Capítulo 4
Al día siguiente, cuando entró a la primera clase, Edgar notó que varios de sus compañeros lo miraban con sorpresa, algunos incluso con asco. Agachó la cabeza, inseguro de si es que olía mal o si su cabello estaba desordenado.
No, recordaba haberse puesto desodorante antes de salir de la casa. Sí se peinó con prisa, pero tampoco se veía desaliñado. Cuando estuvo sentado, se palpó la entrepierna simulando que se ajustaba la correa. Cierre en su sitio, y no había nada levantado tampoco, aunque eso ya lo sabía.
Se preguntó cuál podría ser el motivo de tanta atención. Le incomodaba y comenzaba a sentirse inquieto por ser el foco de miradas. Nunca le había gustado, incluso evitaba que le prestaran atención. ¿Cómo se supone que uno se comporte en ese tipo de situaciones? Edgar nunca había dado con la respuesta, y dudaba lograrlo. Tragó grueso, queriendo ignorar las miradas y las voces detrás de su pupitre.
Como si fuese un ángel invocado para ir en su ayuda, Sylvia apareció en la entrada del salón, justo cuando la profesora Irma entraba. Contrario al día anterior, se sentó a su derecha, en frente del amigo de Mateo cuyo nombre Edgar seguía sin recordar.
-Hola -lo saludo con una sonrisa, ignorando a quienes la miraron confundidos-, buenos días.
-Buenos días -respondió él. La interacción llegó hasta allí. Edgar se sintió culpable por sentir alivio.
La clase transcurrió tranquila, lo cual le permitió concentrarse en los ejercicios de química orgánica. Fueron largos minutos de sabor agridulce en los que no sabía qué pasaba. Siempre que volteaba, sin importar hacia donde fuese o lo que escuchara, alguien lo veía, o más bien, a él y Sylvia.
El cuello de la chemise comenzaba a molestarle, como si fuera una lija y no una tela suave, pero Edgar contuvo las ganas de arreglarla y moverla. Son solo los nervios, se dijo, ¿pero nervios de qué? Apretó los dientes, frustrado.
Cuando la clase terminó, Mateo le tocó el hombro.
-Hey. -Al voltearse, Edgar no supo interpretar la expresión de su rostro. El muchacho tenía los labios apretados y los ojos abiertos, como si no supiera cómo decir lo siguiente-. Creo que deberías ver, o bueno... deberían ver. -Mateo alzo la voz, captando con éxito la atención de Sylvia. Esta lo miró sin entender.
-Si no quieres, no te molestes -dijo el otro chico hacia Sylvia, quien seguía sin pronunciar palabra.
-¿Ah? No entiendo -Edgar frunció el ceño, mirándolos confundido.
-Pues... esto. Mateo le mostró el celular justo cuando la profesora Irma salía del salón y el volumen de las conversaciones aumentaba.
En la foto se veían Edgar y Sylvia, los dos riendo, en la librería mientras escogían los libros que se llevaría ella. En la parte de abajo, en una tipografía recargada y apenas legible, se leía "Amor a primera cortada".
El mundo le dio vueltas a medida que esas cuatro palabras se repetían en su mente.
Colapso.
Edgar sintió que la bilis ascendía hasta su garganta, casi tocando su lengua. Se obligó a tragar y respirar hondo para mantenerse controlado, aunque sus ojos no se despegaban de la imagen. La boca se le secó y sintió un mareo a la vez que su corazón se detenía por un segundo. Su piel sudó frío y una corriente eléctrica le recorrió la columna vertebral.
Estaba tan perturbado, saturado de emociones y pensamientos desordenados, tan enfocado en la imagen que tenía en frente, que no notó que Sylvia miraba la misma pantalla con ira asesina en sus ojos. Fue solo cuestión de segundos. En un parpadeo, ella estaba de pie, dirigiéndose a la salida del salón, e ignorando por completo a la profesora que apenas tenía unos segundos de haber entrado.
-Espero que nadie tenga esa misma idea -dijo la profesora, cerrando la puerta detrás de sí.
-De seguro pronto vuelve. -Mateo habló tan cerca del oído de Edgar que le provocó un espasmo. Para su fortuna, lo supo disimular, aunque cada vez se sentía más nervioso. Es solo una foto, se dijo en su mente, solo una foto, y ya, no es mal de morirse, no es motivo para que te pongas así. Reacciona. Contrólate.
Sin embargo, no importaba que se dijera ni con qué frecuencia. La mente de Edgar había cobrado vida propia. Los ecos hicieron acto de presencia una vez más.
Lindo juguetico nocturno.
Qué asco.
Mío.
Los libros...
Culto.
Vamos a jugar
Deben estar...
Mío.
Satánicos.
