Capítulo 26
La ida al aeropuerto había sido sencilla, hasta tranquila. Sylvia no se quiso quitar los audífonos mientras su padre conducía, y lo prefería así. Era mejor no tocar el tema hasta por el momento. Mejor aprovechar la paz mientras pudieran, aunque la música que tenía en su teléfono no era precisamente una sinfonía clásica.
Franco siempre fue bastante claro con respecto a sus gustos y no entendía cómo su hija podía relajarse con gritos y estruendo, pero para Sylvia era la mejor forma de drenar lo que sentía, y últimamente necesitaba drenar ira. Demasiada rabia.
Había mantenido su mente ocupada componiendo, hablando con Edgar, incluso con Mateo y Dante, pero cuando despertó ese día sabía que tenía que tomar al toro por los cuernos. Como Edgar le había enseñado a decir, al mal paso darle prisa.
Sentada en las sillas metálicas, esperando a que llegara el susodicho vuelo, Sylvia prefería quedarse leyendo. Sabía que le costaría concentrarse, así que prefirió llevarse La leyenda de Sleepy Hollow, de Washington Irving, una historia más o menos corta que no había empezado. Al menos así no la terminaría antes de tiempo.
Sylvia prefería no prestarles atención a las reuniones y los abrazos y las lágrimas que la rodeaban cada vez que alguien salía con sus maletas. Al principio le parecía bonito, pero había terminado por fastidiarla y darle ganas de irse de una buena vez. Preferiría estar con su grupo, pero sabía que necesitaba estar allí.
Tomó aire cuando pasó la página. Un capítulo menos.
Siempre le había parecido que los aeropuertos estaban diseñados para que las personas se sintieran perdidas entre tanto espacio. Aunque tampoco los frecuentaba, pues era Miriam la visitaba todos los años, y muy pocas veces eran ellos los que iban a Caracas, cada vez que le tocaba esperar sentía que los ojos estaban puestos en ella.
Se suponía que ya sería inmune a las miradas indiscretas a los comentarios indiscretos tipo "muy bonita para que estés toda de negro", "pero deberías probar otros colores", "pareces una señora", y otros no tan... decentes. Como si a ella le importara lo que los demás dijeran.
Todavía recordaba la primera vez en que se vistió de negro, completamente de negro, y no durante Halloween. Cuando eso pasaba, era la primera en comprar un disfraz de bruja. Por más que Helena le mostraba esta princesa y esta otra, Sylvia ni los miraba. Incluso para los carnavales, cuando prefería ir de mimo.
Fue durante el quinto grado de primaria. Estaban preparando unos instrumentos musicales con material de reciclaje. Luego de mucho pensar y buscar opciones, decidió intentar un arpa. Todos los demás querían o una guitarra o un tambor, pero ella quería demostrarles de lo que era capaz. Tantas manualidades con su madre le habían regalado dedos hábiles y ágiles.
Una de las niñas le pidió la pintura negra para darle unos toques a su tambor, pero en vez de devolvérsela se la tiró a la cara. Apenas logró cubrirse los ojos, pero tenía el pelo, el cuello, el pecho, incluso la falda llenos de pintura. Estaba acostumbrada a los comentarios, a las burlas, y su lengua se volvía más filosa, pero nunca le habían hecho algo así. Incluso la maestra del salón terminó manchada cuando las separó, y Sylvia estaba segura de que le hubiese partido la cara a la niña de no ser por eso.
Cuando llegó a su casa y se dio un baño, solo tenía una falda negra con puntos blancos y una franela negra de mangas blancas. Su madre apenas estaba lavando y era lo que había, pero cuando se vio en el espejo, Sylvia se enamoró de lo que vio, por narcisista que sonara.
Fue pidiendo más y más negro, cada vez menos colores, pulseras con púas, collares cada vez más ajustados, y empezó a practicar con el maquillaje. Cuando empezó el bachillerato, era capaz de transformarse para Halloween, dejándole los toques finales a su madre.
