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Capítulo 11

-Hola, cariño. -Lo saludó su madre, volteándose hacia atrás cuando Edgar entró-. ¿Cómo te fue hoy?

-Hola, bien. -Se acercó hacia ella y le besó la mejilla-. ¿Y eso que están los dos?

-Vamos a salir a comer -respondió su padre, sin despegar los ojos de la carretera-, hace tiempo que no lo hacemos. ¿Qué se te antoja hoy?

-Ahhh, em... -Edgar miró por la ventana. Sylvia miraba hacia los lados, con Dante y Mateo hablando detrás de ella. Se sentía culpable-. No sé... decidan ustedes -agregó después de pensar en voz alta.

-¿Pasó algo? -La pregunta de su madre le puso los pelos de punta.

-No, no, los exámenes, me tienen estresado. -Ya le fastidiaba tener que responder esa pregunta, aunque en el fondo sabía que no era mal intencionada-. Una parrilla, creo.

Los ánimos tanto de Roger como de Ángela parecieron mejorar después de eso, así que Edgar se relajó también. Conversaron un rato sobre el colegio, los planes de la semana, de si alguien seguía enfermo y cualquier otra cosa hasta dar con un restaurante.

-Me hablaron de este -dijo su madre cuando se bajaron-, supuestamente es buenísimo, y tienen promociones los lunes según vi.

-Bueno, ya veremos. -Su padre siempre se mostraba desconfiado cuando entraba por primera vez a cualquier sitio, así que ni Ángela ni Edgar le prestaron atención.

Estando adentro, a Edgar le chocó un poco la decoración rústica que lo recibió, a pesar de que así eran todos los restaurantes de parrilla que conocían. Sus padres escogieron una mesa lejos de los televisores y ojearon cada uno el menú que estaba en su puesto. Un mesero con cuerpo de entrenador personal les dio la bienvenida y dijo que volvería en unos minutos para tomar el pedido. Edgar examinó los platos sin mucho interés, hasta ver que había una bandeja de pinchos de pollo y vegetales. Perfecto para él.

-¿Ya sabes qué pedir para navidad? -Su madre dejó el menú, seguramente por la misma razón que Edgar.

-Ya estoy grande para eso, ¿no? -Edgar se obligó a sonreír, aunque le irritó la pregunta. Ya eran cinco años con el mismo chiste. ¿Es que su madre no se cansaba? Fue simpático durante los dos primeros años, puede que hasta el tercero, ¿pero cuatro? ¿Cinco?

-No te quiero refunfuñando si no tienes nada debajo del árbol entonces. -Ángela volteó los ojos y vio algo en el teléfono. Edgar hizo lo mismo mientras que su padre seguía estudiando el menú como si fuera lo más interesante del mundo. Abrió un mensaje que no sabía que le había llegado. Era de Dante.

¿Podemos hablar?

Edgar miró la pantalla, extrañado de que el chico tuviera su número, y apretó los labios. De seguro se lo dio Mateo o Sylvia. No tenía nada de malo. Tecleó sin prisas. Claro. ¿Qué pasa?

-Hijo -dijo su padre, finalmente dejando de lado el menú-, sé que a lo mejor es pronto, y que estás estresado por los exámenes, pero estás en tu último año. ¿Qué piensas estudiar cuando salgas?

Se quedó sin palabras. Claro, el almuerzo no es solo porque sí. Edgar miró a los lados, como buscando la respuesta escrita en las paredes de madera o las cortinas color vino tinto. No fue de mucha ayuda.

-No sé, no sé.

-Edgar -lo presionó su madre-, ya estamos en noviembre, en cualquier momento sales de vacaciones. Solo te quedan seis meses para decidir, si no es menos.

-Sí, sí, lo sé. -Su teléfono vibró cuando llegó un mensaje-. Pero no sé, no he pensado en eso.

-No va a ser algo de números -dijo su padre con una sonrisa forzada-, eso lo sabemos, ¿pero no tienes algo menos una idea?

-No, no sé. -Se relamió los labios, nervioso, y deseando poder sacar el teléfono. Primero el timbre se había tardado, ¿y ahora era el mesero?

-A ver, ¿tu materia favorita? -Preguntó su madre-. ¿Un pasatiempo? -Ni de chiste.

-Biología, Castellano... Algo que sea solo de leer, no sé.

-¿Y quién sabe? -Explotó su padre, alzando la voz apenas lo suficiente para que nadie más los escuchara. Edgar bajó la mirada al sentir la de Roger, y apretó los dientes para evitar responder.

-Edgar, no queremos una respuesta definitiva. -Claro que no, ¿quién dijo?-. Solo queremos saber qué te interesa, ayudarte a buscar opciones, becas. Te estás quedando sin tiempo, hijo.

-Sí, ajá -dijo cansado-, pero no me he puesto a pensar en estudiar algo más porque estoy con los exámenes, tratando de no repetir química, física, matemática y cualquier otra porquería que no voy a usar cuando salga.