Mío.
Jugar.
Llenos de sangre.
Drogadictos.
Esta noche.
Las paredes no dejaban de girar.
Edgar se sostuvo con fuerza a su asiento y apretó los dientes, buscando cualquier tipo de estabilidad y firmeza. Escuchaba que alguien le hablaba, pero no supo identificar quién o qué era lo que le estaban diciendo. Tampoco le interesaba mucho.
Su estómago se volvió un agujero negro que lo devoraba segundo tras segundo. Sentía que sus intestinos se retorcían y que se le aguaban los ojos. Estaba por devolver el plato de cereal con frutas del desayuno.
-¿Edgar? -Esta vez, escuchó a la profesora con claridad y pudo enfocar su rostro. Se veía preocupada-. ¿Te sientes bien? -¿En qué momento se acercó tanto?
-Necesito... ir al baño -dijo de golpe-, no me siento bien
-Claro, no hay problema. -Le ofreció la mano, pero Edgar se levantó sin siquiera verla. Podía distinguir entre las caras varias sonrisas burlonas. Menudo espectáculo estaría dando, a punto de desmayarse y de vomitar. Solo por una foto.
Las rodillas comenzaron a picarle.
Más. Más.
Más.
Se apuró hasta llegar a la puerta, controlando los mareos para ir tan recto como podía, pero la cerró con más fuerza de la que debía al salir. Caminó tan rápido como pudo, controlando las ganas de correr. Si aumentaba la velocidad o se exigía demasiado, estaba seguro de que se caería al suelo y se vomitaría encima.
La suerte estaba de su lado. También estaba solo cuando entró a lavarse la cara. El agua fría ayudó. Con la cabeza fija en el lavamanos y los ojos cerrados, inhaló con fuerza por la nariz y exhaló por la boca, apretando los labios de manera que formaran un agujero mínimo. Era otro truco que había aprendido tiempo atrás, cuando las crisis nerviosas eran más frecuentes.
Se sintió de nuevo un niño, apenas entrando al bachillerato. Escuchaba los insultos, veía en su mente las notas que le dejaban entre los cuadernos, en su puesto, incluso en su morral, los lápices que le partían... Fue empeorando con los años, hasta que un día, en el tercer año de bachillerato, las cosas se salieron tanto de control que más de siete muchachos lo agarraron a golpes en pleno salón. Se paralizó cuando los vio correr hacia donde estaba él. Fue una lluvia de piedras en la cabeza.
Hubiesen expulsado a todo el grupo y suspendido a muchos más de no ser porque él pidió que no lo hicieran. Tenía a los coordinadores y a la dirección de su lado, podía sacarlos a todos si así lo quería, pero a Edgar le bastaba con que lo dejaran en paz. De casi cuarenta compañeros de clases, la mitad lo había golpeado, roto sus útiles escolares, rayado sus cuadernos, escondido su bolso, lanzado bolas de papel, insultado, gritado, burlado... La lista era interminable.
Había perdido la cuenta de las veces que pidió que lo fuesen a buscar, diciendo que se sentía mal del estómago. No era mentira. Se le retorcía apenas le atacaban los nervios. Ese día, sin embargo, tuvo que dar una lista de casi veinte nombres, todos los que en algún momento le causaron problemas, o sea prácticamente todo el salón. Sus compañeras de clase a veces decían algo, muchas hacían la vista gorda y regañaban a los varones, pero se reían de todas formas.
Luego de hacerlo, en realidad no quería irse a casa, solo estar tranquilo, y podía estarlo si se quedaba en la dirección. Nunca supo qué pasó en el salón, y tampoco le interesaba. Cuando salió, casi todos le pidieron disculpas, a lo que él solo asintió. Desde entonces aprendió a mantener sus emociones controladas respirando hondo, como en ese momento.
Mirándose al espejo, se dio cuenta de las ojeras que se le formaban debajo de los ojos. Se miró extrañado, olvidando la foto y los murmullos del salón por un momento. Se sentía bien luego de despertar. ¿A que venían esas manchas negras en la cara? Sacudió la cabeza para borrar sus pensamientos. No tenía tiempo para hacer un drama. Otro drama.
-Solo es una foto -dijo en voz baja-, solo una foto, una maldita foto. -Ya hiciste suficiente espectáculo. Sal del maldito baño y ve a ver tu clase, nadie te va a hacer nada.
No estaba muy seguro con respecto a lo último, pero aquello no le restaba validez al resto de sus pensamientos. Ya pasaste por este tipo de cosas. Solo subieron el nivel. Solo eso. Subieron el nivel.
Sube tu nivel.