Helena se preocupaba por su hija, pero Franco le aseguraba que solo era una fase, que todos los adolescentes pasaban por lo mismo y que no tenía de qué preocuparse. Sylvia los oía pero sin prestar mucha atención. Si era una fase o no lo decidiría ella. Siempre odió que los demás hablaran de ella y sus padres lo sabían, pero prefería no decir nada.
En el colegio las cosas fueron empeorando, solo que en vez de pintura la acosaban con bromas cada vez más subidas de tono, comentarios cada vez más vulgares, incluso notas indiscretas en sus cuadernos que tenía que borrar para que sus padres no se enteraran. Cuando dejaron ropa interior negra en su puesto, justo luego de un receso, Sylvia explotó.
Todos esos años había tenido pesadillas, soñando que iban por ella, que la perseguían, que querían aprovecharse y hacer lo que les diera la gana con su cuerpo. A veces había una cámara de por medio, otra veces eran unas pastillas. Evitaba salir tanto como fuera posible, lo cual era fácil porque nunca la invitaban a fiestas y reuniones, pero pocas veces acompañaba a sus padres cuando ellos salían.
Aunque era fanática de las películas de horror, Sylvia saltaba ante el más mínimo ruido, sentía que le faltaba el aire y que alguien venía por ella. Tuvo que dejar de verlas por completo y contentarse con dramas de policías, médicos, bomberos... No era ni medianamente similar, no se acerca en lo absoluto, pero era algo... Peor es nada, se dijo.
Sin embargo, cuando vio ese pedazo de tela y a una de las muchachas riéndose como loca, una de las que más le jalaba el cabello, que le llegaba apenas hasta el cuello, la que más le pateaba el morral, empujaba sus libros y rayaba sus cuadernos, la tomó por el cabello y le estampó la cabeza contra la pared.
Sus padres demandaron al colegio, y la victoria llegó un año después, justo antes de mudarse. Al final, lograron que cerraran el lugar por negligencia, y porque la investigación también descubrió que la comida no tenía las normas mínimas de higiene.
No podía decir que lo extrañaba, pero había sido extraño ser la nueva luego de estar toda la vida en el mismo lugar, y se juró que nunca más volvería a bajar la cabeza. La primera prueba fue cuando Víctor le pidió un mordisco del ponquesito con crema que estaba comiendo, obra de su madre. Ya llevaba la mitad cuando llegó ese primer día, pero aún quedaba bastante crema porque la dejaba para el final.
-Bebé, ¿me das un poco? No comí antes de venir. -Cristina le empujó un hombro, riéndose como si fuera poca cosa, pero Sylvia se dio cuenta por sus ojos que no se lo tomaba tan a la ligera. Víctor, por otro parte, la miraba con intensidad.
De nuevo volvieron los nervios, las inseguridades, pero también la rabia.
-Claro, toma. -El muy muerto de hambre se le acercó, sus ojos dejando en evidencia lo que realmente quería, recorriendo su cuerpo desde la cabeza hasta los pies, y cuando estuvo suficientemente cerca, se lo estrelló contra la cara, justo en los ojos. Sylvia se alejó antes de que alguien se diera cuenta, dejando a la pareja sin palabras.
Cuando salió del baño, justo antes de entrar a clases, sabía que se los ganó como enemigos por las miradas que le dirigieron. Pues que así sea, se dijo mientras entraba y tomaba el puesto más lejano.
Habían cambiado tantas cosas desde entonces. Quizá se había equivocado en algunas, a lo mejor no había sido la más amable o la más sutil de todas, pero, viéndolo todo en retrospectiva, estaba feliz con cómo había resultado todo.
Tenía dos buenos amigos, su primer novio, y el único que pretendía tener por mucho tiempo, la relación con su padre había mejorado muchísimo, al punto de que no le decía nada sobre la ropa o la música, y Miriam estaba cada vez más ansiosa por volver a Maracaibo. Su hermana no era precisamente alguien de casa, como ella, pero luego de tantos años en la capital empezaba a extrañar su vida anterior, y Sylvia estaba feliz de tener una confidente y psicóloga en Miriam.
