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5. Dulce amargo (20:67)

Samira no envió ningún mensaje, tampoco respondió a sus llamadas y no estaba conectada en el Messenger. Algo andaba mal, lo podía intuir.

(...)

Al terminar las clases se encaminó a la plaza cerca a la parada de autobuses. El móvil vibró contra su muslo, ya que ese día portó bermudas como uniforme, leyó el nombre del contacto y dejó de respirar, presentía que una bomba iba a explotar. Inhaló dos veces antes de avanzar y presionar la tecla verde.

—Hola—saludó nerviosa. En ocasiones se preguntaba por qué sentía esa sensación, similar al temor, cuando hacía algo que podía disgustar a Sami—. ¿Qué pasó? ¿Cómo estás?

—Dímelo tú—expresó con cierto enfado Samira—. No supe nada de ti el viernes en la tarde, el sábado te desapareciste, el domingo no fuiste a la iglesia y el lunes ni señales de humo me mandaste. Y si no te llamó hoy, ni te acuerdas de que tienes una mejor amiga. ¿Qué pasa, Madai? ¿Te he hecho algo y por eso me evitas?

La culpa la invadió, se sentó sobre una de las jardineras de la plaza e intentó controlar su voz. Aún tenía presente la idea que cruzó su mente la noche del domingo: que Samira estuviera tramando algo. Maddi se limitó a aceptar el regaño de su madre e intentó evitarle uno similar a ella. Guardó silencio más de lo necesario, la oyó resoplar y se apresuró a calmar las posibles tempestades.

—No. Pero ayer te marque, entró a buzón y no te vi conectada en la tarde. —Sus defensas cayeron, la sensación de estar juzgando de antemano la obligó a descartar aquellos pensamientos. Samira no era mala persona, al contrario, y no era justo que pensara de esa forma—. El sábado mi mamá me cambió los planes, trabajé todo el día y parte del domingo, por eso no fui a la iglesia. Ayer llegué tarde porque cambiaron el horario de entrenamiento y no quise llamar a tu casa, tu papá me regaña si marco despues de las siete. 

—Ay, ya sabes cómo es—respondió, con menor desagrado. Sami parecía regresar a su sentido del humor habitual —. Sorry por no responder a tus llamadas—aclaró de inmediato—; olvidé el teléfono en el colegio, me lo regresaron hace un rato. Oyes, ¿crees qué puedas venir a la casa? Mamá va a hacer pizza, y tenemos helado..

—Me has ganado con el helado, justo...—giró la cabeza para ver la heladería, estaba a unos metros de ella. Parpadeó y vislumbro una cabeza naranja entrar al local, era Dina—; iba por uno. Me gusta la idea de la pizza, llegó en una hora ¿te parece? ¿Llevó algo?

—Sí, trae palomitas de maíz. ¡No tardes!—anunció con alegría.

Maddi finalizó la llamada y se apresuró a entrar al local. Escuchó del lugar en la escuela, era nuevo y muy popular entre los adolescentes. No había tenido oportunidad de venir, ya que cuando visitaba a Samira salían cerca de su casa y nunca por estos rumbos.

Su vista no le engañó, Dina portaba el uniforme de la escuela técnica y sus cascos azul rey, la halló enfrascada en una conversación con el chico detrás del mostrador, quien le sonreía animado; incluso bromeaban con mucha familiaridad. Señaló uno de los tantos sabores, encontrándose con la curiosa de Maddi a su espalda.

— ¡Hey, chica del bus! —saludó cantarina la pelirroja—. ¿Cómo has estado?

—Bien. —Madai sonrió, sujetó las correas de su mochila un tanto nerviosa—. Me pareció distinguir tu cabello y quise saludarte, es todo.

—Dina—mencionó el trabajador. Vestía el uniforme del lugar, una playera de color rojo con el nombre estampado en el pecho «Dulce Salado»; debajo de una gorra color crema se avistaba un rastro de cabello oscuro que contrastaba con la piel pálida. Lo que más sobresalía de aquel fino rostro, eran unos impresionantes ojos azul grisáceo—. ¡Tss, Dina! Anda que no tarda en llegar la gente.