-Es cultura general, Edgar. -La mirada de su madre cambió al instante, pero él no prestó atención.

-Ah, claro, es que me imagino que si me da por estudiar filosofía o letras voy a necesitar calcular la masa de un objeto.

-Edgar, ese no es el punto.

-Pareciera, porque bastante que hemos visto cálculos, ecuaciones, historia de países que no me interesan y cualquier cantidad de basura que no sirve de nada.

-No estudies, entonces -Aunque hablaba en voz baja, su madre era mucho más expresiva que su padre-. Mejor te sacamos y te dejamos que seas un vendedor de vitrina, uno más del montón.

-Hay mucha gente que no estudió y...

-Una palabra más, Edgar -lo cortó su padre, con la cara roja-, y te olvidas del colegio. Si es tan inútil y no sirve para nada y eres tan capaz de hacer lo mismo que esas personas entonces no vas a perder el tiempo. Te ahorras tiempo, nosotros dinero, te vuelves multimillonario y problema resuelto.

Edgar hizo uso de todo el autocontrol que le quedaba para no responder por más que quería. Por todos los cielos que quería. No tenía por qué pasar por eso, no necesitaba más presión. Ahora le palpitaba la cabeza, todo le molestaba, quería largarse de allí y encerrarse en su cuarto. ¿Para qué habían sacado el tema si ya sabían la respuesta? No tenía sentido que le preguntaran casi todos los días, menos ahora que estaba en medio de los exámenes de lapso.

-Voy al baño. -Sin esperar respuesta, Edgar se levantó y fue hacia donde estaba el aviso de caballeros.

Se sacó la chemise de adentro del pantalón, y le decepcionó que el alivio no fuese tanto como esperaba. Frunció el ceño ante el olor a orina. Siempre era lo mismo sin importar a cuál baño entrara. Seguramente los de las mujeres eran mucho más limpios. Luego de entrar en una caseta medianamente decente, Edgar apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos.

Culpa, de nuevo. Fueron ellos quienes lo presionaron, quienes querían una respuesta, quienes hablaban de él como si él no estuviera allí. De repente, se dio cuenta de que no sabía si se refería a sus padres, a Dante, a Mateo... Pero no importaba.

Estaba cansado, quería salir corriendo y no saber nada de nadie por un mes, olvidarse de todo y de todos. Pero las cosas no funcionan así. No sería así de sencillo. Todo era más fácil en las novelas de fantasía. Cada personaje sabía exactamente qué hacer hacia dónde ir, y cuando no era así, algo o alguien aparecía y lo llevaba por la dirección correcta. Salvar el mundo y cazar monstruos era más sencillo que graduarse del bachillerato.

Recordando que tenía que leer un mensaje, Edgar sacó su teléfono. Ahora eran tres. ¿Qué carajos?

Nada, es solo que... Mateo habló conmigo...

Quería pedirte tu opinión sobre algo.

O mejor hablamos mañana, si quieres.

Mierda. Edgar no supo el motivo de esa reacción. El que Mateo le dijera lo que fuese a Dante no le afectaba en lo absoluto a él, ni siquiera debía importarle, pero ambos lo estaban colocando de mediador en este asunto. Se pasó la mano por la frente hasta el cabello. Necesitaba cortárselo, pronto. ¿Es que me ven cara de cupido?

¿Qué te dijo? No creo que sea nada malo.

Dante no parecía ser homofóbico. Siempre le había parecido un chico simpático, amistoso, a veces un poco extraño por lo reservado que era, comparado con lo extrovertido e intrépido que llegaba a ser Mateo, pero... Se veían bien juntos. O eso se decía Edgar mentalmente. Cada vez que los veía conversando, pues... Sí, se veían bien. Tal vez porque así los había conocido. No se imaginaba a uno sin el otro.

Es... no sé, mejor te digo en persona.

Bueno, hablamos mañana, te parece?

Ya no podía quedarse en el baño por más tiempo, así que envió ese último mensaje y regresó a la mesa. A buena hora, repitió al ver que el mesero estaba con sus padres. Le dijo su pedido, sintió que su teléfono vibraba, el muchacho se retiró, asegurándoles que la comida estaría lista en poco tiempo.

-Edgar -empezó su padre, ya más calmado, pero él se tensó en el acto-, no queremos discutir. Nos interesa saber qué quieres hacer con tu vida, y nos preocupa porque no nos has dicho nada al respecto. -Edgar apretó los labios-. Cualquiera puede ser vendedor de vitrina, a eso me refiero, pero tú tienes la oportunidad de ir más lejos y no queremos que la dejes ir.

-No vamos a tocar más el tema, pero piensa durante las vacaciones, ¿sí?

-Ajá -dijo nuevamente cansado del tema.