Hablaban prácticamente todas las noches, se contaban todo, a veces con más detalles de los Sylvia quería recibir, pero siempre se reían y pasaban al siguiente tema, casi siempre relacionado con Edgar. De no ser por Miriam, Sylvia no hubiese sabido cómo mantener el contacto con él, cómo hacerle ver que estaba interesada en conocerlo, en acercarse y que contaba con ella.
Desde el primer momento en que lo vio supo que tenía a un compañero allí, alguien que la entendería. Le encantaba cómo se veía, la mirada sencilla y dócil que tenía, su forma de ser tan tranquila en vez de parecer un primate con exceso de hormonas, incluso la forma en que hablaba. Sus inseguridades le provocaban jaquecas, pero ya no se sentía tan sola.
Sylvia no sabía en qué momento empezó a verlo con otros ojos, porque realmente solo buscaba un amigo en Edgar, alguien con quien pudiera conversar, pasar el tiempo y que la entendiera, pero las miradas que este le dirigía le hacían saber que había algo más de por medio, y un día se descubrió a sí misma haciendo lo mismo.
Miriam fue clara al respecto, y le dijo que lo intentara, que fuera adelante con lo que su corazón le dijera, sin importar si tenía miedo, si no resultaba, si era correspondido, o cualquier otra excusa. Si no resultaba, pues aún tendría a un buena amigo, ¿no? Sylvia no veía ningún pero en el asunto, y tenía toda la razón. Miriam ya había pasado por varias relaciones, aunque tampoco se sentía orgullosa de ello, y sabía de lo que hablaba.
Noche tras noche, le dio ideas sobre cómo acercarse, cómo hacerle saber a Edgar lo que buscaba, cómo poner sus ideas en orden y cómo mantenerse en calma aunque por dentro quisiera salir corriendo. Ella sabía todo lo que le pasaba por la cabeza cuando estaba insegura, la manera en que le temblaban las manos, los pies, la forma en que se le aceleraba el corazón y cómo empezaba a sudar cuando sentía pánico.
Más de una vez se congeló en donde estaba, sin saber qué hacer, pero Miriam la hacía volver al mundo real chasqueando los dedos o moviendo una mano en frente de sus ojos. Al principio la desorientaba, pero le ayudaba a mantenerse anclada en tierra.
Finalmente tenía a su hermana de vuelta. De jóvenes se habían llevado como agua y aceite, pero ahora era todo lo contrario. Nadie la conocía mejor que ella, salvo una persona. Una persona cuyo vuelo, según parecía, ya había llegado.
Que venga el toro.
Sylvia guardó el libro en el bolso que tenía, uno pequeño, también de color negro, que podía llevar cruzado sobre el pecho. No le gustaba sacarlo mucho porque era poco práctico, solo cabía lo esencial, pero era ese justo el que necesitaba en ese momento para el libro, sus llaves y el banco de poder para el teléfono, que últimamente se descargaba a la velocidad de la luz.
-Ya llegaron -comentó Franco. Sylvia se levantó cuando él lo hizo, se pasó la cola de caballo por el hombro y caminó a su lado con las manos cruzadas sobre el vientre. Ya le tocaba recortarse las puntas, aunque estaba feliz con el largo que tenía ahora. Tampoco quería limpiar el piso con su cabello.
Cuando finalmente la vio cruzar por el pasillo y esperar por su maleta, Sylvia solo sintió lástima. Se veía descuidada, casi raquítica, con ropa que parecía quedarle dos o tres tallas más grandes. Sí se preocupó, pero la coraza que se había armado hasta ese momento no dejaba espacio para más que solo lástima.
Le hubiese gustado que ella estuviera allí cuando se presentó con Edgar, que conociera a Ángela, a Roger, a sus amigos, a su novio, pero prefirió simplemente desaparecer. Quería recibirla con los brazos abiertos, una parte de Sylvia quería llorar por tantos motivos, pero no se lo pondría así tan fácil. No después de tantos meses de silencio.
Franco la saludó cuando salió con un simple abrazo, pero Sylvia se quedó en donde estaba, respirando hondo para que las lágrimas no la delataran. Helena estaba irreconocible, más aún cuando salió su hermana, Dayana, a quién saludó con un abrazo.
-Mi niña, estás hermosa -dijo Helena con un hilo de voz.
