtenido ninguna ganancia que pudieran desembolsar fugazmente en alguno de sus múltiples vicios.

En el momento que los hombres desaparecieron de su vista, en uno de sus ataques de ira, Héctor se reunió con urgencia con su suegro, Hipólito. En su casa no era bien recibido debido a la ruina a la que había llevado a todas sus empresas por su mala gestión, por sus mentiras y ambición. Pero, aun así, seguía acudiendo de vez en cuando para pedirle algún favor, aunque Hipólito estaba más perdido aún si cabe que su yerno, pero aún tenía cierta influencia derivada de su relación con El Honrado, que dictaba ley en la ciudad. Héctor era el único que se relacionaba con Hipólito, pues Alexandra hacía años que le había retirado la palabra y Aurora a pesar de convivir con él, apenas lo veía, pues hasta su propia esposa lo repudiaba.

—Bárbara —murmuró Héctor al cerrar la puerta tras de sí.

Avanzó por la estancia, sin detenerse a mirar al viejo, se sirvió una copa de whisky, que bebió de un trago ante la atónita mirada de su suegro.

—¿Qué pasa? ¿Acaso quieres que la case con un inútil como tú? Es pronto. ¿Qué tiene? ¿Once? ¿Doce años? Seguro que es una niña tonta e inmadura. Aún no. Vete y vuelve en unos años —respondió con la voz áspera.

—Tiene dieciséis. Creo. Pero no quiero que la cases con nadie. Más bien al contrario. Esta tarde dos de mis hombres la han visto en compañía de un chico de barrio bajo. Paseando por el peor barrio...

Hipólito no lo dejó seguir con su explicación. Se levantó de su sillón y lo apuntó con un dedo acusador, vertiendo toda la rabia que llevaba acumulando años contra él.

—¡Eso te pasa por haberla dejado con mujeres! ¡No la has educado bien! ¡Y ahora se te ha desviado! ¡Qué deshonra! Ahora manchará mi sangre noble. Pero el error también fue mío por haberla mezclado con la tuya.

Cayó sobre el sillón con pesadez, agotado por la vida de odio, peleas y misterios que había llevado y que lo había acabado consumiendo. Parecía que se acababa de deshinchar como un globo. Allí sentado, los años le pesaron, como si lo arrastran hasta el fondo del mar. Estaba cansado. Estaba viejo. Pero nunca se había sentido tan viejo como en ese momento, en el que fue consciente de cómo se le marcaban las arrugas.

—¡No es culpa mía! —le contestó Héctor haciendo aspavientos.

Agotado, Hipólito permaneció durante unos minutos mirándolo con asco. Con una mano temblorosa tomó un trago de whisky que tenía en la mesa. Era la primera vez que sentía que le fallaban las fuerzas. Después cogió unos papeles guardados en un cajón y se los tendió a su interlocutor.

—Sí que lo es. Pero podemos subsanar el error. Envía estos papeles, sin que nadie se entere —le advirtió—. Ten cuidado, no sé si hago bien encargándote esto. En fin, luego recibirás noticias mías.

Pero nunca recibió esas noticias. Antes de que la policía llegara con la noticia de la muerte de Bárbara, Hipólito ya había desaparecido la ciudad como si nunca hubiera existido, no sin antes haber dictado la sentencia de muerte de su propia nieta. Aún en su vejez, no cedería. Se llevaría a todos los que hiciera falta por delante. Las apariencias siempre habían sido lo primero para él, y ni si quiera en esos momentos cambió. No tuvo clemencia. No la conocía. Tampoco le tembló el pulso aquella vez, aunque el agotamiento lo amenazaba con poder con él. Se llevó con él todos sus secretos, todos sus crímenes. Pero ni un ápice de dolor ni de compasión. Eso lo dejó para los que se quedaron atrás para ver el rastro del mal que él había sembrado. Decían que Héctor jamás quiso darle muerte a su hija, pero dado su carácter violento nadie podría asegurar que no era justo lo que quería hacer. Aun así, no se supo nunca quién fue el brazo ejecutor de aquel asesinato.

El consuelo que le había quedado al menos a Aurora, que también sospechaba que había sido algo preparado por su marido, era que parecía que no habían sufrido, ya que se había tratado de una muerte rápida. Ni siquiera se habían enterado, pues no había indicios de tortura en sus cuerpos. Un disparo a cada uno. Así se fueron. En un momento estaban allí, con un millón de sueños y aspiraciones, cosas por hacer, tanto amor que darse. Pero de repente habían desaparecido, dejando solo las carcasas de sus almas, a las que lloraban cuantos los habían conocido.

Eso las dejó por fin solas, sin depender de ningún hombre. Aunque no era para nada como esperaban. Alexandra ya ni siquiera abría los ojos. Le pedía a su madre que la durmiera porque le dolía mucho el cuerpo, pero en realidad lo que la afligía era la angustia de su corazón que le oprimía el pecho sin dejarla respirar. Estaba gritando por dentro, pero ya no tenía fuerzas para exteriorizarlo. Ni siquiera hablaba del tema. Sus únicas palabras eran para pedir más morfina, pues no podía soportar estar ni un minuto más consciente. No quería seguir avanzando sin su hija. Al menos, mientras dormitaba en las brumas de la inconsciencia podía fantasear, vivir en los recuerdos. Algo que no ayudaba a que su corazón se calmase.

