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Capítulo 14

Edgar se removió intranquilo en su cama recordando los últimos minutos. Miriam no disimuló la sonrisa pícara que les dirigió a ambos mientras llamaba a Edgar. Este fue detrás de ella sin mirar atrás, aterrado. Tomó aire para que su cara volviera a sus colores naturales y se despidió de la familia de Sylvia.

Se lavó la cara apenas estuvo en su casa, una y otra y otra y otra y otra vez, hasta sentir que podía respirar tranquilo. Solo por si acaso, lo hizo una última vez. Finalmente abrió el susodicho regalo que había debajo del árbol, aunque la emoción le duró más bien poco.

Una franela. Azul oscuro con mangas color crema.

Solo se la probó para complacer a sus padres, pero tuvo que aguantar la respiración para no decir nada mientras se cambiaba. A veces se preguntaba si alguno de ellos lo conocía en lo más mínimo, si tan siquiera sabían qué le gustaba. No es como que quisiera que le pagaran un tatuaje, aunque podía soñar, pero... ¿Crema? Blanco, rojo, azul, puede que verde incluso, ¿pero crema?

El mal rato solo lo hizo sentirse peor ahora que estaba en su cuarto, reproduciendo sin descanso la maldita escena en el cuarto de Sylvia.

¿En qué estabas pensando? Se recriminó sin entender por qué, y volvió hacerlo entonces, en la oscuridad de su habitación. Volvía a sentirse ahogado, atrapado entre esas cuatro paredes. Salió sin mirar la hora, encendió el televisor de la sala y pasó por los canales hasta dar con un episodio de Juego de Tronos. Según había leído en internet, era una de las series más emblemáticas del momento, pero Edgar no encontraba el atractivo, aunque la dejó solo para no pensar en nada.

El hechizo se rompía con cada corte comercial. Mirando a los lados, Edgar se preguntaba qué debía hacer. Quería escribirle a Sylvia, pretender que nada había pasado, pero sabía que estaría mal, o puede que no, o puede que sí. Se acarició la frente con los dedos de ambas manos. El episodio empezó cuando ya sentía pánico.

Ese ciclo vicioso se repitió por varios días, durante los cuales solo se quedaba leyendo, bien fuese en su habitación o en la sala, acompañando a sus padres a las compras, hasta llegar el Año Nuevo.

Edgar no sabía qué esperar. No le había escrito a Sylvia durante ese tiempo, diciéndose todos los días que lo haría al día siguiente. Sabía que estaba metiendo la pata, arruinando una amistad, quizás algo más, pero los nervios que sentía cada vez que leía el nombre su nombre en el teléfono eran más que su fuerza de voluntad.

Le sorprendió encontrar la casa sola al levantarse el 31 de diciembre. Tomó su teléfono y llamó a sus padres, quienes últimamente salían más seguido, contrario a lo que se esperaría de alguien que había pasado por un episodio como el de aquella navidad. Se sentía tan lejana, y sin embargo tan real. Si cerraba los ojos, todavía podía volver en el tiempo y sentir la misma ansiedad, el peso de la incertidumbre, el deseo no estar solo, incluso escuchar las noticias vacías en el televisor.

Su padre le dijo que habían ido a hace una compra de último minuto, y que en cinco minutos deberían estar de vuelta a la casa. El día pasó como cualquier otro, con la salvedad de que su madre no salió de la cocina luego de llegar.

-¿Crees que nos morimos de hambre o qué? -Edgar miraba las bandejas que sacaba, adivinando que algo tramaban sus padres. Había tres veces más comida de lo normal.

-Tú solo ponte bonito y fuera de mi zona de comodidad -bromeó Ángela mientras mezclaba una sopa.

-Luego no andes diciendo que no te ayudo con la cocina o que no sé cocinar.

-Fuera, fuera. -Su madre hizo un gesto con los dedos, alentándolo a salir.

