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08


RAISA

Con disimulo contemplo a Nil mientras mastico mi cereal. En el hotel trabaja como recepcionista, además, es el mejor amigo de mi hermana y mi crush en secreto desde hace bastante tiempo.

Es el hombre perfecto.

Tiene una sonrisa deslumbrante, ojos cafés que resplandecen como cristales, y el cabello rubio cedoso que hace florecer mi deseo por acariciarlo. También cuenta con el físico de aquellos que pelean en un gimnasio.

El día de hoy luce estupendo, más de lo usual. ¿Lo habrá hecho con alguien? ¿Será de aquellos experimentados? Aquello es lo que pensaba días atrás, sin embargo, esta mañana mis ojos están cansados por la segunda mala noche que tuve. Gran parte del tiempo me la pasé fuera del hotel por temor a tropezar con el chef. Cuando decidí entrar, faltaban quince minutos para las seis de la mañana.

Todavía no puedo arrancar de mi mente a Prince Hastings, lo ocurrido con Etta, y la manifestación de ese muchacho la noche pasada. Los recuerdos permanecen frescos en mi memoria.

Me acaricio la mejilla con cuidado. Todavía duele un poco, pero por suerte no quedó grabada ninguna secuela.

Cierro los ojos en un nuevo intento por olvidar las imágenes que me tienen agotada, y los abro para contemplar a Nil. Tiene 32 años, por poco la misma edad que Leire.

—Quiero ver tu último examen —solicita él—. Leire tuvo algo que hacer, así que me pidió de favor que lo revise por ella.

Abro mi maleta, y sobre la mesa lo deslizo en su dirección.

—Bien hecho, pequeña. —Me elogia, y con los palillos toma un rollo de California de su plato, dejándolo en el mío—. Anda, te lo mereces.

En otra ocasión me habría sonrojado, derritiéndome de amor por dentro. Pero el dolor de cabeza apenas me permite contemplar el dulce manjar sin ser capaz de procesar su acción por completo. Ni siquiera he tragado más que tres bocados de mi desayuno, lo que ya es bastante raro. Me gusta comer.

—A este paso no necesitarás de ningún tipo de ayuda para entrar a la universidad. Te financiarás sola. —Me da una palmadita en el hombro.

Su roce casi es capaz de sacarme fuera del trance, pero un nuevo plato con un trozo de pan cae sobre el un puesto vacío en nuestra mesa.

Es Etta, y tiene una apariencia terrible. Bajo sus ojos cafés, dos bolsas oscuras recrean sombras. Sus labios tienen grietas ensangrentadas, y sus mejillas exponen una barba descuidada. No recuerdo que fuera tan despreocupado con respecto a su apariencia. Quizá podría empezar una apuesta acerca de quién luce peor, si él o yo, pero seguramente Etta ganaría.

Experimento un leve mareo de tan solo verle.

—¿Te encuentras bien? —le pregunta Nil.

El chef me contempla, y cuando sonríe, me hace dudar de si acaso recuerda o no lo que intentó la noche pasada conmigo. De todas formas, el temor por mi vida llega un poco tarde y arrastro la silla al ponerme de pie, capturando la atención de los empleados que también se encontraban desayunando en las mesas más próximas.

Apenas empiezo a procesar todo lo que está pasando.

Esta mañana pensaba poder contárselo a Leire, pero no está presente por motivos que desconozco. Apresurada salió un par de minutos después de mi llegada. ¿Me creerá cuando se lo diga? Etta luce agotado, pero no manifiesta ningún tipo de impulso asesino, todavía. Nadie será capaz de imaginárselo, pues, a su manera, siempre fue una persona amable con todos. Ahora no puedo evitar preguntarme si estarán bien al quedarse a solas con él. Tampoco puedo advertirles. Después de haber acusado a Prince Hastings en público, he perdido total credibilidad.

Me apresuro a tomar mi plato, lo llevo al lavamanos y salgo de la cocina. No obstante, la voz de Etta me detiene antes de cruzar la puerta.

—Leire pidió que volvieras temprano.

Es la solicitud de mi hermana cada vez que tiene alguna charla al pendiente conmigo. Por su puesto, todavía no hemos platicado nada con respecto a Prince desde lo acontecido con la pobre mujer. De todas formas, dudo, porque es él quien lo acaba de mencionar.

¿Estará ella bien? Mientras avanzo a la salida marco su número, y por suerte contesta un poco tarde, pero lo hace.