Edgar se secó la cara y apretó los dientes. Sostuvo el aire cuando salió del baño y lo soltó a los pocos segundos. Su mente seguía siendo un laberinto de pensamientos inconexos, cada uno con una voz que le gritaba algo diferente, pero lograba apagarlas por momentos breves.
Noches atrás, cuando se preparaba para la mudanza, se había prometido que ese año sería diferente. Era su oportunidad para empezar desde cero, de hacer borrón y cuenta nueva, como si nada hubiese pasado antes de ese año escolar. El último antes de la universidad.
Nadie lo conocía allí. Nadie sabía nada de él, o de su historia o su pasado. Habían pasado años en un mismo colegio, con un mismo grupo que apenas cambiaba curso tras curso, para que algunos finalmente aprendieran a aceptarlo, o por lo menos a dejarlo solo cuando realmente lo quería. No podía esperar que, mágicamente, las cosas fuesen así en pocos días.
Pero puedes soñar, dijo una voz en su cabeza. Edgar soltó un gemido, arrepintiéndose en el acto por volver a ser débil. Eres más que esto, maldita sea. Para cuando se dio cuenta, consiente una vez más de en donde se encontraba, estaba entrando al salón. Sus ojos fueron directamente al puesto en donde debería de estar seguir sentado, con o sin foto.
Solo una maldita foto.
Edgar ignoró cada una de las miradas que siguieron su camino de regreso. Al sentarse, solo se preocupó por mirar en una dirección, y notó que Sylvia ya estaba allí. Tenía la mirada un poco más relajada que cuando había salido, portadora de la ira digna de las tres hermanas gorgonas.
La profesora le dirigió la mirada solo por un segundo, y el asintió una única vez. Sonrió y continuó explicando como si nada hubiese pasado. Ah, claro, estaban viendo geografía. Solo no recordaba el nombre de la profesora.
-Hey. -Una voz lo llamó desde atrás, y Edgar identifico a Mateo, esta vez en cuestión de segundos-. No te perdiste de nada. -Hizo una pausa que, según le pareció a él, era por no saber qué decir a continuación-. Em... disculpa lo de ayer. -¿Perdón? Eso era nuevo. Parecía sincero, pero Edgar no entendía por qué. No lo sabe, no lo sabe. No puede saberlo. Y silenció sus pensamientos-. Dante y yo solemos hacer esas bromas.
-No pasa nada -dijo cortante. No quería hablar mucho antes de que la barrera emocional que construían sus neuronas estuviera completa. Todavía sentía el nudo en la garganta, menos que antes, pero prefería no tentar a la suerte.
-Creo que no era el momento indicado para hacer chistes pesados -continuó Mateo, como si él no hubiese hablando nunca-, y, pues, ya vi que te afectan estas cosas. Perdona que te lo diga -se apresuró en agregar, justo cuando la respiración de Edgar se aceleraba-, pero, pues, digamos que te entiendo, y Dante también. Los dos lo hacemos. No pasará de nuevo.
-Gracias. -Fue todo lo que pudo decir. Entre los nervios y la incomodidad, Edgar prefirió guardar silencio. Apretó los labios de nuevo, enfocando finalmente toda su atención en lo que la profesora explicaba.
El timbre para el primer receso sonó en menos tiempo del que esperaba. Edgar miró sus apuntes, dejando que los demás salieran hasta que lo consideró prudente. Luego de ese viaje imprevisto al baño, no sentía la necesidad de salir corriendo. No como antes. Ya estando afuera, se movió en piloto automático para comprar su desayuno, sin estar seguro de qué pedir cuando fuera su turno. No le preocupaba, pero tampoco era normal en él.
Sylvia llegó a su lado de repente. Se había amarrado el cabello en una cola de caballo.
-Hablé con la coordinadora de bachillerato -soltó de golpe-, y dijo que va a hablar en dirección. Puede que vayan al salón.
-Gracias -repitió como si fuese un autómata. De repente se sentía fatigado, falto de ánimos y de apetito. Edgar se detuvo en medio del recorrido, pero volvió a caminar, recordando que Sylvia sí querría desayunar.
-¿Te sientes bien? -Sylvia lo miró preocupada-. Una de las chicas me dijo que te saliste del salón hace unos minutos.
-Sí, sí, no es nada. -Su estómago se revolvió al escuchar que Sylvia lo sabía. Era lo último en lo que quería pensar. Apenas estaban formando un lazo y no quería cagarla haciéndole ver lo inseguro y nervioso que podía llegar a ser.
-Bueno, si tú lo dices. -Sylvia se encogió de hombros como para restarle importancia al asunto-. En fin, ¿qué tal te fue ayer? Digo -agrego con prisa-, luego de la librería.