Para cuando salió del baño, con ropa negra de pies a cabeza, escuchó voces en la sala. Se le formó un nudo en la garganta. No serían capaces, no podían, nunca le harían eso. Solo que sí lo habían hecho. La idea se le cruzó por la cabeza más de una vez mientras se bañaba, pero no quería creerla.

Edgar tragó grueso, y se aventuró a echar una mirada, sintiéndose estúpido. Se comportaba como un niño, pero no podía evitarlo. Desde donde estaba, no lograba ver quiénes estaban en la sala además de sus padres. Los invitados debían estar sentados en los muebles más cercanos a las paredes, y Edgar podía reconocer tres voces con total claridad.

Su corazón se removió y sus pulmones colapsaron por una milésima de segundo. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía decirle? Un simple Lo siento podía hacer que Sylvia le escupiera en la cara, sin importar si estaba en su casa y con sus padres.

¿Qué?

¿Qué?

¿Qué?

¿Qué?

¿Qué?

En un descuido, abrió la puerta más de lo que debía, haciéndola chirriar. Maldijo mil veces al notar que varias caras se volteaban. Su madre miró hacia donde estaba con una sonrisa expectante.

-¿Edgar? ¿Cariño?

-Voy. -Carajo. Carajo. Maldita sea.

Mil ideas pasaron por la mente de Edgar en ese momento, pero todas se desvanecieron cuando vio a Sylvia, sentada en los muebles de la sala como si fuese una chica más, vestida de negro, la misma rosa de antes, una cola de caballo y labial rojo.

Edgar saludó a la familia de su amiga antes de llegar a ella, pretendiendo que no pasaba nada. Sin embargo, la mirada que le dirigió le hizo saber que podía ver más allá de su teatro. Claro que podía. ¿Cómo no iba a poder? Edgar intentó mantenerse al margen de la conversación, hasta que llegó su padre y los invitó a pasar a todos a la cocina para la cena.

-Edgar. -Su corazón se encogió cuando escuchó que Sylvia lo llamaba-. ¿Podemos hablar?

-Claro, sí. -Miró hacia sus padres, pero ya estos iban de camino a la cocina con Franco y Miriam, quien nuevamente dominaba la conversación. Normalmente le molestaría alguien tan extrovertida, pero ahora sentía que era una bendición. Solo que también era fácil odiarla, especialmente cuando Miriam se volteó y le guiñó un ojo. Esta maldita...

-¿Pasó algo? -La pregunta lo desarmó en el acto.

Miró a Sylvia sin entender lo que decía. Esperaba una acusación, rabia, incluso indignación. Sylvia no era de las que bajaba la guardia, mucho menos de las que miraba insegura como en ese momento. De repente parecía más pálida de lo normal, o puede que fuese solo por el maquillaje y la ropa oscura. No importaba, a fin de cuenta.

-No, nada, ¿por qué? -Claro, finge demencia.

Silencio.

La mirada que le dirigió Sylvia fue respuesta suficiente.

-Bueno, em... No sabía si escribirte...

-¿Y te pareció mejor ignorarme? -Frunció el ceño al hablar. Aunque estaba calmada, Sylvia era experta en decir mucho en pocas palabras, especialmente con su cara.

-No, no. -Carajo, carajo, carajo.

Respira.

Silencio.

-Es que... No sabía cómo te lo tomarías.

-Y preferiste ignorarme -repitió ella, soltando el aire.

-No, bueno, sí, pero no porque... Es que no sabía si...

-A veces me confundes, ¿sabes? -Su corazón dio un vuelco al escuchar a Sylvia.

-¿Ah? -Balbuceó como un idiota. Le faltaba el aire.

-Es que a veces creo que... En fin, no importa. -Suspiró, dispuesta a levantarse. La mano de Edgar se movió antes de que él pudiera pensar.

-No, ya va, dime. -Ambos miraron su mano, sosteniendo la muñeca de Sylvia. Esta se mordió los labios antes de volver a acomodarse en donde estaba y hablar.