-Gracias. -Se le acercó con cautela, y se dejó abrazar. Hacía tanto tiempo que necesitaba ese abrazo. No se lo hagas fácil. La escuchó respirar hondo.
Cuando se separaron, Sylvia aún con los brazos en el vientre, casi clavándose las uñas en la carne, tomó la maleta de su tía que parecía duplicarla en peso. Dayana no era gorda, pero sí estaba un poco pasada de kilos, y tiempo atrás había sido operada por el túnel carpiano a raíz de su trabajo como arquitecto.
Fue gracias a Dayana justamente que no hubo silencio alguno durante el regreso. Les contó los viajes que había hecho en Chile, las remodelaciones, las nuevas tendencias que se veían con el paso de los meses, incluso que estaba conociendo a un hombre.
-Ya era hora -rió Franco-, pensé que te volverías monja.
-Sí, ya me estaba dando miedo a mí también -siguió su tía-, a mí no me hicieron para llevar hábito. Creo que les caería muy bien. Fernando es arquitecto por profesión, pero tiene unas manos para la cocina que Dios se las bendiga.
-¿Es muy bueno? -Preguntó Sylvia.
-Bueno es un insulto, mi amor. Lo que se te ocurra y lo que no, ese hombre lo prepara. Tiene una casa en la playa, así que es un experto en marisco y comida del mar.
-Y te lo buscaste con dinero, de paso -siguió Franco.
-Obvioooooooo, amorcito -rió Dayana-, siempre lo dije, el amor dura hasta que llegue el hambre.
-Dayana, no puedes ir así por la vida.
-Fernando piensa igual, y sabe que el mejor camino al corazón de cualquier persona es por el estómago. Y las tortas, Dios mío de mi vida, hace unas maravillas, cuando vayan a Chile tienen que probarlas.
-Vamos a salir rodando, como mínimo.
-Barriga llena, corazón contento.
Dayana siguió hablando sobre las aventuras con su novio, las veces que iban de campamento, las clases de salsa a las que asistían juntos, la remodelación de un museo en el que estaban trabajando, y cualquier otra cosa que se le ocurriera hasta que llegaron a un restaurante estilo bufet.
-Yo invito por hoy -dijo Dayana apenas llegó-, la plata se hizo para gastarse. Agarren lo que quieran sin pena.
Sylvia no pudo evitar sonreír, aunque a veces su tía la abochornaba. El que la escuchara pensaría que era una derrochadora sin control, mientras que la realidad era todo lo contrario. Dayana era el tipo de mujer que contaba hasta las décimas y ahorraba como una demente. Seguía incontables páginas de promociones y descuentos tanto por el teléfono como por correo, y no dudaba en aprovechar cuando oferta a la que le pusiera los ojos encima.
Sylvia la admiraba por ello. Guardaba y administraba el dinero como si fuera una gerente bancaria durante la temporada baja, pero se olvidaba de las restricciones cuando llegaban las vacaciones o los días de fiesta. Incluso los cumpleaños eran motivo para sacar todo lo que tenía hasta ese momento.
Cuando se sentaron, Dayana siguió demostrando a quién había salido Miriam, y en qué se convertiría en un futuro. Sylvia esperaba que su hermana al menos no tuviera problemas para bajar de peso, porque conocía los problemas de salud de su tía. Era otra de las razones para ahorrar, para poder pagarlos tratamientos, los masajes, el entrenador personal...
Franco solo le comentó dos o tres cosas antes de que fuera momento del postre. Sylvia solo miraba a su madre, como si fuera una extraña, y se preguntaba qué le pasaría por la cabeza. Ninguna de las dos hablaba mucho, y apenas cruzaban alguna mirada. Sin embargo, al momento de pagar, Franco y Dayana se levantaron al mismo tiempo, y su tía estaba dispuesta a dejar que todo el lugar se enterara de que ella quería pagar.
-¿Cómo has estado, mi amor? -Le preguntó su madre cuando estuvieron solas. Incluso su voz estaba cambiada.
-Bien -dijo sin ganas.
-¿Cómo te ha ido en el colegio? Me dijo tu papá que estuviste en una presentación. -Había brillo en sus ojos otra vez.