-Ah, claro. -Edgar se detuvo, esta vez porque estaba en la fila para el desayuno-. Pues tranquilo. Salí de los trabajos y luego me puse a leer un rato. -Pensar en la historia lo calmó bastante.
-¿Y qué tal estuvo? -Sylvia parecía tener un interés sincero en la pregunta.
-Quiero seguir leyendo justo ahora, pero dejé el libro en la casa. -Estuvo a punto de agregar que se le había olvidado por completo, pero se mordió la lengua a tiempo.
-Entonces valdrá la pena la espera -comentó ella con una sonrisa, mirando hacia el frente.
-¿Y tú? -Preguntó Edgar.
-Igual, siendo honesta. -Algo en su mirada no convenció a Edgar en lo más mínimo, pero decidió ahorrarse los comentarios-. Las críticas que leí en internet tenían razón.
-¿Ah? -Edgar la miro confundido.
-Sobre Carrie -explicó-, el propio King dice que la historia es como la primera galleta que se cocina, o algo así. Te deja un sabor extraño en la boca, agradable, pero le falta ese algo especial, ese toque que la vuelve una buena historia, aunque no es mala, ¿si me explico? -Edgar asintió, entendiendo a la perfección lo que Sylvia le decía. El mismo había pasado por ese tipo de sentimientos muchas veces en el pasado, y se sentía bien conocer a alguien que los entendiera-. La disfruté, y bastante, más de lo que esperaba, y es lo que me importa.
Cuando Edgar se dio la vuelta, se sorprendió al darse cuenta de que ya era el primero en la fila. Un chico en frente de él acaba de comprar una hamburguesa y él pidió lo mismo, sin siquiera molestarse en preguntar por el precio primero. Era de tamaño normal, y si no tenía apetito entonces no importaba pedir algo que le gustara o no.
Ambos pasaron el receso juntos, y Edgar vio que Mateo y Dante estaban cerca, conversando de algo que parecía ser importante. Por un segundo, se preguntó que podría ser, pero no tendría tiempo de saberlo. El timbre de entrada sonó en ese momento.
Estando ya adentro, el profesor Alberto Sandoval, de literatura, dijo que tendrían que trabajar en parejas para la próxima evaluación. Edgar miró a la derecha cuando sintió los ojos de Sylvia y solo pudo sonreír ante la pregunta plasmada en su cara. En respuesta, ella sonrió más aún, ahogando una risa que deseaba salir por sus labios.
-Pero antes de seguir -dijo el profesor alzando la voz, viendo que varios de los estudiantes comenzaban a levantarse para formar las parejas antes de tiempo-, les comento que ya tenemos la información del concurso de talentos para el final del año.
Si hizo el silencio.
Edgar la miró confundido, pero cuando vio alrededor, se dio cuenta de que varios de los estudiantes sonreían. Aquello era algo que no se esperaba. Cuando volteó a ver a Sylvia, ella también miraba con extrañeza las expresiones de los demás.
-Lo hacen de vez en cuando -dijo Dante por detrás.
-¿Cómo? -Preguntó Sylvia.
-Para quienes entran este año -siguió el profesor Sandoval, y Sylvia enderezó la postura al segundo siguiente-, es un concurso que se hace al final de cada año escolar para que los alumnos obtengan los puntos adicionales que pueden necesitar en cualquier materia. Dependiendo de qué tan bien lo hagan, la cantidad de puntos aumenta. Incluso podría llegar a eximirlos de algunos exámenes finales.
Ahora tiene más sentido, pensó Edgar. Por un segundo, la realidad parecía un mal musical adolescente de televisión.
-Las inscripciones se harán al final de este primer lapso, en diciembre, y tendrán todo el segundo lapso para planificar, ensayar y hacer todo lo que necesiten, pero al final del tercer lapso, es decir, a pocos días de terminar el año escolar, deberán presentarse en frente de todo el colegio.
-¿Hay que seguir algún tema o es una competencia libre? -Pregunto una rubia. Edgar creyó reconocerla como la chica del día anterior, pero dudaba.
-Es completamente libre -dijo él con una sonrisa-, la dirección decidió darles a los estudiantes libertad total, mientras que su participación sea apta para todo público -aclaró cuando vio más emoción de la que debería de haber causado el anuncio.
De allí en más, muchos de los alumnos empezaron a conversar al respecto, algunos comentando que valía la pena hacer el ridículo si con ello lograban ganar unos puntos adicionales, y otros que tomaban la propuesta más en serio.
Con una mirada rápida, Edgar supo que casi todo el salón se iba por la primera opción. Se volteó de nuevo. Sylvia escribía algo con prisas en su teléfono, y decidió no interrumpirla, quedando a merced de sus pensamientos.