-A ver... En Navidad, lo que pasó en mi cuarto. -Aunque la reprimió, Edgar pudo ver la sonrisa que se le dibujó en el rostro apenas se le encendieron las mejillas. ¡Carajo! -. Es tierno, ¿sabes? Que te pongas así solo porque lo diga. Labios. -Los estaba apretando de nuevo. ¿Cómo es que no se daba cuenta? Sylvia rió-. Bueno, ese día, pensé muchas cosas, y pensé que podría arriesgarme, pero luego de que te fuiste, y no escribiste, prácticamente desapareciste, y pues... Pensé que a lo mejor lo había arruinado.

-Claro que no -dijo él con un hilo de voz. Las voces de su familia parecían estar más lejos que solo a un par de metros.

-Me hiciste pensar todo lo contrario.

-Lo sé, y lo siento. -Edgar tuvo que respirar. Se estaba quedando sin aire con solo unas palabras. Sus piernas se entumecieron cuando Sylvia lo vio a los ojos.

-Vamos, no muerdo -dijo ella, divertida ante la expresión de idiota que seguramente tendría. Sin embargo, lo hizo reír también.

-Soy un desastre -admitió en voz baja.

-Bueno, no eres el único, ¿sabes?

-Sí, creo que sí.

-¿Y no te molestó lo que...?

-No, no -se apresuró en decir-, no, claro que no. Solo que... soy un cobarde.

-Sí, creo que en eso estamos de acuerdo -se rió ella-, pero tampoco es que importe mucho. -Sylvia desvió la mirada por un segundo antes de volver a verlo-. ¿Entonces...? -Sylvia lo miró expectante.

Quiere que des el paso. Ya ella lo hizo la primera vez.

-Pues... Yo, bueno, ¿significa que...? -Separó los labios al escuchar la risa de Sylvia. ¿Era tan obvio?-. No me ayudas mucho -confesó con las mejillas ardiendo y los labios entumecidos. Sylvia volvió a reír.

-Bueno, te ayudo entonces. La respuesta es sí.

Edgar sintió que todo su cuerpo se separaba de la tierra. Se le cortó la respiración por un segundo y le pareció que Sylvia se desdibujaba. De repente veía borroso y le faltaba el aire.

-Tierra llamando a Edgar. -Tuvo que parpadear varias veces para reaccionar. Sylvia seguía sonriendo-. Espero que no te arrepientas.

-No, claro que no -admitió con una sonrisa. Aunque le quemaban las mejillas, seguramente tendría los labios aún más pálidos, y que no sentía las piernas, de alguna forma logró acercársele más, tomando su mano con la suya y entrelazando sus dedos con los de ella. La calidez que lo embargó fue suficiente para traerlo de vuelta al mundo real, aunque este ahora parecía ser más sueño que cualquier cosa. ¿En qué momento había empezado? ¿Por qué yo?

-¿Y por qué no? -Edgar se dio cuenta de que había hecho la pregunta en voz alta.

-Perdona... Estaba pensando en...

-Lo sé -lo cortó ella. Edgar soltó el aire, y solo la vio. Ella le acarició la mejilla, enviándole electricidad por toda la cara.

No hacía falta decir ni hacer nada. Entendía la mirada que le dirigía, cada ojo brillando cual luna llena, y el arco azul que se formaba debajo, como un plácido mar en el que podía perderse. El aire parecía ser más dulce, la ropa más liviana, y la forma en que se entrelazaban sus dedos era perfecta, como si hubiesen sido hechos a la medida, para estar así desde el principio.

El celular de Sylvia vibró, cortando la magia del momento. Edgar soltó su mano, repentinamente apenado. Ella le dirigió una mirada que no entendió, desvió los ojos mientras ella leía, y la escuchó reír.

-Pendeja -dijo en voz baja. Cuando la vió, Sylvia miraba hacia la cocina. Para su fortuna, o para la de que Edgar solamente, nadie podía verlos allí si estaban sentados en la mesa, como parecía ser el caso-. Es Miriam -dijo al notar la mirada nerviosa de Edgar-, dice que nos hemos tardado.

-Ya va, ¿ella sabe que...?