Y tal como dijo el chico, ingresó un grupo y rápidamente se abarrotaron frente al mostrador. Dina le pidió un segundo a Madai y recogió su encargo.

— ¿Gustas? —ofreció. Ella negó y Dina clavó los dientes en la bola de sabor limón, comenzó a tentarle la idea de comprar un cono de sabor pistacho—. A mí también me da gusto verte—dijo antes de ocuparse de nuevo en el helado—. ¿Vas a ordenar? Te puedo esperar, para que nos vayamos juntas.

Abrió la boca para explicarle que esta vez tomaría un camino diferente, pero sus ojos encontraron algo más llamativo. Una trenza de colores caía a un costado del cuello de Dina, en la punta una estrella roja cerraba el accesorio extravagante. ¡A ella le encanto! Ella no le había hecho nada a su cabello, referente a tinturas o cortes muy locos, sin embargo, llenarse la cabeza de trenzas como esa le resultaba una idea fascinante.

—Voy a otro lugar, pero te puedo acompañar a tomar el bus. —Dina accedió y se despidió con un grito del muchacho—. ¡Te veo en casa, Tharsis! ¡Gracias!

El chico alzó la mano, asistiendo ante sus palabras. Madai lo observó de nuevo ¿sería su pariente? Era bastante guapo, deliberó. Caminaron hasta la parada, la escuchó mascar la galleta del cono mientras le confirmaba lo que intuía.

—Es mi hermano mayor, de hecho, el único que tengo—bromeó—. Empezó a trabajar aquí hace unas semanas, la nieve está muy buena. Tienes que probar la de fresa con queso, es deliciosa.

—Vendré otro día—señaló, quedando frente a la puerta del autobús—. Me gusta tu trenza—dijo apuntando la tira de colores—. ¿Dónde las hacen?

Le pidió un segundo, masticó el último trozo de cono y se chupó los dedos manchados. Sacudió el resto de morusa y carraspeó su garganta.

—Me han enseñado hoy en la escuela, te puedo hacer una. —Dina buscó su cartera y sujetó del asa la maleta—. Ve a la casa un día, estoy ahí después de las dos. —Maddi asintió y se despidió de ella—. ¡Ah, por cierto! La privada se llama palmeras y el número es trescientos diez. ¡No olvides llevar hilos de tus colores favoritos! —gritó antes de que las puertas se cerraran.

Alzó la mano y la agitó con efusividad mientras la chica tomaba asiento. Tendrá que ir a visitarla pronto, de momento, debía tomar dos buses hasta la casa de Samira.

(...)

—Maddi, sólo te pedí una cosa y se te olvidó. —La mencionada se dejó caer contra el marco de la puerta, se golpeó voluntariamente un par de veces. ¿Cómo fue tan tonta para dejar de lado el encargo? —. Pasa, no importa. Mamá se esmeró, hizo una pizza dulce así que dudo que nos quede espacio para comer algo más.

Samira cerró la puerta una vez que ella entró, dejó la mochila en una de las colgaderas del pasillo y se internó hasta llegar a la cocina. Aurora, la madre de Samira, se encontraba picando un poco de lechuga. Se arrimó para dejar un beso en su mejilla sonrosada.

— ¡Me da gusto verte! —exclamó jovial—. Ayuda a Sami con la mesa, por favor, chiquilla. Mi esposo no debe de tardar y tú debes de tener hambre. 

El señor Josué Singer llegó al cabo de diez minutos, profirió un largo suspiró y se anunció a todo pulmón. Saludó primero a su esposa, como era su costumbre y olfateó lo que ella estaba preparando. Ambas chicas le saludaron, ya estaban sentadas esperando su porción de queso y pepperoni. Josué hizo un gesto —nada disimulado— al ver a la amiga de su hija, no odiaba a la muchacha, pero la consideraba una joven falta de reglas. Vestía el uniforme, más no el esperando en una damita. Maddi llevaba bermudas y tenis, una camisa tipo polo con el logo del instituto, iba desfajada y su cabello estaba "sujeto" en una coleta despeinada. Ninguna alineación en comparación con los alumnos del Colegio San Pedro.