La idea sonaba bastante bien, no podía negarlo, pero el estómago se le revolvía al pensar estar en frente de todos y de todo. Él solo. Se imaginó en el escenario con un micrófono en frente, el peso de las miradas y en cómo se sentiría si llegaba a fallar solo una vez. La vida normal era suficientemente difícil sin agregarle un concurso de talentos.
Ni de chiste. La opción de participar estaba fuera de lugar, muy fuera de sus límites, pero entendía el atractivo que presentaba para los demás, incluso para él. Pero no por ahora, se dijo mentalmente. Más adelante... No sé.
Para entonces, Sylvia ya había terminado de escribir en el teléfono y miraba a los lados, como esperando algo. Edgar quería preguntarle si todo estaba bien, pero no encontraba la manera adecuada, así que solo bajó la vista, apretó los labios y se concentró en tomar notas.
El resto de la clase se dio con mucha calma, a comparación con el alboroto que hubo en tan solo un minuto. Sylvia no le dirigió la palabra durante esa o la siguiente, pero sí escuchó que Dante y Mateo hablaban sobre algo.
Sabía que podía tomar una oportunidad allí, pero prefería estar tranquilo y mantener las cosas como estaban. Eran demasiados cambios en muy pocos días. Mejor acostumbrarse primero y luego pensar en lo demás.
A pesar de que ambos parecían haber estado muy animados por trabajar juntos, Sylvia se mantuvo distante con Edgar al momento de hacer el examen, decidiendo que cada uno hiciera una pregunta, se pasaran la hoja al terminar y que el último entregara. No objetó, aunque le extrañó el cambio tan repentino.
Así lo hicieron, y Sylvia se concentró en su teléfono una vez más cuando estuvieron listos. Fueron de las primeras parejas en acabar, así no hubo mucho que hacer hasta que sonara el timbre para el segundo receso.
Sylvia salió de primera, casi corriendo. Edgar se preguntó que podría estar pasando, pero se dijo de nuevo que no era asunto suyo, que no la conocía como para querer acercarse o darle algún consejo. Apenas habían hablado sobre algunas cosas, y aunque le estaba tomando cierta confianza, la mirada desesperada en sus ojos lo alejaba. Mejor dicho, le aterraba.
Él también había tenido una mirada así tiempo atrás.
Todos dormían esa noche salvo él. Ese día había sido más estresante que cualquier otro. Sus calificaciones estaban por el suelo, Rebecca estaba distante por su nuevo novio, sus compañeros le habían roto un cuaderno, pero muchos se mantenían alejados de él para cuando explotara la bomba en la que se había convertido.
Hacían bien.
Desde hace tiempo, Edgar sentía que algo en su mente se apoderaba de sus emociones, de sus pensamientos, y día tras día iba tomando control de sus actos también. Algo no estaba funcionando bien, y él sabía perfectamente qué era, pero le aterra tanto admitirlo como recordarlo, así que lo enterraba bajo toda la miseria que sentía.
Estaba encerrado en el cuarto, temblando, lloraba en silencio, y se hacía tantas preguntas que su mente colapsaba. Su cabeza era un hervidero de voces, de gritos, insultos, llantos y desgarros, sostenida por dos manos que no dejaban de contorsionarse.
Le faltaba el air que todo le daba vueltas y no había podido dormir en toda la noche. Su cabeza no le había dado un solo minuto de paz luego de terminar los trabajos, tarde en la noche, y estaba cansado. Muerto. Tenía miedo de salir, de entrar, de decir, de callar, de mentir, de ser honesto... Cuando abrió los ojos, sintiendo que podía respirar una vez más, tenía las rodillas heridas y la afeitadora en la mano.
Era la primera vez.
Edgar se quedó en el suelo por un buen rato, procesando lo que acaba de hacer. Quería una razón, un motivo, una explicación lógica. Estuvo consiente, más o menos, mientras que veía la sangre salir de las heridas a medida que se las provocaba, pero solo entonces, luego de lacerarse por última vez, fue que vio lo que había hecho
El baño le daba vueltas, igual que su cuarto, y sentía que se caería sin remedio si se levantaba, así que se quedó allí, dejando que las lágrimas se le secaran en la cara y la sangre en las rodillas, con los ojos fijos en el techo la mayor parte del tiempo. Prefería no mirar hacia abajo, pero sus ojos iban hacia las heridas irremediablemente.
Se atrevió a levantarse cuando sintió el suelo más estable y los temblores menos intensos. Seguía mareado, pero era algo tolerable. Podía con ello. Se apoyó en las paredes del baño de su cuarto y se levantó de donde estaba, tragándose los quejidos que querían escapar.
La imagen que vio en el espejo lo marcó.
Estaba irreconocible. Las ojeras marcadas, la piel amarillenta, el pelo desalineado y desordenado, las manos con manchas marrones. Sus ojos bajaron una vez más, y los apretó con fuerza al ver las heridas.