Los tres hicieron silencio cuando el mesero colocó tres copas y una jarra metálica llena de agua y hielo. Se dio la vuelta y colocó la sal, pimienta, aceite, el vinagre y unas servilletas, terminando con los cubiertos. Ángela le agradeció con una sonrisa, y este se retiró para buscar los platos.

Sus padres mantuvieron una conversación entre ellos que Edgar no se preocupó en seguir. Prefirió sacar su teléfono, ignorar las miradas extrañadas de sus padres y leer lo que sea que Dante le hubiese respondido. Para su sorpresa, también había un mensaje de Sylvia.

Mañana, bueno, sí. Nos vemos.

Algo en la respuesta del pelirrojo le extrañó a Edgar, pero decidió no hacerse ideas. Ya tenía suficiente con sus propios asuntos personales. No necesitaba también tomar el peso de preocuparse por los demás. Si eso lo volvía egoísta, pues qué mal. Exhaló frustrado y leyó el mensaje de Sylvia.

¿Todo bien por allá?

Esta vez su sorpresa fue mayor. ¿Le había dado indicios a la muchacha de que algo estaba mal? Repasó mentalmente su día en segundos, y aunque sí había actuado extraño, supuso que todo estaría en orden. Habría ayudado el no estar tan distante durante las últimas clases, o por lo menos despedirse... No le des más motivos entonces, se dijo, mientras respondía.

Sí, almorzando con mis padres. Quisieron comer afuera hoy. Decidió agregar la última frase, como para asegurarle que todo estaba bien, y se arrepintió de ese detalle un segundo tarde. Sylvia no era tonta, se daría cuenta de que estaba escondiendo algo.

Edgar se mantuvo esperando una respuesta, un mensaje más, pero llegaron los platos, los tres comenzaron a comer, y no pasó nada. Su padre terminó, luego su madre, y finalmente él. Cada uno se fue lavando a medida que estuvo listo, y Edgar se levantó cuando sus padres se dirigían a pagar.

Estando en el baño del lugar, revisó su teléfono, como dudando de si realmente este se mantuvo en silencio durante todo el almuerzo. Ninguna novedad. ¿Había dicho demasiado? ¿Quizá muy poco? Ya era tarde para pensarlo, pero Edgar estaba seguro de que sería cualquiera de esas dos opciones.

Luego de lavarse la cara y volver a exhalar la frustración, esta vez también con confusión y ansias, salió del baño y acompañó a sus padres a la camioneta. Se dejó caer en la cama cuando llegó. Todo el cuerpo le pesaba. Se quitó los zapatos empujándolos con los pies, arrugando la cara por lo apretados que estaban, y cerró los ojos.

Respiró hondo, y exhaló.

Era tan fácil estar solo, o por lo menos lo era la gran mayoría del tiempo. Edgar deseó que sus días fueran así, como ese momento. Pacíficos, tranquilos, y no el terremoto que solían ser. Era un drama después de otro, con apenas tiempo suficiente para procesar lo que estaba pasando.

Mientras estuvo allí, tirado como un juguete sin baterías, o uno roto directamente, no pudo evitar pensar en aquella noche. Seis años... Se decía fácil, y se pensaba todavía mucho más, pero vivirlo....

Era imposible recordar todas las pesadillas, las noches en que se acostó llorando, los miedos que lo asaltaban al ver a alguien mayor, las veces en que se decía que no todos los adultos eran como Sebastián, incluso las veces en que se miraba al espejo. Con el tiempo, aprendió a no verse, solo mirar un contorno difuso. Era mejor. Era más fácil. Tenía miedo de lo que el reflejo pudiera decirle.

Podía mentir tanto como quisiera a todo el mundo, ¿pero a él? Cuando las luces se apagan, solo eran él y su mente. No podía ganarle a sus pensamientos. Durante seis años, perdió la batalla, y estaba seguro de que perdería la guerra en cualquier momento. Hubo un tiempo en el que incluso, como hace unas noches, se preguntaba cómo sería la manera más sencilla de hacerlo.

Una pistola, una soga, un cuchillo, caer de un precipicio, de un edificio... Al final decidió que las pastillas serían el más sencillo, infalible e indetectable. Podía vaciar la despensa en cualquier momento, tomarse un puñado tras otro, con agua, jugo, o lo que sea, y rematar con unos analgésicos que usaban sus padres en caso de insomnio.

Había pasado la mitad de la noche revolcándose del dolor en su cama. Dolor de muelas. Parecía que estaban creciendo raíces dentro de su mandíbula, al punto de que tenía entumecido el lado izquierdo de la cara. Sabía que sus padres no tenían dinero para llevarlo a emergencias, así que estaba atrapado hasta que saliera el sol y usar el transporte público para ir al odontólogo. Hasta entonces...

Ya se había tragado tres calmantes, cada uno con una hora y media de diferencia, pero el alivio duraba solo unos minutos. Ángela probó un último remedio, dándole la mitad de esas pastillas, y a los cinco minutos cayó dormido.