Su madre mientras tanto se sentaba a su lado, cogiéndole de la mano y le susurraba todo lo que sentía aquel desenlace.

—Enseguida te curarás, Alexandra. Y empezaremos una nueva vida. Si lo prefieres podemos buscarte una casa para ti. Si quieres que solicitemos el divorcio lo haremos, no quiero que nada te ate a ese miserable. Sé que es difícil, pero hemos sacado bastante dinero de la venta de las casas. Y por fin podrás hacer algo de provecho que te haga sentirte bien. Yo te ayudaré como he hecho durante estos años. No tengas miedo, ni por tu padre, ni por tu marido. Hipólito está desaparecido y dudo que vuelva para impedir tu divorcio. Y Héctor te dará lo que quieras. No te molestará. Es la hora de que seas libre, hija.

Pero Alexandra apenas escuchaba ninguno de los planes que su madre tenía para ellas. Cada día más apagada, más alejada de la realidad. Vivía en un mundo de recuerdos pasados y de futuros truncados.

También estuvo con ella Cassandra, que a pesar de que no estaba pasando por un buen momento, tampoco se había separado de ella desde la desaparición de Bárbara. Pero intuía que poco más podía hacer por ella en ese estado. Así que, cuando Cassandra vio que seguía sin levantarse de la cama, sin abrir los ojos aun habiéndose recuperado de sus heridas, dejó de acudir tan frecuentemente a verla porque no podía soportar el dolor que había suspendido en el ambiente de esa casa, que se le adhería a la piel hasta instalarse en su propio corazón.

Tanto fue lo que le afectó el aura de aquella estancia, que cuando una de esas semanas se enteró de que una vida se estaba gestando en su interior decidió ponerle fin antes de que nadie pudiera impedírselo. No se lo dijo a nadie, ni siquiera a Xander, que pasaba mucho tiempo fuera de casa y apenas hablaban. No quería traer otra niña a ese mundo, para que le pasaran todas las cosas horribles que les habían pasado a ellas. No podía.

Sin embargo, con el tiempo llegó el arrepentimiento. El dolor que sentía Alexandra también le oprimía el pecho cada vez que iba a visitarla después de aquello, a pesar de que pensaba que simplemente desaparecía con la extinción de la vida que llevaba en su vientre. No fue así. Por eso fue que no pudo acudir más. El secreto que había guardado ella misma por decisión propia, la martilleaba allá adonde fuera. Quizás se había precipitado. Uno de esos días, no podía dormir así que permaneció en el salón, bebiendo una copa y fumando durante toda la noche, algo que no había hecho nunca. Cuando Xander llegó a de madrugada, se preocupó al verla así. Los sentimientos de él eran profundos y verdaderos, a pesar de todo lo que había ocurrido entre ellos. Jamás se perdonaría lo que había hecho a Cassandra años atrás, pero sentía un amor tan grande y puro por ella, que creía que jamás nada podría romperlo. Pero para ella, eso no era suficiente. Siempre querría más de lo que nadie pudiera darle.

Se acercó a ella, y cuando fue a darle un beso en la mejilla, Cassandra le giró la cara.

Xander se sentó en el sillón frente a ella. Pero Cassandra no quería mirarlo a los ojos. Entonces se dio cuenta, a pesar de la penumbra de la estancia, solo iluminada por una pequeña luz alejada, que dos lágrimas resbalaban por sus mejillas. El corazón se le aceleró, preocupado porque algo le hubiera sucedido en su ausencia. Últimamente pasaba los días fuera, trabajando para que tuvieran la mejor vida posible en aquellos tiempos en los que ser noble no les aseguraba nada. Quería dárselo todo. Pero lo único que quería Cassandra era su tiempo.

—¿Qué te ocurre, Cassandra?

—No aguanto más, Xander —respondió con la voz quebrada.

Cassandra se levantó, evitando mirarlo a los ojos. Pero él la cogió de la muñeca para retenerla. Se levantó para ponerse a su altura y que pudieran mirarse a los ojos. Sabía que lo ocurrido con Bárbara, a la que había visto crecer le había afectado mucho, y sentía no haber estado apoyándola en esos momentos. Ahí fue cuando empezó a arrepentirse de haberse dedicado a su trabajo en lugar de cuidar a lo que más amaba en la vida.

—Me voy —susurró Cassandra intentando zafarse del agarre de Xander.

—¿Qué? ¿Cómo que te vas?

Xander soltó a Cassandra, sorprendido de su actitud. No podía saber qué le había pasado para estar así. Cada vez estaba más confundido, miles de pensamientos martilleaban su cabeza en busca de una solución que acabara con la angustia de Cassandra.