—¿A dónde fuiste tan temprano en la mañana? —pregunto.

Se toma más de lo esperado en responder. Parece estar haciendo algo de lo que no quiere volverme partícipe.

—Estaré de regreso pronto. ¿Todo está bien?

Ahora soy yo quien no sabe qué decir.

—Estoy de camino al instituto.

—Ve con cuidado.

—Y tú. Te quiero.

Corto la llamada.


Llego al instituto antes de lo esperado. Los pasillos están vacíos. Son las 8:00 de la mañana y las clases no empiezan sino hasta las 8:45.

Hoy es lunes 27 de octubre. Tengo frío, lo cual ha causado en mí unas terribles ganas de orinar.

En Londres, durante el transcurso del mes de octubre, se percibe mayor frío cada vez. A través las ventanas en los pasillos puedo contemplar una espléndida profusión de colores otoñales. La vegetación de la ciudad empieza a cambiar de color verde, a cobrizo y rojizo.

En el baño, me toma un momento sentarme en el inodoro. Miro hacia mis pies, y defino una sombra descomunal con alas pasearse por el suelo.

—¿Hola? —vacilo.

Se detiene en frente de mi puerta.

Una risa áspera, más específicamente como la de un muchacho, se manifiesta desde el otro lado.

—Es el baño de mujeres —indico. Y ahora que lo pienso, jamás escuché la puerta abrirse.

—¿Piensas que no lo sé? —Su voz es todavía más ronca de lo que esperaba—. ¿Cómo puedes escucharme?

¿Acaso es un fantasma? De ser así, debí haberlo ignorado.

El miedo ante la idea de estar a solas con un espectro o un humano, me lleva a levantarme del inodoro y arreglarme la falda del uniforme en menos de seis segundos.

—No deberías haberme escuchado —agrega, produciéndome escalofríos.

—¿Por qué? —Vaya estúpida pregunta la mía.

Tomo la cerradura de la puerta, pero poco antes de girarla, él dice:

—Por lo que soy.

—Y, ¿qué eres? —Mi voz es un susurro a causa del miedo.

—Un ángel.

La imagen de lo ocurrido la noche pasada se presenta en mi cabeza.

Imposible. Sus alas...

—¿Qué diablos? —Tomo el riesgo de abrir la puerta, y al verlo, la sorpresa me hace a soltarla súbitamente, por lo cual, termina golpeando el cubículo de al lado con rudeza.

Aquel muchacho alto de, efectivamente, alas negras, cabello castaño rojizo y ojos grises, de nuevo yace en frente de mí, tan solo que ahora puedo verlo de mejor manera. Viste las mismas prendas y es muy apuesto. Su presencia es imponente, pero, contrario a la última vez que lo vi, el día de hoy no me produce el mismo terror. Quizá porque tan solo yace de pie allí, contemplándome de pies a cabeza con una ceja levantada.

—No un diablo, un ángel —reitera de brazos cruzados.

No sé si creerle, pero su entrada al baño minutos atrás, y la manera en que partió el cielo creando un hoyo en el suelo la noche pasada, me hacen dudar.

—Pero tienes las alas...

—Negras —interviene—. Sí, ya lo sé.

—¿Por qué?

—Al caso, no vengo para responder preguntas. A partir de ahora, soy tu ángel custodio. Aunque no sé cómo habré de hacerlo sin poderes.

Sufro un enredo mental.

—¿Tú? Espera. ¿Por qué me envían un ángel sin poderes?

—Es eso o nada, humana.

Mi observación acaba de molestarle, pero es que me parece un inútil. O quizá tan solo se reduce a ser un mal chiste.

—Soy Raisa.

—Como sea.

—Y no necesito de ti —finalizo.

—Escucha. Tengo tantas ganas de cuidarte, como tú de tenerme aquí. Es decir, nulas.

—¿Estás seguro de que no eres un demonio?

—De serlo, créeme, ya estaría enterado.

—Ajá... —Alargo la última vocal—. De todas formas, no te necesito. Sé cuidarme sola, así que puedes marcharte por donde viniste. —Le indico la puerta, pero se la queda viendo como si no entendiera que a través ellas puedes entrar y salir de ciertos lugares.

—Por más que quiera, no puedo —me informa.

—¿Por qué?

—Es imposible.

—¿Por qué?

—¿No sabes decir otra cosa que no sea "por qué"? —cuestiona irritado.

Para ser un supuesto ángel, tiene poca paciencia.