Era el plan perfecto. Solo tenía que ponerlo en acción. Entonces se dio cuenta de que no sabía por qué lloraba. Rabia, depresión, ansiedad, odio, vergüenza, estrés.... Eran demasiadas emociones mezcladas en ese momento.

Se levantó para lavarse la cara, por millonésima vez, pensó. Apenas salió del baño, miró las paredes, luego la computadora, se sentó, seleccionó una canción, y dejó que su cuerpo respondiera a todo lo que le pasaba por la cabeza en ese momento. Bring Me To Life, de Evanescence. Un clásico que le encantaba, solo que esta versión, la Bliss Mix, no contaba con la voz Paul McCoy. Edgar sentía que la canción era más honesta así.

Su pies se movían por todo el suelo, pisoteando cada rincón, mientras que sus brazos llenaban el espacio a su alrededor. Su cara parecía cantar sin expresar sonido alguno, mientras que sus miembros se agitaban con vida propia. Por primera vez en mucho tiempo, sus pensamientos desaparecían sin necesidad de cortes.

Apenas terminó la canción, empezó otra, y luego otra, y otra, y otra, y otra vez. Edgar se mantuvo en éxtasis, deshaciéndose de la ropa a medida que el calor lo sofocaba, hasta terminar solo con la franelilla negra y la ropa interior del mismo color. Los recuerdos se sucedían al igual que las notas, sin pausa, sin tregua, y Edgar los combatía moviéndose tanto como podía, dejándolos en libertad.

Culpa, deseo, rencor, ilusión, sueños, pesadillas. Las imágenes en su mente se tradujeron en movimientos. Guerra, soledad, locura, muerte, desespero. Un hilo fue uniendo cada paso, hasta crear un personaje nuevo, una personalidad opuesta y que, a su vez, simbolizaba a la perfección lo que sentía en ese momento.

Esta nueva personalidad, este... alter ego, era una maraña de nervios, un grito silencioso que le helaba la sangre y que expresaba todo por medio del llanto. Felicidad, angustia, terror, deseo, pasión, lujuria. Las lágrimas cambiaban dependiendo de esta cara. Los límites de su propia mente se desdibujaron, dejándole el paso libre a este ser, este neófito, para lanzarse y tomar el control.

Edgar se evaporaba con cada vuelta, cada salto, cada movimiento de caderas, de piernas, de brazos, de cuello. Seducía a sus propios demonios sin miedo para acercarse y clavarles una estaca en el corazón. Se acercaba lo suficiente a ellos como para tentarlos, mostrarles las heridas que le causaron en el pasado, las cicatrices que llevaría hasta el día de su muerte, pero solo para arrancarles los ojos.

Terminó en el suelo, con el esbozo de una sonrisa destrozada en el rostro. Su alter ego le sonrió mentalmente, se escondió en un rincón inhóspito de su cabeza y le aseguró, antes de partir, que volvería cada vez que él le invocase, cada vez que hiciera falta. Su cabeza asintió, sellando el trato, y la entidad le devolvió el control de su cuerpo.

Edgar detuvo la reproducción al levantarse.

Respiraba de manera entrecortada y sus ojos miraban hacia todos lados de manera frenética. Sentía que había batallado contra los ejércitos del averno, que descendió y resurgió de entre los infiernos. ¿Qué estaba pasando con él? ¿En qué se estaba convirtiendo?

Corrió al baño una vez más, se dio una ducha furiosa y se detuvo ante el espejo por un momento. ¿Había cambiado su cara? ¿Alguna marca o gesto? Ante sus ojos, parecía ser el mismo chico de siempre. Su cabello negro, cada vez más largo, sus ojos verdes enmarcados por ojeras pronunciadas, más que la última vez que les prestó atención, la piel pálida, la nariz respingada. No había nada diferente.

Edgar desechó la idea, asegurándose de que eran eso nada más, ideas, pensamientos a los que les daba demasiada importancia. Pero fue... liberador. Bueno, quizá ya se había vuelto loco. Su reflejo sonrió y él salió del baño.

Pasó el resto del día haciendo los trabajos pendientes y estudiando hasta bien entrada la noche. La cena fue más bien silenciosa comparada con cómo se desarrolló el almuerzo, solo con algunos comentarios sobre todo y nada. De vuelta en su cuarto, Edgar estudió hasta quedarse dormido en el escritorio, se arrastró a la cama tropezándose y se dejó vencer finalmente.

Al día siguiente, Dante lo saludó al verlo entrar al salón.

-Buenos días -dijo dándole la mano.

-Hola. ¿Todo bien? -Le estrechó la mano y se sentó en su puesto.

-Sí, creo. -Dante sonrió nervioso-. ¿Primer receso? -Edgar asintió-. Bueno.