-Sí, quedamos en el segundo lugar, Edgar y yo.
-Este muchacho, Edgar, ¿te trata bien? ¿Es bueno contigo? -Su madre la miraba ansiosa. No se lo pongas fácil. Pero cómo costaba mantenerse firme.
-Sí, es un buen muchacho. Le cae bien a papá. -Y a ti también te gustaría.
-Me alegra que estés feliz. -Había algo más, algo escondido en aquella frase, solo que Sylvia no alcanzaba a identificarlo-. Y lamento haberme ido así.
No.
Se.
Lo.
Pongas.
Fácil.
Sylvia esperó que su mirada fuese suficientemente clara como para que siguiera hablando.
-A veces... Hasta los adultos nos equivocamos, y quiero...
-No me respondiste -dijo de golpe-, ni una sola vez.
No.
Se.
Lo.
Pongas.
Fácil.
-Lo sé, mi amor, pero...
-Los mensajes, las llamadas, los saludos... -Ambas luchaban por contener las lágrimas, pero Sylvia ya tenía experiencia, mucha más que su madre-. Todos los días quería que tan siquiera me dijeras algo, aunque fuese un hola. -A lo lejos, Franco perdía la pelea contra Dayana.
-Mi amor, Sylvia, no fue algo que pensé a la ligera, es que...
-Pues pareciera -la cortó, y tuvo que controlarse para no alzar la voz-, de la noche a la mañana papá era otra persona y yo era solo una bolsa de basura.
-No, no. -Ahora era Helena la que perdía... Corrección, perdió. La primera lágrima escapó. Sylvia sintió que se le quemaba la cara, reflejando el camino exacto que marcaba el llanto en el rostro de su madre.
No.
Se.
Lo.
Pongas.
-Por eso vine, para... -Su mano esquelética se aventuró a tomar la de Sylvia.
Fácil.
Sylvia se levantó de la mesa y fue directo al baño. Tenía tantas ganas de partir el espejo cuando se vio que apretó los dedos en el lavamanos hasta que sus nudillos se volvieron blancos. ¿A qué venía ese juego de víctima? ¿Acaso quería hacerla sentir que la villana era ella? Bastante que había pasado por ese autodesprecio durante los últimos meses. Tuvo que respirar hondo antes de salir de allí, y apenas sentía mejoría alguna. Se detuvo en seco cuando vio a su padre abrazando a Helena.
¿Ah?
Eso sí le dolió.
Eso sí fue un golpe bajo.
Apretando los dientes con la fuerza suficiente como para rompérselos, Sylvia pasó vuelta un huracán de fuego a su lado.
-Los espero afuera. -Pasó sin esperar respuesta, y si la hubo tampoco la escuchó. Ya tenía puestos los audífonos.
Esta vez no le importó si hablaban o no mientras iban a casa. Se bajó todavía escuchando música a todo volumen, los ignoró a todos y fue directo a su cuarto. Todavía le dolía, y mucho. Mucho.
Supo que su padre tocaba la puerta porque él lo hacía tres veces, pero no contestó. Maldijo por lo bajo cuando escuchó que la abría. Se le había olvidado que tenía las llaves de todos los cuartos.
-Sylvia, tu madre quiere hablar contigo -dijo con suavidad.
-Y a mí no me da la gana. Ahora que me espere ella a mí.
-No le hables si no quieres, solo escúchala.
-¿Y acaso ella lo hizo? -No pudo controlarse en ese momento-. Estuve esperándola todo el maldito año, ¿y ahora se supone que haga como que nada y somos una linda familia feliz? No me da la gana, y si quiere hablar, pues perfecto, que hable con la pared.
-Sylvia Helena. -Maldita sea. Se suponía que ya había superado eso, pero cuando cualquiera de sus padres la llamaba por ambos nombres sabía que ya había perdido-. Tu madre se equivocó, y mucho, y yo también estoy molesto con ella. No le voy a perdonar que te tratara como lo hizo, si es lo que quieres escuchar. -No. Sí. No. Solo un poco. No. Su cabeza no dejaba de dar vueltas-. Solo escúchala. Ella y tu tía se van a quedar en un hotel cerca de aquí. Solo vinieron porque quiere hablar contigo. No la mires ni siquiera si no quieres, pero escucha lo que sea que quiera decirte.