Con la mente apenas más clara, pero el cuerpo agotado, Edgar tomó un manojo de papel higiénico, contando los cuadritos hasta tener ocho en total, y los fue doblando por la mitad. Ocho, cuatro, dos, uno. Empapó el papel en alcohol, cuidando que no cayera nada al piso, y se lo coloco en las heridas.
Abrió los ojos y sofocó un gemido. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Finalmente diez. Se quitó el papel de la rodilla. Para su sorpresa, ya no molestaba tanto.
Mirando hacia los lados, Edgar apreció los colores con más intensidad que antes, como si sus retinas funcionaran mejor que en mucho tiempo. Algo había cambiado en esos segundos con el alcohol. Una idea apareció en su cabeza, una voz nueva, y decidió hacerle caso.
Mojó el papel una vez más, respiró hondo al colocarlo en la otra rodilla, apretó los ojos y se cubrió tantos cortes como podía. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... No se sentía tan mal. La sensación era menos fuerte esta vez, más llevadera, aunque seguía sintiendo la quemazón del alcohol en la carne abierta. Pero... era otro tipo de dolor.
Respiró hondo luego de retirar el papel. El aire le llenó los pulmones, sintió ganas de llorar, y aunque no se contuvo y soltó algunas lágrimas, no se sentía mal. Ya no tenía el peso que había sentido encima por tanto tiempo. Decidió probar una vez más.
Papel, alcohol, inhalar, cerrar, cortes. Unos, dos, tres... Apenas sintió dolor esta vez. Cuando exhaló, fue como si se cortaran unas cadenas invisibles en su pecho, el cual se hinchó todavía más al inhalar nuevamente.
Alquitrán. Sudando alquitrán.
Estaba más tranquilo, mucho más de lo que se había sentido antes. Más de lo que se había sentido en días. Dejó salir varias lágrimas, algunas de pesar, otras de alivio, unas de culpa y otras sin motivo. No le importó. Nada de eso importaba ya.
Edgar sabía perfectamente que eso había sido un error, que no era una solución en lo más remoto, pero el alivio era... Era justo lo que necesitaba. No quería pensar en nada más, así que solo mojó el papel por cuarta vez, a pesar de que este ya parecía más bien una masa compacta que no podía absorber nada, y se cubrió las heridas de nuevo.
En efecto, sus pensamientos se embotaron. Tenía el cuerpo adolorido y adormecido a la vez, pero la mente en paz. A pesar de que se repetía constantemente que era un error, que se había equivocado más que nunca, que solo empeoraba las cosas, sentía paz. Estaba en paz.
Se sentó nuevamente en el suelo, apoyó con suavidad la cabeza contra la pared y cerró los ojos, botando todo el aire que tenía en los pulmones. Edgar se mantuvo en ese estado de sopor idílico por unos minutos, tantos como a su cuerpo y mente le hicieran falta.
Una detrás de la otra, las voces en su cabeza dejaron de sonar. Cada una fue perdiendo poder, perdiendo fuerza, y el agarre que mantenían en su cerebro. Sus músculos estaban agotados como si hubiese corrido una maratón y su respiración se aceleraba por momentos, cuando recordaba los sentimientos antes de aquella catarsis tóxica, antes de volver a la normalidad.
Se dio cuenta de que era cuestión de tiempo, solo esperar a que sus neuronas asimilaran ese episodio antes de retomar sus funciones normales. Solo cuestión de tiempo. Edgar sonrió ante la idea.
Cuando se levantó nuevamente, lo hizo con pasos débiles pero más estables. Podía ver con mayor claridad, aunque le costaba coordinar sus movimientos. Se sentía mejor, mucho mejor que antes.
Recogió el papel manchado del piso, lo lanzó a la calle por la ventana y revisó los cortes. Casi todos ya estaban cerrados, y el mismo alcohol había limpiado la sangre. Quedaban solo algunas manchas que, según pensó, no harían ningún desastre mientras durmiera. Para no arriesgarse, se limpió de nuevo las heridas sin sentir casi nada.
Tomó aquello como una buena señal, y entendió que ya era suficiente. Botó el papel por la ventana, igual que el anterior, se lavó la cara, luego las rodillas usando mucho jabón para quitar cualquier olor restante del alcohol, y salió del baño luego de verificar que fuese así.
Su habitación parecía mucho más oscura y fría que antes, mucho más acogedora. Le sorprendió notar lo suave que era la cama o lo perfecta que se notaba la almohada debajo de su cabeza. La cobija parecía ser un manto delicado, pero que le ayudaba a mantener el calor que necesitaba. Edgar tragó grueso. Aquello era demasiado, era una sobrecarga sensorial.