—Sí. Me voy. Déjame en paz, por favor. Pensaba que me querías, pero estaba equivocada, porque en cuanto me has tenido, no has hecho otra cosa que abandonarme. Así que me voy. Quiero ser libre y disfrutar de la vida, cosa que no hago contigo. Y...y....—Cassandra se calló porque un nudo en la garganta le impedía seguir hablando.

El duque no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. No entendía qué había hecho mal. Sabía que trabajaba mucho, pero también sabía que tenían una buena relación, que se querían y que no había razón para romperla aquella noche. Sin embargo, no sabía que había algo mucho más allá. Si lo hubiera sabido, igual hubiera comprendido que el amor infinito que sentía por Cassandra, jamás fue correspondido de la misma forma.

—¿Puedes explicarme que está pasando? ¿Te vas sin más? ¿Sin hablar, al menos?

Cassandra se apresuró a salir por la puerta, dirigiéndose hacia su habitación en la planta de arriba. Xander la siguió subiendo las escaleras de dos en dos.

—¡No tengo más que hablar! —exclamaba Cassandra— ¡Me has demostrado todo! Y... y... ¡Aborté! ¿Vale? Aborté.

La mujer se detuvo en medio de las inmensas escaleras. Se agarró a la barandilla dejando salir todo el dolor que tenía acumulado dentro en un llanto desgarrador, presa de los nervios, el arrepentimiento, la culpa, el dolor, la inconsciencia... Lo sentía todo. Xander llegó hasta ella, le puso una mano en la espalda y la ayudó a levantarse.

—¿Qué? —susurró totalmente sorprendido.

Cassandra negó repetidamente con la cabeza, tratando de encontrar fuerzas para contárselo entre sollozos.

—Con todo lo que ha pasado en la ciudad, con Bárbara... No creo que te importe nada de lo que pase en esta casa. Siempre estás ausente. Y tener un hijo lo empeoraría todo. Y si fuera una niña todavía peor porque llevaría una vida que no le deseo a nadie. No quiero tener esa obligación, porque tú seguirías sin estar a mi lado.

Cassandra subió a toda prisa a su habitación, cogió una maleta y echó dentro algunas de sus pertenencias. No pensaba volver. Xander se había quedado en medio de la escalera asimilando la información que acababa de recibir. Comenzaba a comprender que nunca se habían entendido, y que nunca habían querido lo mismo. Cuando Cassandra pasó por su lado, dirigiéndose a la puerta de salida la retuvo desesperado un momento más.

—Por favor, Cassandra —le suplicó—. Lo siento, Cassandra. De verdad que te quiero. Cassandra, por favor. Por favor, quédate. Lo arreglaremos, encontraremos una solución.

La mujer sacudió la cabeza, se deshizo de las manos de su marido y terminó de bajar las escaleras corriendo.

—¡Cassandra! —gritó Xander en medio de la noche—. ¡Cassandra! ¿Qué voy a hacer ahora sin ti?

En ese momento, Cassandra abrió la puerta de la casa. Se giró para mirarlo una vez más. Recobrando la serenidad le contestó mientras salía de aquella casa que tantos recuerdos contenía de los dos, que se quedarían atrapados entre las paredes para martirizar al duque para siempre.

—No sé, pero ya no me importa.

Así, Cassandra se alejó de una vida que nunca había estado hecha para ella. A la que se amarró por intentar hacer lo correcto, pero que no era una vida para ella, siempre indomable. Dejó al duque Xander atrás, con todos los secretos que le había ocultado a Cassandra aún ocultos bajo llave.

Ese mismo amanecer, en el que ella comenzaba su vida, por todas las mujeres que habían quedado en el camino, Alexandra dejó de respirar, alejándose de la vida que su madre quería construir de nuevo para ellas dos.

Al final de esta historia solo quedó Héctor, convertido en un ermitaño que vivía en una casita en el bosque donde había vivido también la joven Dafne. La soledad lo abrazó con su manto, reteniéndolo. La tristeza lo consumió, durante años estuvo sentado mirando el mundo cambiar a través de su ventana. Vio muchos días amanecer, pero ninguno fue para él. Sus amaneceres se tiñeron de gris, tristes, llenos de ausencia, soledad y muerte. Hasta los dioses lo abandonaron. Solo quedaron recuerdos, arrepentimiento y el triste lamento de un viejo al que la vida se le escapaba.

https://youtu.be/PEttsFPuAlg

Al final de esta historia, solo quedaron un montón de crímenes impunes, cuyos autores siguieron riendo, soñando, viviendo, sin el menor de los remordimientos. Mientras sus víctimas quedaron sin voz. Las mujeres de Ólympos fueron las únicas que pagaron la condena, al precio más alto. Y ningún arrepentimiento mitigaría su dolor.

Quizás en el otro lado, les espere la recompensa. Y para aquellos que cometieron los peores pecados, que esté reservado el mayor castigo en el más profundo de los infiernos. Allí vencerán las humilladas, las violadas, las vencidas. Allí por fin, obtendrán su triunfo, su gloria. Allí nos esperan, donde por fin puedan cambiar su historia. Donde se les hará justicia.  


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