Sylvia no dijo nada, esperando que su silencio fuera lo suficientemente obvio. No era una luz verde, pero podía, o al menos creía que podía, escucharla. Sea lo que sea que tuviera que decirle, Sylvia sabía que no se iba a dejar manipular por lo que fuese que quisiera hacer su madre. Ya estaba cansada de que le quisieran ver la cara de estúpida, y que fuera su madre era peor aún. Ya no más. Ya había tenido suficiente por ese año y todos los siguientes.
Su padre le acarició el hombro, igual que cuando entendía que estaba lo suficientemente herida como para hablar, y salió sin hacer ruido. Solo entonces Sylvia pudo respirar tranquila.
No.
Se.
Lo.
Pongas.
Fácil.
No.
Se.
Lo.
Pongas.
Fácil.
No.
Se.
Lo...
Una sombra se acercó en ese momento, más flaca de lo que recordaba, pero era la sombra que había estado esperando todo este tiempo.
Su madre la miró con los ojos rojos por el llanto derramado y el que quedaba contenido.
-¿Puedo pasar? -Sylvia solo asintió, sintiendo las lágrimas a punto de escapar. No, no esta vez.
Su madre entró en silencio y se sentó a su lado. Mientras más la veía y más cerca la veía, más flaca parecía estar. Sylvia estaba aterrada. ¿Qué le había pasado? ¿Estaba enferma? ¿Acaso la iba a perder en cualquier momento? El corazón se le detuvo cuando le tomó las manos y se las acarició, igual que cuando era una niña y venía llorando del colegio porque se burlaban de ella.
-Tuve que irme porque pensé muchas cosas, pero estaba equivocada, mi cielo, me equivoqué y no sabes cómo me arrepiento y cómo quisiera hacer las cosas de otra forma, quisiera no haber sido tan estúpida, porque no hay otra palabra, y quisiera... -Se le cortó la voz por un segundo-. Quisiera que todo volviera a la normalidad, pero a veces lo que uno quiere o es lo que debe pasar.
Sylvia la miró por un segundo, solo por un segundo, y notó lo pálida que estaba. Se obligó a tragar el nudo que estaba en la garganta y a contener el aire para no llorar.
-Le dije cosas horribles a tu padre, te hice algo imperdonable a ti, y no me va a alcanzar la vida para decirles cuánto lo siento y cuánto los amo. La noche en que discutí con tu papá fue porque pensé muchas cosas. -Se veía aterrada. Esa era la palabra. Estaba pensando muy bien antes de hablar porque, y Sylvia estaba segura de ello, su cordura pendía de un hilo. Solamente respiró y la escuchó. Aún no le soltaba las manos-. Creí que tu papá había cambiado, que era otra persona, porque ya no me sentía bien con él, porque desde hace meses, años, no me sentía bien con él, y pensé que era diferente. Quise hacer como si no pasara nada, como si fuesen solo cosas mías, y seguir con todo como si nada. Pensé de todo durante ese tiempo, y cada opción era peor que la anterior, hasta que me pensé que ya no había marcha atrás, que tu papá era otro, y realmente la que era otra era yo. Siempre había sido yo.
Sylvia conocía muy bien esa sonrisa rota, lastimera, la sonrisa de quien lo ha perdido todo y ya se da por vencido. Su madre había perdido la esperanza, pero algo en sus ojos aún brillaba. Parecía que todavía quedaba algo de la mujer que la crió allí adentro.
-Tuve que irme porque ya no podía más, no sabía qué pensar, y lo que hice lo hice así, sin pensar, porque fui egoísta y me olvidé de lo más valioso que tengo en la vida, mi cielo. -De nuevo las lágrimas-. Me olvidé de que alguien me necesitaba aquí, que todavía me necesita, y solo pensé en lo que yo pensé que necesitaba. Dayana no me preguntó nada, pero todos los días me decía que querías hablar conmigo, que querías verme, que me dejabas saludos, pero si te veía sabía que me ibas a preguntar tantas cosas, y yo no tenía respuestas, y cómo las quería.