Para zanjar la conversación antes de dar más detalles al respecto, Dante se puso a ojear algo en su cuaderno y a tomar notas sobre quién sabe qué. Edgar suspiró, repentinamente cansado, hasta que vio llegar a Mateo y Sylvia. Valentina iba detrás de ellos, mirándoles... ¿con rabia? La cara de la chica era muy distinta.

-Hola. -Sylvia le alborotó los cabellos antes de sentarse. Parecía estar de muy buen humor esa mañana, y su sonrisa era contagiosa.

-Qué bueno que no me cueste darle forma a esto, ¿sabes? -Edgar se reacomodó el cabello con pasarse las manos un par de veces.

-No todos somos tan bendecidos y afortunados, ¿sabes? -Mateo les sacó el dedo medio de cada mano a ambos antes de hacer lo mismo. Edgar reparó entonces en lo despeinado que se veía-. Les juro que esta cosa tiene vida propia a veces. -Edgar se dio cuenta de que Dante no respondió a la broma, a pesar de que sonrió.

Edgar verificó su horario, solo para hacer algo. Era martes, geografía era la primera...

-Buenos días, muchachos. -La profesora Delcy llegó en ese momento. Parecía tensa. Casi tanto como ellos cuatro, pero salvándolos de un silencio incómodo. Era normal que Dante y Mateo rompieran el hielo de las mañanas con un tira y afloja, y eso hacía más inusual la mañana, por no decir embarazosa.

Edgar dejó que su mente se enfocara en la estructura interna de la tierra, en sus nombres, los asuntos de las placas tectónicas y preguntándose por qué nunca había vivido un terremoto, aunque tampoco tenía muchas ganas. Eran cosa de las noticias, de los países grandes, pero no de Venezuela. Puede que a veces mencionaran movimientos leves en algunos estados, aunque nunca sintió nada. Pretendía que siguiera así.

Sylvia le dirigió la mirada varias veces, y cada vez que él se la devolvía ella negaba con la cabeza, como restándole importancia a lo que fuese que estuviera pensando. Eso lo desconcertaba cada vez más. Aunque quería preguntarle directamente qué pasaba, no se atrevía a hacerlo por estar tan cerca del frente de la clase. ¿En qué estaba pensando?

Finalmente, terminaron con geografía y para mala suerte de todos, en especial de Edgar, el profesor Sandoval, de castellano, llegó justo a tiempo. Cuando sonó el timbre de salida, Edgar volteó a ver a Dante, quien le dirigió una sonrisa pálida, casi tan pálida como la cara de la profesora Lissette, de biología. Está aterrado, pensó, y se preguntó el motivo.

Su mente le gritaba la respuesta, y Edgar sabía que estaría en lo correcto, muy probablemente, pero quería llegar sin ideas preconcebidas, tratar de actuar como si no supiera nada. Le debía lealtad a ambos amigos, pero... ¿hasta qué punto?

Dante salió de primero, como siempre, pero no fue a comprar el desayuno sino que lo esperó justo frente a la puerta del salón.

-¿No vas a comer? -Preguntó Edgar al salir.

-No tengo hambre. Si quieres te acompaño -agregó apurado.

-No, en realidad comí en el camino. -Era verdad, parcialmente. Había empezado a comerse los huevos en la casa, y dejó el pan tostado para el camino, limpiándose de migajas cuando se bajó frente a la entrada.

-Ah. -La voz le falló en ese momento. Edgar casi pudo ver las ansias aparecer en su rostro, pero Dante sabía controlarse-. Bueno, claro. -Se aclaró la garganta y miró a los lados, esperando a que todos salieran-. ¿Quieres caminar o...? -La voz no le duró lo suficiente como para terminar la clase. Mateo pasó justo detrás de Edgar cuando hablaba, acompañado de Sylvia.

-Como tú quieras, yo estoy bien.

-Claro... -Dante miró al suelo y se sentó, justo cuando el profesor cerraba la puerta del salón con llave.

Edgar hizo lo mismo, sentándose en frente de él y apoyando la espalda en la pared color azul marino. Esperó sin decir nada por unos segundos mientras su amigo ponía sus pensamientos en orden.

-¿Hace cuánto lo sabías? -Dijo de golpe, mirándole de frente. Las piernas se le durmieron ante la acusación.

-¿Ah?

-Mateo habló contigo primero y te dijo todo. -Dante se remojó los labios, mirando a los lados, vigilando que no hubiese nadie cerca-. ¿Hace cuántos días?

-Un par de días -tartamudeó, sin entender hacia dónde se dirigía la conversación. Deja que sea él el que decida.

-¿Y qué le dijiste? -Dante hablaba con un tono cada vez más bajo-. Porque... Digo, le tuviste que decir algo, ¿no?

-Sí, sí. A ver... -Edgar cerró los ojos, recordando. Le faltaba el aire-. Que no tenía que decidir en ese momento, que simplemente... dejara que las cosas se dieran.