-¿Quién crees convenció a papá de invitarlos a Navidad? -Tras su confesión, ahora era Sylvia quien tenía las mejillas coloradas.

-Ah... Claro. -Edgar tragó grueso.

-Le pedí ayuda porque ella nunca se calla.

-No me digas. -Sonrió con sarcasmo cuando se levantó luego que Sylvia.

-Dijo que quería conocer a mis amigos y no se quedó quieta hasta que papá dijo que sí.

Edgar la miró vacilante. Ella asintió, la tomó de la mano una vez más, dejándose reconfortar por el calor de sus dedos, y fueron a la cocina. Mantuvo la mirada baja, así que no notó la expresión de sorpresa de su padre y la sonrisa complacida de su madre. Franco y Miriam se miraron por un segundo, suficiente para que Sylvia no lo notara tampoco, al tiempo que ella y Edgar se sentaban.

Nadie dijo nada al respecto, y Edgar no supo si tomar eso como una buena señal o si sería solo el silencio que precedía a la tormenta de preguntas para cuando todo terminara. Tuvo que respirar hondo más de una vez para controlarse, concentrándose en su plato, haciendo como si nada hubiese pasado, ignorando los latidos cada vez más fuertes de su corazón, como si lo resucitara, trayéndolo de vuelta de un coma que había durado demasiado tiempo.

Escuchó que tanto el abuelo como el tío de Sylvia no pudieron llegar por un problema con el carro, pero que dejaban muchos saludos, al igual que la familia de Mateo, que era bastante numerosa. Se fue calmando conforme se acercaban los últimos minutos del año. Mirar el reloj lo calmaba y nadie parecía darse cuenta, excepto Sylvia, quien no lo perdía de vista.

Todos se quedaron en la mesa después de terminar la cena recordando esto y aquello, comentando los pocos planes que tenían claros para el año siguiente. Edgar se mantuvo al margen de la discusión, pero participando cuando lo creía conveniente para no parecer maleducado.

Su padre puso la radio cuando faltaban solo cinco minutos para la medianoche. La voz de un hombre cantando Faltan cinco pa' las doce, el año va a terminar llenó la cocina, la misma que ponían todos los años. A las afueras se escuchaban los fuegos artificiales, un desorden de explosiones igual que todos los años, y los tres padres decidieron que era mejor salir para ver el espectáculo.

Para su sorpresa, Edgar no se sentía cansado ni con sueño como solía pasarle. Siempre era el primero en irse a dormir, y había evaluado la posibilidad, en algún momento durante su conversación Sylvia, de irse a dormir mientras que ella y su familia seguían en su casa.

Ni se te ocurra.

El aire exterior se sentía eléctrico, o puede que fuese por la mano que no quería soltar, el calor que sentía a su lado, el perfume a rosas. Sí, definitivamente el perfume. Volteó la cara poco a poco. En la radio se escuchó la cuenta regresiva.

Cinco.

Sylvia parecía otra persona.

Cuatro.

Los ojos más brillantes.

Tres.

Las mejillas más coloradas.

Dos.

La sonrisa más honesta.

Uno.

La piel más suave.

-¡Feliz Año Nuevo! -Las voces lo trajeron de vuelta.

Al momento de darle el abrazo a Sylvia, el primero de todos los que siguieron, sintió un peso menos en sus hombros. Sus pies se despegaron del suelo por un momento con ella en sus brazos. La brisa le alborotó los cabellos negros, atrapándolos en una maraña de noche que los hizo reír a ambos.

Se separaron en un segundo, pero Edgar seguía liviano cuando abrazó a su padre, quien casi le sacó el aire, luego a su madre, a Franco, a Miriam, que fue más efusiva de lo que esperaba, hasta volver a Sylvia. Ella solo sonrió y lo abrazó una vez más.

Allí tenía que estar. Justo allí. Con ella.