Helena tuvo que detenerse por un momento para recuperar el aliento y contener las lágrimas.
-Empecé a ir a la iglesia -dijo secándose las lágrimas-, sabes que mi mamá, tu abuela Nina, siempre me llevaba cuando era niña. -Esta vez, la sonrisa era genuina-. Deberías acordarte de que alguna vez también fuiste con ella, cuando tenías cuatro o cinco años. Pensé que si no encontraba repuestas entre los hombres, a lo mejor Dios sí podría decirme algo. Iba todos los días, esperando que me dijera algo, que me respondiera, pero tampoco. -De nuevo el aire, de nuevo la palidez, y parecía que sus manos temblaron-. Me di por vencida una noche, y pensé que ya nada tenía sentido, que sencillamente ya no valía la pena buscar nada. Si Dayana no me hubiese encontrado a tiempo y llamado a emergencias... Fue un milagro, según los médicos. Yo no estaba tan convencida, pero no tenía fuerzas ni para pensar. Cuando me dieron de alta, me prometí que iría una vez, solo una vez más, la última, a buscar a Dios. Si no tenía respuesta, pues ya vería qué hacer. Y en el camino, me encontré con una niña igual que tú, una Sylvia. -Las lágrimas caían sin control por la cara de su madre cuando le tomó el rostro a su hija. Ella también estaba a punto de llorar-. Tenía tu pelo, tu ropa, hasta las uñas pintadas con marcador como tú lo hiciste una vez. -Ninguna pudo evitar reír ante el recuerdo. Quitarse la tinta de la uñas había sido una pesadilla-. Y cuando la vi, me acordé de todo lo que te debería estar pasando, todo lo que deberías estar sintiendo, pensando, y supe que esa era mi respuesta. Estuve buscando afuera lo que nunca se me había perdido, solo que no sabía cómo verlo, y no quería verlo tampoco. Entré a un grupo de apoyo, también de la iglesia, y allí conocí a muchas personas que habían pasado por algo similar, muchas personas hermosas y preciosas que me ayudaron a entender qué pasaba y por qué a estas alturas de la vida me daba cuenta de quién era, de que me criaron para asumir esto y aquello, para pensar así y no así, y que estaba bien ser quien yo creía que quería ser.
Ya Sylvia se imaginaba por dónde iba su madre. Respiró hondo cuando ella hizo una pausa y fijó los ojos en el suelo.
-Me hicieron darme cuenta de que estaba bien ser o que quisiera ser, pero no podía hacerte daño en el proceso. Sara es una de esas personas. -Su voz tembló por un momento antes de seguir-. Ella estuvo a mi lado siempre, conoció a tu tía Dayana y son amigas -dijo con una sonrisa-, y fue la que más me mantuvo en tierra firme cuando pensé que no tenía nada seguro. Creo que entiendes a qué me refiero. -Sylvia solo al miró a los ojos, y su madre sonrió, todavía llorando-. No me voy a cansar de pedirte perdón, mi amor, y no es excusa que estuviera tan confundida, pero me equivoqué, y quiero que me des una segunda oportunidad. Quiero poder ser tu madre otra vez, solo si me das permiso, y no tienes que hacerlo ahora, o mañana. Tu tía y yo nos vamos a quedar un mes porque ella tiene que hacer unos trámites y ya sabes que ella no se lleva bien con los abogados. -De nuevo las risas-. Cuando quieras hablarme, cuando quieras decirme lo que sea, así sea un hola, yo voy a estar allí. Perdón por haberte hecho tanto daño, Sylvia, pero te prometo que las cosas van a cambiar de ahora en adelante.
Con un suave beso en su frente, Helena se limpió las lágrimas y le limpió la única que Sylvia no había logrado contener.
-Te amo, mi cielo, más que a mí misma y a la propia vida. Nunca lo olvides.
Se fue sin hacer ruido, cerrando la puerta detrás de ella.
Solo entonces, Sylvia se permitió llorar.
17 de julio de 2020 - 4:08 PM
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