-Sí, bueno, yo no puedo dejar que las cosas se den. -Una sonrisa torcida le cruzó el rostro-. No puedo. Mateo me pidió que... Bueno, no lo pidió, solo... Pues, dijo que quería... Pero que entendía que yo no quisiera, y yo... -Tragó grueso.

-¿Qué es lo que te molesta? -Se atrevió a preguntar. La manera en que Dante arrugó la cara le hizo saber que fue la pregunta incorrecta.

-¿Por qué crees que me molesta?

-No te ves feliz -dijo Edgar directamente, moviendo las manos. Se estaba poniendo nervioso, y no sabía manejar las cosas cuando se ponía nervioso.

-Es mi amigo de toda la vida, el único amigo de la infancia. -Las palabras se precipitaron por su boca-. Me conoce como nadie, más que mis padres, y yo pensé que era igual conmigo hacia él, pero resulta que no. No me molesta, o sí, no sé, pero el asunto no es si estoy bien o no con esto, porque no lo estoy, y no sé si deba estarlo, o qué pensar o qué hacer, pero... A ver, no sé, es que... El asunto es que no quiero dejarlo esperando.

-¿Le dijiste que querías pensarlo? -Esta vez, Edgar escogió sus palabras con cuidado. No esperaba que Dante estuviera tan alterado.

-Solo que... Quería un tiempo.

-¿Gritaron? ¿Están peleados? -Cuidado. La cara de Dante volvió a cambiar.

-¿Importa?

-Supongo.

-No, pero... -Miró hacia el techo, cada vez más ansioso. Edgar apretó los labios. Respira. Reconoció esa voz, esa nueva personalidad, y le hizo caso. Apretó los labios una vez más para evitar sonreír.

-¿Pero?

-No me siento bien, no se siente bien -confesó-, no sé si hablarle, si hacer como que no pasó nada, como si nunca hubiésemos tocado el tema, simplemente seguir siendo amigos, si tocar el tema, o qué mierda hacer. Y no me digas que no tengo que saber la respuesta, porque sí tengo que tenerla, y ya, ahora, aquí y ahora.

-¿Por qué? -La actitud del pelirrojo lo intimidaba cada vez más, pero Edgar logró que su voz se escuchara firme, más segura de lo que se sentía, aunque la diferencia era... mínima. Respiró hondo, dejando que él fuese quien dominara la conversación.

-Porque es mi amigo, y no quiero hacerle daño, maldita sea.

-Entonces dile que sean amigos, solo amigos.

-Pero... -Dante se pasó las manos por el cabello.

-Dante, Mateo no te pidió que cambiara nada, me lo dijiste. -Los ojos de este estaban perdidos en el espacio, mirando a un punto en el suelo, pero asintió al escuchar a Edgar-. No pidió nada, solo te dijo, confesó, lo que sentía, confió en ti, eso fue todo. Ya va. -Levantó una mano deteniendo a Dante en el acto cuando estuvo a punto de hablar-. No importa lo que dijo, o como lo dijo, sino que lo hizo. Solo habló, no te pidió que fueran más, solo que lo quería.

-¿Y te parece poco? -Preguntó arrugando la cara casi tanto como el ceño. Mierda. Mierda. Mierda.

-A mí sí, pero sé que... Obvio que no lo es para ti.

-No sé si quiero que lo sea o no.

-Si te confunde tanto, dile que solo quieres ser su amigo, y ya. No tiene por qué cambiar nada.

-Claro que va a cambiar. -Su respuesta se sintió como una acusación para Edgar. Seguía con el ceño fruncido-. ¿Cómo lo voy a invitar a dormir o decirle que salgamos de paseo como amigos? No quiero darle esperanzas, o que se haga ideas, o... Maldita sea, no sé qué pensar.

Dante desvió la mirada, cada vez más enfadado. La boca se le había resecado a Edgar a ese punto. Estaba seguro de que se le quebraría la voz si hablaba, haría el ridículo, y solo empeoraría las cosas. Respiró hondo, rezó a los cielos que no pasara nada, y abrió los labios.

-No tienes que decirlo tú si no quieres. -Se remojó los labios. Los ojos de Dante seguían perdidos en el techo-. O simplemente no le digas nada, solo... Mantengan distancia por un tiempo. Puede que sea pasajero, que sea algo del momento, o después conozca a alguien, o quiera estar con otra persona, y al final ustedes sigan siendo amigos. Esto cambia que sean amigos desde siempre.

-Lo cambia, maldita sea, claro que lo cambia. Que tú puedas ser amigo de la chica por la que te quieres coger no significa que... Olvídalo y ya. -Sin esperar respuesta, Dante se levantó y se fue, dejándolo con las emociones revueltas y sintiendo que le faltaba el aire.