Le sonrió por cortesía, pasó al baño a lavarse las manos y una vez que tomó asiento en la cabecera de la mesa, preguntó sin tacto que había sido de ella el fin de semana, puesto que no los «honró» con su presencia en la casa ni en la iglesia.

Madai sabía que ese hombre compartía el gusto por incomodarla con su primo Johan, aunque sin llegar a ser tan pesado, le confesó lo mismo que a Sami, que había ido a trabajar. Posterior a una súplica y la repartición de la comida, Josué continuó el interrogatorio. Ella percibió como creció el interés cuando les contó que fue la casa de Enrique Palafox, el padre de Renzo. No cualquiera fraternizaba con esa familia y ella tenía un vínculo especial con la madre de uno de los hombres más solicitados dentro de los círculos sociales.

—Hace años que la viuda de Roberto no va a la iglesia—retomó el tema. Maddi no estaba al tanto de lo ocurrió, Luciana acompañó muy de vez en cuando a su abuela, hacía varios años desde entonces—. Le envías saludos de nuestra parte cuando la veas—agregó el señor Singer—; dile que está cordialmente invitada.

—Se lo diré, aunque no sé cuándo la vuelva a ver—atinó a responder. En cambio, en su interior, se interrogó cuál era la intención del padre de Sami.

La tarde pasó más lento de lo habitual o eso le pareció. Cuando visitaba a su amiga las horas se le hacían minutos, sin embargo, esta ocasión se le figuró como si hubiera estado tres días.

En la habitación de Samira pusieron una película: pijamada. Era una comedia ligera, a Sami le encantaba por el chico que la protagonizaba, a ella le parecía un poco tonta e igual se divertía cada que la veía. Al terminar, bajó de un salto de la cama, buscó sus tenis y se apresuró a colocarlos, ya era tarde y su madre la iba a matar por no haber avisado. Llegó a su casa cerca de las ocho de noche, Olivia quince minutos después. De quien recibió una breve reprimenda fue de parte de su tía, puesto que no respondió el móvil que se había quedado encendido, para cuando reviso no tenía batería. Al final, el día no había sido tan malo.

(...)

El viernes fue cancelado, de nuevo, el entrenamiento y Maddi vio la oportunidad perfecta para ir a visitar a su amiga. Llegó a casa tan veloz como el correcaminos, se metió a bañar y buscó que ponerse entre la ropa que tenía limpia. A lo lejos se escuchó la música de Dina, se paró en seco un segundo, sacudió la cabeza y terminó de arreglarse al ritmo de Are you ready.

Salió despavorida de la casa mientras llamaba al teléfono de su amiga. Iba con la lengua de fuera, alcanzó al bus antes de que arrancara y una vez dentro, lo intentó una vez más. Esta vez Sami respondió con susurros, le informó que iría a su casa, la percibió un tanto nerviosa, le dijo que estaba fuera, haciendo una tarea en grupo y tardaría en llegar media hora. Le pidió que fuese un poquito más tarde, para que no la esperara en la acera. Accedió, sin confesar que ya se encontraba a mitad camino.

No quería pensar mal, todo apuntaba a que la tomó por sorpresa. Se entretejió el cabello en lo que el bus llegaba a la terminal, lista para abordar el siguiente. El recorrido a casa de Samira le llevaba cerca de media hora, si no había embotellamiento. Este día el trayecto no estaba concurrido, llegó veinte minutos después de haber hablado con ella. Caminó con tranquilidad, sin apresurarse como otras veces y, justo en la esquina de la manzana donde vivía su amiga, prestó atención a la llegada de pequeño auto negro.

Se estacionó frente la casa de dos plantas, del interior emergió la melena castaña y ligeramente ondulada de su Samira, todavía portaba el uniforme. Esperó ver bajar algún familiar del otro lado, sin embargo, se llevó una sorpresa al verla rodear hacia la ventana del piloto, sonreír e ingresar la cabeza. Alcanzó a distinguir una mano bronceada, se mezcló entre sus cabellos. Se echó hacia atrás para que el auto se marchara y dio un vistazo en ambas direcciones, se quedó petrificada al ver a Madai en la esquina de la cuadra.

Podía fingir no haber visto nada, aunque no dependía de ella. Para lo que no estaba preparada, era para recibir una serie de crueles respuestas.



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