Luces de todos los colores poblaban el cielo. Las explosiones parecían casi sincronizadas con el aleteo de las mariposas en su estómago. Se dio cuenta de que su mano buscó la de ella, quien se la tomó con delicadeza, dejando que sus dedos se fundieran una vez más. El calor del contacto escaló por su muñeca, pasando por el codo, hasta llegar al hombro. Se le formó un nudo en la garganta, pero se deshizo tan pronto como Edgar tragó.

Los Silva aparecieron por sorpresa a los pocos minutos, cambiando todo el ambiente. Lo que se mantuvo fue el calor en el cuerpo de Edgar. Mateo y sus padres decidieron pasar por la casa de Edgar junto cuando todos estaban por entrar. Luego de los saludos y los abrazos, los mayores decidieron entrar mientras que Mateo, Sylvia y Edgar prefirieron quedarse afuera, sentados en la entrada.

-Este fue un buen año, si me preguntan -dijo Mateo mirando al cielo, en donde todavía quedaban fuegos artificiales.

-¿Te parece? -Preguntó Edgar, medio en broma, medio en serio.

-Me parece -se burló Mateo, sacándole el dedo medio-, creo que los tres hemos aprendido algo. Yo, por lo menos, que nunca terminas de conocer a alguien, y que tengo dos buenos amigos. -El chico los miró a ambos con una sonrisa débil.

-Creo que tienes razón. -Sylvia encogió los hombros, mirándolo-. Yo que tengo que controlar un poco el carácter, supongo. -Los tres rieron ante el comentario.

Edgar se removió incómodo, mirando al suelo, sin saber qué decir en ese momento. Tomó aire, esperando que su mente se aclarara.

-Bueno, creo que no soy tan cobarde como pensaba. -Los miró desde donde estaba. Sylvia estaba a su izquierda, y Mateo a la derecha-. Eso cuenta, ¿no?

-Creo que sí -sonrió Mateo-, creo que no eres el mismo pendejo que entró al salón el primer día de clases.

-Bueno, puede ser. -Edgar se rió mientras hablaba, fijando de nuevo la vista en el suelo.

-Y estoy feliz de haberlos conocido a los dos, de verdad.

-Solo no te pongas llorón. -Sylvia le señaló la cara mientras ponía cara de asco, a la que Mateo se rió-. Te queremos, nos queremos, somos un lindo trío del desastre, los tres inadaptados, yupi. -Levantó el índice de una mano y trazó círculos en el aire, en señal sarcástica de festejo.

Los tres rieron antes de quedarse en silencio. Edgar le pasó un brazo por los hombros a Mateo, y tomó a Sylvia de la cintura, sintiendo que por primera vez en mucho tiempo todo estaría bien.

Los padres de Mateo salieron poco después junto con Franco y Miriam. Edgar se despidió de todos cuando fue su turno sin decir mucho, y para evitar preguntas fue directo a la cocina, recogió lo poco que vio, arregló la mesa, y cuando escuchó que sus padres entraba de nuevo, se acercó a darles las buenas noches.

-Descansa, cariño. -Su madre le dio un suave beso en la frente.

-Igual. -Se acercó a darle un abrazo a su padre, quien le hizo cosquillas antes de soltarlo, y fue a su habitación.

Cuando apretó el botón del seguro, se dejó caer lentamente al suelo sin despegar la espalda de la puerta. Mirando a la nada, reprodujo en su mente el momento en que había dejado de estar soltero. ¿Había sido real? ¿No habían sido imaginaciones suyas?

Claro que no, idiota. Sonrió ante el insulto de la voz nueva, la que sí lo alegraba y lo alentaba. Claro que no, coincidió él.

Se preguntó qué podría haberle visto Sylvia, qué le podría haber llamado la atención, incluso si sería en serio lo que le había dicho. Sabía que la respuesta era afirmativa para lo último, ¿pero y lo demás? Un mensaje llegó a su teléfono, sacándolo de golpe de sus pensamientos. Hablando del rey de Roma.

No me vuelvas a ignorar, amorcito.

Algo en su estómago se retorció al leer esa última palabra, y se tuvo que tapar la boca para reprimir una risa tanto de nervios como de felicidad.