Edgar lo siguió con la mirada por un momento, antes de levantarse, apoyándose en la pared, y fue al baño. Se miró en el espejo sin pensar en nada, queriendo recuperar el oxígeno, y caminó sin rumbo hasta terminar en la biblioteca. Le sorprendió y a la vez no el que Sylvia estuviera allí. Le hizo gestos con la mano para que entrara cuando lo vio.

-¿Y? -Preguntó cuando se sentó a su lado-. ¿Cómo lo tomó?

-¿Lo sabes?

-Mateo me contó. -Sylvia dejó su teléfono de lado y miró a Edgar-. Creo que no lo está manejando bien. Está demasiado nervioso.

-Dante igual, no se queda atrás. -Sonrió con ironía-. Dice que quiere una respuesta ya, y no la tiene.

-Mateo dijo que eso sería un problema. Dijo que Dante siempre quiere resolverlo todo en el momento, que odia dejar las cosas para después.

-¿Por qué lo...? -Edgar se frenó, pero tarde.

-Pues, supongo que estuvo callado demasiado tiempo. -Sylvia levantó los hombros, mostrándose igual de confundida que él-. Seguro que lo ha estado pensando por mucho tiempo y... no podía esperar más, supongo.

-Al fin y al cabo los secretos siempre salen a la luz.

-Él es Victor y su corazón es Frankenstein.

-Yo creo que más bien se siente como si fuera Drácula y Jonathan Harker al mismo tiempo.

-¿O sea que yo soy Mina? -Sylvia levantó las cejas, divertida.

-No, porque yo sería Lucy, y no me siento como Lucy. -Ambos rieron ante el chiste.

-Creo que serías una Lucy muy bonita. -El corazón se le detuvo a Edgar cuando escuchó eso.

-No, no lo soy. -Su sonrisa repente era nerviosa.

-Bueno, cuando quieras probarte maquillaje victoriano, llámame. Podemos probar algunas ideas.

-Paso. -Su pecho se desinflamó y pudo respirar con tranquilidad luego de eso.

-O Doctor Jekyll y el Señor Hyde -dijo Sylvia, continuando con la broma.

-Esa no la he leído, así que no sé -admitió Edgar, ahora con un nivel de vergüenza diferente. Para su sorpresa, Sylvia sacó un libro delgado y se lo tendió.

-Lo terminé cinco segundos antes de que llegaras. Ilústrate.

-¿Ahora eres experta en clásicos góticos? -Tomó el libro cuidando de que sus dedos no se tocaran.

-Soy una experta en potencia, pero gracias por el elogio, mi lord. -Sylvia se llevó la mano al corazón e inclinó la cabeza suavemente, haciéndolo reír.

-Ah, claro, es que ya te los has leído todos, supongo.

-Pruébame. -Edgar sonrió ante el reto. Necesitó un segundo antes de recordar algunos nombres.

-¿Dorian Gray?

-Perfección, belleza, sublime. -Las preguntas de Edgar y las respuestas de Sylvia se hacían más rápidas cada vez.

-¿El Fantasma de la Ópera?

-Pudo haber estado mejor, pero fue entretenido.

-¿Carmilla?

-Más entretenido, y sexy. -Edgar rompió en risas cuando Sylvia se mordió el labio inferior-. Nah, ya, en serio, fue... audaz para la época, pero nada más.

-Claro, claro. Ese también va para la lista.

-Y yo que pensé que no estaba rodeada de ignorantes.

-Muérete. -Antes de controlarse, Edgar le sacó el dedo medio.

-Cuando quieras te lo puedo prestar también, luego de ese, si te parece.

-Mejor vamos poco a poco, ¿le parece, madame? -El timbre sonó en ese momento.

-Claro que sí, mi lord, aunque me atrevería a decir que vas tarde a vuestras lecciones.

Ambos se levantaron, todavía sonriendo, y fueron directo al salón. Sylvia lo jaló del brazo antes de llegar, atrayendo varias miradas en su dirección.

-No le insistas a Dante. Voy a hablar con Mateo, pero creo que las cosas entre estos dos... Va a tomar tiempo -dijo después de pensar un segundo.

-Sí, bueno. -Edgar movió los hombros, queriendo parecer relajado-. Igual, si alguno me busca, voy a hablar con el que sea.

-No esperaba menos. -Sylvia le pasó por el frente, embriagándolo con un perfume distinto, uno que lo mareó y encantó a partes iguales. Respiró hondo, apretó los labios y los puños, y entró.

Tal y como pronosticó Sylvia, ambos chicos guardaron distancias uno del otro, aunque ella y Mateo parecían hablar un poco de vez en cuando entre clases. Durante el segundo receso, Dante se distanció por completo conversando con Valentina, quien no les quitaba el ojo de encima a ellos tres. Estaban sentados justo frente a la entrada del salón.