Inhaló con fuerza y botó el aire por la boca, dejando que todo saliera con ese soplo.
A pesar de todo, durmió tranquilo. Cuando despertó y verificó sus heridas, sintiendo ardor en las rodillas, notó que algunas se habían abierto, pero apenas. Eran puntos rojos insignificantes comparados con el desastre que había visto la noche anterior. Un débil recuerdo de aquél desespero. Los volvió a lavar con mucha agua, asegurándose de que no quedaran manchas por ningún lugar, y salió como si nada hubiese pasado.
Sin embargo, Edgar recordaba perfectamente la cara que había visto en el espejo. Los ojos abiertos, sin luz, desesperados por decir tantas cosas que callaban apenas intentaban hacerlo. No dejaba de pensar en ellos, y desde entonces, cuando tenía uno de sus episodios de autolesiones, prefería no verse al espejo. Ya lo evitaba antes de eso, así que tampoco era mucho problema.
Era la misma mirada en los ojos de Sylvia. En menor grado e intensidad, mucho mejor oculta y no en un estado tan crudo y natural como cuando tuvo su primera vez. Pero la había reconocido. Claro que la había reconocido.
Las escenas y los detalles no se habían reproducido en su cabeza como sucedía en las películas o las series, ni siquiera como en los libros, en los que solo un detalle hacía que el personaje reviviera todo un episodio. En la vida real, cuando veía en esa mirada en donde fuera, así fuese en un extraño en la calle, entendía lo que sentía. Solo eso.
Edgar apretó los labios, deseando saber qué hacer. Los extraños le daban igual, la gente de la calle no le importa, no podía hacer nada por ellos, y de todas formas muchas veces era el resultado de sus malas acciones. Bastantes historias había escuchado de quienes habían decidido perderlo todo a manos del placer, el vicio y la pereza, pero Sylvia era diferente. Algo en su cabeza se lo decía.
Por un segundo, lo que le tomó verla a los ojos cuando la máscara de energía y fuerza se quebraba, vio la misma amalgama de sentimientos que vio en su reflejo esa primera noche, y las noches en que, por no tener suficiente cuidado, volvía a verlo.
Siempre pasaba de noche. Su mente se ocupaba de otras cosas durante el día. Tareas, deberes en la casa, ayudar a sus padres, a veces sus lecturas, pero de noche, cuando todo era silencio, cuando nadie lo veía, los recuerdos lo atacaban. Los gritos, los sonidos, los llantos y los chillidos.
Siempre era de noche, aunque durante la noche era que encontraba la paz. Tarde o temprano, a veces tardaba, pero llegaba.
Inseguro de hacia dónde ir o qué hacer, Edgar salió del salón y fue a la biblioteca, asegurándose de que su teléfono estuviera en el bolsillo, como debía de estar. A comparación con el primer receso, en este había mucha más luz, más sol, apenas nubes o brisa tan siquiera. Motivo más que suficiente para encontrar refugio entre los libros.
Ya estando afuera, alguien lo jaló por el cuello de la chemise, dejándolo de lado.
-Con permiso.
Era el mismo chico, al lado de la misma muchacha. Edgar no recordaba cómo se llamaban, pero sí que Sylvia no se había intimidado frente a ellos. Todo lo contrario. No tenía el valor de hacer lo mismo, así que ignoró los latidos de su corazón, más acelerados que de costumbre, y siguió caminando.
Se dio cuenta de que esperaba ver a Sylvia allí cuando se sintió mal al descubrir que el lugar estaba solo, a excepción de la bibliotecaria. Esta lo saludó con una sonrisa cordial mientras comía detrás de una fotocopiadora, rodeada de libros por donde mirase. No parecía ser el ambiente más acogedor para desayunar, pero tampoco podía hacer nada al respecto, así que solo pasó de largo, entró al área de las mesas y se sentó a mirar la nada.
Le sorprendió ver que tenía el libro consigo, el cuaderno que había intervenido, cuando abrió el morral luego de varios minutos sin pensar ni hacer nada. Un sabor dulce le llenó la boca, como si le alegrara en vez de aterrarle. Edgar se preguntó varias veces en que momento lo había metido, pero sin respuesta. Suspiró cansado. La cabeza ya le dolía, así que sacó un lápiz, un sacapuntas y un borrador. Se puso a garabatear en la primera página en blanco.
En realidad no era blanca. Edgar las había intervenido todas con café y té negro para que parecieran antiguas, pero solo consiguió que se vieran escupidas, con manchones desordenados que rompían la estética por completo. De igual forma, el color era el que esperaba, así que era un avance. Se lo repitió suficientes veces como para creerse la mentira.