Tranquila, no lo haré. La respuesta llegó casi al instante.

Más te vale. Buenas noches :*

Tragó grueso para poder escribir.

Buenas noches.

Tenía muchísimas ganas de bailar, de dejarse llevar, y por primera vez en muchos días no sentía la necesidad de llamar a NoEdgar, como finalmente lo había bautizado. Sonrió ante su falta de creatividad. Su cuerpo le pedía movimiento, quería euforia, pero no se atrevía a hacerlo con sus padres aún en la casa, ni a poner música para llamar su atención o a usar los audífonos, sin saber si estaba haciendo mucho ruido. Aunque...

Se metió a la ducha con prisas, bañándose tan rápido como pudo, y una vez fuera se puso los audífonos, pero se acostó cubriéndose hasta la cabeza. Cerró los ojos y dejó que la música le llenara los oídos. Su mente hizo el resto.

VENUS - STRVNGERS

En un instante, se sintió en un escenario. Las luces, los gritos, la música retumbando por el lugar, el aire frío, el calor que le recorría el cuerpo como una serpiente, incendiando todo a su paso, estimulándolo, animándolo a moverse. Los rostros borrosos, lejos de intimidarlo, también le daban fuerzas.

Estaba vestido igual que antes, todo de negro de pies a cabeza, pero con un sombrero que no se despegaba de su cabeza por más que se moviera. Se sentía diferente, pero más real que nunca antes.

Cada vez que veía al cielo, se encontraba con la luna, un hilo de plata que podría desaparecer en un segundo. Solo un segundo. Un hilo de plata que iluminaba todo a su alrededor durante el crepúsculo, destacando entre las nubes, lejos de las luces artificiales. Edgar sonrió ante su guardiana, y se dejó llevar.

Más, más, más alto, más fuerza, hasta sentir que sus pies dejaban de tocar el suelo. En el mundo real no estaba moviendo un sólo músculo, a pesar de que la respiración y el pulso se le aceleraban, se le ponía la piel de gallina, mientras que en su universo privado estaba eufórico, descontrolado, libre de cadenas y de peso.

¿A quién le importaba nada? Ese era su mundo, sus reglas, sus límites, y no quería ninguno de los dos últimos. Era dueño y señor de ese lugar, y pensaba demostrarlo, más aún cuando la canción alcanzó el último coro.

Sus brazos trazaban formas en el aire, a la vez que sus piernas se movían una velocidad imposible. Una sonrisa radiante iluminaba su cara, quizá más que los reflectores, quizá más que la propia luna. Era libre, totalmente libre, y pensaba disfrutarlo hasta el último segundo, cuando eran solo él y el campo despejado en donde ya no había nadie.

Abrió los ojos cuando tocó el suelo una vez más, justo cuando terminó la canción.

Miró al techo, buscando sin éxito las mismas estrellas y la misma luna que existían pocos segundos antes. Se quitó los audífonos, no dispuesto a escuchar otra cosa más que el eco en su cabeza. Tenía tanto tiempo sin hacer aquello que no recordaba cuándo fue la última vez.

Solía imaginarse lo que sería estar en ese tipo de situaciones, en un escenario, desinhibido, confiado, seguro, sin miedo a nada y a nadie, pero desde hace unos meses prefirió moverse en la vida real y no solo en su mundo interno.

Se supone que debería plantearme metas, pensó, y ni bien lo hizo, una idea se anidó en su cabeza, apretándole el corazón y cortándole la respiración en el acto. ¿Sería capaz? Edgar se dijo que sí, o por lo menos lo consideraría, en el peor de los casos, pero quería, necesitaba ser capaz, porque de otra forma no se atrevería.

Ya era demasiado tarde para llamar o escribirle a Sylvia, y el solo pensar en hacerlo le resecó la boca.Sería mejor esperar el regreso a clases y plantearle su idea. Con el corazón calmándose y respirando hondo, Edgar cerró los ojos, contando regresivamente desde el cien hasta el uno.

***

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