Edgar mantuvo silencio y prefirió no hacer comentarios al respecto, a pesar de que para cuando volvieron a entrar, cada uno lo hizo por su lado. La expresión mortificada de Mateo le hizo saber que él también sentía la distancia que se formaba entre ellos y Dante, aunque cuando le devolvió la mirada intentó sonreír, al igual que Edgar.

Las vacaciones navideñas llegaron con un sabor agridulce. Mateo se veía aliviado como cualquier otro estudiante, salvo que en sus ojos aún se dejaba ver la preocupación con respecto a Dante. Sylvia y Edgar eran lo suficientemente prudentes como para no tocar el tema, pero sabían bien que sus ojos gritaban lo que sus labios callaban.

-Dale tiempo al tiempo -le dijo Sylvia recogiendo sus cosas para salir del salón. Ya era el último día, y Dante no les había dirigido la palabra desde que hablara con Edgar. Como ya se estaba haciendo costumbre, este solo recogía sus cosas y salía sin decir nada.

-Es lo que me digo todos los días, pero... -La voz se le quebró a media frase. Sylvia lo abrazó al instante.

-Lo sé, es complicado. -Sylvia lo sostuvo mientras el muchacho respiraba hondo para no derramar más lágrimas.

Ambos se hacían cercanos con el paso de los días, y Mateo hablaba cada vez más con Edgar durante los recesos. A veces solo estaba allí, a su lado y el de Sylvia, que dominaba la conversación, pero esta tomaba un rol más pasivo cuando Mateo participaba.

Cuando lo soltó, los ojos rojos del chico delataban lo que sentía, aunque sonrió.

-Los voy a extrañar, ¿saben? -Confesó, mirándolos a ambos por turnos.

-Igual nosotros -dijo Edgar con una sonrisa triste. En realidad, no lo había pensado hasta entonces. Incluso a Dante, aunque el pensar en su nombre le dejaba un sabor agridulce.

-Deja que pasen las vacaciones, sé que las cosas estarán mejor. -Sylvia tomó las manos de Mateo y las meneó como si los dos bailaran. Este se rió sinceramente después de varios días-. ¿Mejor?

-Sí, creo.

-Más te vale. -Sylvia le jaló un mechón de cabello a Mateo y se acercó a Edgar-. ¿Y tú?

-¿Y yo? -Edgar enarcó una ceja. De nuevo ese perfume, solo que ahora sabía que era rosas.

-¿Vas a extrañarme?

-Trataré.

-¡Muy bonito! -Sylvia intentó jalarle el cabello, pero Edgar ya conocía el truco. Se echó hacia atrás y le hizo cosquillas, haciendo que se retorciera-. ¡Maldito, suéltame!

-¿Que por favor qué? -Edgar siguió torturando a la muchacha, feliz de ver a Mateo sonriendo.

-¡Por favor! -Edgar puso las manos en el aire, mostrando las palmas a Sylvia.

-Ya, eso era todo.

-Maldito -repitió Sylvia, abrazándolo y apretando los brazos detrás de Edgar.

El gesto, sin embargo, se sintió diferente. Más cálido, más cómodo, y la forma en que la cabeza de Sylvia se acomodaba a su lado era perfecta. Edgar se permitió abrazarla, en vez de dejar los brazos colgando, como casi siempre era el caso.

El ambiente se sentía mucho más ligero cuando salieron del salón, los tres juntos, Sylvia entre Edgar y Mateo. Dante caminaba a lo lejos, sin mirar hacia atrás, y aunque ninguno esperaba que lo hiciera, la nostalgia seguía siendo la misma.

-Él se lo pierde -dijo Sylvia, cortando el silencio que se instalaba-, pero ya volverá al lado oscuro.

Mateo sonrió ante el chiste. Ella entrelazó sus brazos con los de ambos chicos, tomando a Mateo con el izquierdo y a Edgar con el derecho. Esperaron a que llegara el padre de Sylvia y los tres entraron al carro.

Los cinco adultos ya se conocían para entonces. Hacer los trabajos grupales en las casas todas las semanas los había acercado más con el paso de los días, aunque los cinco ignoraban todo el tema de Dante y Mateo.

-No digan nada -les dijo Mateo días atrás-, no por ahora, por favor.

-Soy una tumba. -Sylvia hizo un gesto de pasar el cierre encima de su boca, mientras que Edgar sonreía con calma y asentía con la cabeza-. Puedes confiar en nosotros.

-Sé que sí. -Aún estaba allí la sombra de la duda, más pequeña que antes, pero estaba. Edgar podía verla con claridad, y no era para menos. Si su amigo de la infancia le dio la espalda en un abrir y cerrar de ojos, ¿qué podía esperar de unos chicos a los que conocía desde hace tres meses?

Sylvia mantuvo la conversación viva mientras iban a un restaurante en donde los demás padres los esperaban. Franco era el que vivía más cerca del colegio y se había ofrecido a recogerlos mientras que los padres de Edgar y Mateo llegaban.

***

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