Las líneas se convirtieron en palabras, frases que al principio le parecían estar desconectadas, hasta ir formando un patrón. Releyendo, Edgar notó ciertas ideas, algunos fragmentos más atractivos que otros. Fue tachando, arreglando, reordenando y cambiando palabras conforme pasaba el tiempo.
Que caiga la lluvia y que caigan las rocas,
Que caiga el destello y se rompa el reflejo.
Sepultado en vida, alimento de moscas,
Sepultado en olvido, recuerdo maltrecho.
Alza la voz para el trueno lanzar,
Alzo los ojos y el rayo alcanzar.
Tormenta de nieve, tumba escarlata,
El sol se oculta y la cumbre se alza.
Edgar lo leyó varias veces, dejando que las palabras bailaran en su lengua, como si fuesen obra de alguien más. Todavía se le hacía extraño ver las ideas en el papel, más aun sabiendo que habían nacido de su mano, de su mente.
No recordaba la última vez que había escrito algo, mucho menos un poema. Casi siempre eran reflexiones, y era justo con eso con que planeó llenar el cuaderno. Palabras, frases, citas de libros que le gustaran, quizás algún recuerdo o reflexión, algún pensamiento propio. Inclinó la cabeza, pensativo. Era un imprevisto, pero le gustaba. Sonrió cuando guardó todo y salió al escuchar el timbre de entrada.
No le dirigió la palabra a nadie esa vez, y le extrañó no ver a Sylvia sentada. Supuso que volvería en cualquier momento, que a lo mejor se le había presentado algún inconveniente o que estaría hablando de nuevo con la coordinadora, pero la posibilidad se hacía más y más lejana conforme pasaban los minutos.
Algo debía de haber pasado, y Edgar estaba seguro de que estaba relacionado con el concurso que había mencionado el profesor al principio del día. A lo mejor había detonado algo en Sylvia, como sucedía con él. Estar rodeado de gente cuando quería estar solo lo ponía nervioso, al igual que entablar conversaciones, tener que mirar a alguien a la cara o expresar algo. Quizá Sylvia tenía sus propios detonantes.
Edgar apretó los dientes y exhaló.
Era frustrante no saber qué quería, no estaba seguro de nada, y le volvían a molestar las rodillas. Esta vez se dio cuenta de que era la molestia fantasma, el dolor psicológico que quedaba luego de la recaída. Sabía que no tenía nada, que las heridas no se le habían infectado, que no había nada de qué preocuparse, pero el hormigueo y la comezón seguían.
Edgar no supo qué sentir cuando terminó el día y Sylvia no estaba por ningún lugar. No podía decir que estaba defraudado, mucho menos deprimido, pero tampoco que estaba bien o tranquilo. Una parte de él le decía que todo estaría bien, y la otra, la melodramática, como solía llamarla en su dialogo interno, le decía lo contrario. Tomó sus cosas, sabiendo que no podía hacer nada al respecto, de nuevo, mientras se levantaba para irse.
Estaba por salir cuando la chica rubia que siempre iba con el muchacho lo tomó por la chemise y lo lanzó contra el marco para luego empujarlo hacia afuera. Edgar tropezó, se tomó del marco y se apoyó en la pared, mirando alrededor sin entender que era lo que pasaba.
-Con permiso -le dijo mientras pasaba a su lado, riéndose. Los ojos azules miraban hacia el frente, orgullosos y prepotentes, como si ella tuviera todo el derecho de hacer lo que quisiera.
El muchacho sonreía también. Iba a su lado, con el pecho hinchado y la frente también en alto. Pasó un brazo por la cintura de la chica, que Edgar recordó se llamaba Cristina, y ambos se alejaron hablando.
Alguien le tendió la mano a Edgar. La visión borrosa no le permitió reconocerle al principio, pero los cabellos rojizos de Dante eran inconfundibles aunque no pudiera ver todo su rostro.
-Es mejor si no estás cerca de ese par -le dijo él con una combinación de lástima y comprensión en sus ojos verdes-, se creen la gran cosa por tener dinero.
Edgar tomó la mano de Dante y se levantó de donde estaba, todavía sintiéndose mareado por lo que había pasado. Los demás estudiantes pasaron de lado, algunos sin siquiera mirarlo. Seguramente no era el primero en ser blanco de Cristina y el que suponía era su novio.
-Claro. -No se le ocurrió otra respuesta.
Sonrió con torpeza antes de salir de allí sin mirar hacia atrás. Fue hacia la salida, en donde su padre le esperaba igual que siempre. Respiró hondo y se concentró en cualquier otra cosa más que en ese último percance. No quería comentarle nada a Roger, mucho menos hacerle saber que su hijo seguía siendo el mismo niño inseguro.
***
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