—No —respondo. Solo quiero que se vaya.

Se toma el puente de la nariz y respira profundo.

—Escucha. Allá arriba. —Señala hacia el techo—. Existen seres supremos que me designaron ser tu ángel custodio para cuidarte, lo que significa que no puedo dejarte ante ninguna circunstancia.

—¿Ni siquiera si se trata del baño? —Miro alrededor.

—Puedo hacerme invisible, si lo que deseas es privacidad —dice mordaz. ¿Qué le pasa?

—Pero todavía seguirás aquí. Además, creí que no tenías poderes.

—Qué ingenua. Eso no es un poder, es una habilidad. Los ángeles nacemos con ella, así como lo es el volar, mover cosas sin tocarlas, o dejar que las personas nos vean al ocultar nuestras alas.

—¿Por eso puedo verte?

—¿Hola? Tengo mis alas aquí todavía. —A sus espaldas se estiran y no caben en el baño. De hecho, lo hacen ver pequeño, aunque no lo es en realidad—. No deberías haberme escuchado o visto con ellas.

No parece haber una explicasión. Así como tampoco entiendo por qué veo a los muertos.

—¿Tiene algo que ver con la misma razón por la cual no puedes simplemente irte y dejarme? —indago.

—No lo creo. El no poder apartarme de ti es algo impuesto por los ángeles Supremos, para impedir que te abandone a tu suerte. Mientras más me alejo, más desarrollaré un tipo de dependencia hacia ti que no me permitirá dejarte. Es una sensación frustrante, pero no peor de la que me hablaron.

—¿Como un adicto? —razono.

—Sí, pero no por gusto.

—Entiendo. Será mejor que vayas buscando un psiquiatra o concejero. Ya tengo suficiente con un gato. Paso por completo de un ángel. —Avanzo en dirección a la puerta.

—¿Escuchaste algo de lo que dije? No te estoy pidiendo tu permiso u opinión, simplemente te advirtiendo para que no grites. Odio que los humanos me griten al oído.

Ignoro mis ganas de preguntar el motivo por el cual le habrán gritado, y abro la puerta, pero no consigo dar un paso hacia el pasillo. Alguien me empuja del pecho y, junto a otra persona, me toman de los brazos, immovilizándome y metiéndome de regreso al baño.

—¿Con quién hablas, rarita? —Daisy se burla.

Aquel muchacho sigue presente a escasos metros de distancia. Mira a Daisy. Sus ojos se han vuelto más oscuros de lo normal.

¿Ellas realmente no pueden verlo con sus alas? No han montado ninguna escena, y él tampoco es que pase por desapercibido.

—Seguramente es su amigo invisible —comenta Alexa con causticidad—. Así como su gato: ¡Sortir de là, chaton!

El día en el que me consagraron como loca, alguien del público sabía algo tan esencial del francés como lo es: Baja de ahí, gatito.

—Anda, hagamos que despierte —propone Daisy, y juntas empiezan a tirar de mí, llevándome hacia el inodoro.

Por más que intento zafarme, no lo consigo. Son más grandes que yo.

—No, por favor —imploro, viéndome cada vez más cerca del váter. Sé lo que me espera. Meterán mi cabeza en ese lugar.

—Si quieres mi ayuda, tan solo debes pedirla. —La gruesa voz del que todavía continúa de pie a nuestras espaldas, me produce escalofríos. Pero no creo tener ninguna otra alternativa.

—Por favor, ángel. Ayúdame —imploro.

—¿Escuchaste? Lo acaba de llamar Ángel. —Ambas ríen. Si tan solo él me hubiera dicho su nombre...

Las puertas de todos los cubículos se abren con violencia y me sueltan. Ambas cruzan miradas de horror. Luego, todas observamos a los grifos empezar a dar vueltas, permitiendo el paso del agua caliente.

Retrocedo.

Esto definitivamente no es algo que los fantasmas puedan hacer. Los muertos, con mucho esfuerzo, apenas consiguen tirar objetos livianos de cualquier superficie al suelo.

Daisy y Alexa retroceden mientras contemplan el vapor que acaba de empañar el espejo. Poco después, se definen las letras que el ángel empieza a escribir: "Largo".

—¡Es un demonio! —chilla Alexa y ese apresura a escapar del baño seguida por Daisy. Los pasos de ambas se alejan por el pasillo.

—Que no soy un demonio, soy un ángel —establece aquel.

Un ángel custodio de alas negras.


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