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2. Inesperado (19:62)

Alzó el brazo derecho y arrugó la nariz al notar la gran mancha de sudor, hacía un calor que le recordaba al infierno y el uniforme no ayudaba a disminuir la sensación. La ventaja de llevar falda era que sus piernas se refrescaban. Colocó su mano a modo de visera para localizar la melena castaña de su mejor amiga, entre la multitud de alumnos del Colegio San Pedro. No podía distinguir mucho a través de la reja del lugar, se resignó y decidió ir hasta donde el guardia.

Madai asistía a uno de los institutos públicos más grandes de la ciudad, rodeada de áreas verdes y más de mil estudiantes, cada vez que venía al colegio donde acudía Samira, le parecía un jardín de infantes, era pequeño y no había ni trescientos alumnos. Pasaban las horas libres sentados en las bancas, bajo la sombra de los árboles del patio central, pero no veía a su amiga, ni respondía el móvil.

El guardia le sonrió, era un señor amable que ya la conocía, se llamaba Juan.

—Has venido temprano—dijo el uniformado. Alzó la plumilla del estacionamiento y asomó la cabeza por la ventana de la caseta—. ¿Vienes a ver a tu amiga?

—Buenos días—saludó. Cerró un ojo para no cegarse ante la luz del sol y evitó levantar el brazo—; Sí, no tuve las últimas clases, hay junta de profesores y cancelaron mi entrenamiento. ¿Me permitiría entrar? Sé que están en clase, pero faltan menos de una hora para que acabe el turno matutino.

Juan se rascó la nuca y le solicitó una identificación. Ella no daba problemas, siempre se quedaba cerca del edificio principal, donde se encontraban las oficinas administrativas. El guardia le entregó un gafete de visitante y le recordó que no podía andar interrumpiendo las clases, si la atrapaban y vetaban, no lo podía culpar. Maddi ratificó las recomendaciones y avanzó a paso veloz, ya conocía a los prefectos y no tenía ganas de saludarlos ese día, ni ningún otro día. Al llegar a la puerta, rogó porque un intendente le abriera, sin embargo, quien se acercó fue una de las encargadas del primer año.

Rebeca Salander se leía en la placa que descansaba sobre el bolsillo de su traje azul marino, abrió la puerta, escasos centímetros, para dar una mirada reprobatoria a la persona que estaba frente a su nariz respingona. No debía tener más de cuarenta años, delgada y con facciones duras como el hierro. La mujer la miró por encima de sus cristales, deteniéndose en las zapatillas negras que usaba en vez de calzado escolar.

—Buenos días...

—Son las doce con cinco minutos de la tarde, muchachita. ¿No deberías estar en el instituto? —espetó la mujer cara de jirafa.

—Sí, pero no tuvimos clases. Vine a buscar...

—Típico de escuela pública—se mofó—. ¿Qué no deberías estar en casa, elaborado los deberes?

—Acabo de salir de clases—masculló en voz baja—. Voy a esperar a Samira Singer, la nieta del reverendo. ¿Me permitiría pasar? Prometo no moverme de la banca en el pasillo central.

La prefecta enarcó una ceja de manera sutil y cerró la puerta, dejándola afuera.

—La nieta del reverendo se sintió mal, han venido a recogerla temprano. Así que no tienes nada que hacer en este lugar, buenas tardes.

Farfulló un par de maldiciones para la mujer estirada que no había tenido ni el más mínimo modal para con ella. Odiaba esa escuela, se la daban de santos y devotos;  y trataban a la gente como si tuvieran lepra. Dio un puntapié, regresó para recoger su identificación y se despidió de Juan. Caminó un par de manzanas, hasta dar con una tienda de comestibles y surtió su mochila con todas esas cosas que su madre le prohibía: chicles, chocolates, gomitas y dulces picositos, todos para el trayecto a casa de Samira.

Estaba preocupada, tal vez le bajó la regla, a ella le daban dolores muy fuertes, incluso faltó a clases en una ocasión porque no los soportó. Recordó que el día anterior no hablaron mucho, ya que Lucas estaba conectado y Sami quería aprovechar todo el tiempo posible.

El bus la dejó cerca de la casa, decidió correr por la pequeña colina y se detuvo frente la casa de dos plantas. La residencia era modesta, comparada con las casas de algunas clientas de su tía, no obstante, era la más lujosa de aquel barrio; tenía cochera doble, paredes recubiertas de piedra natural y un jardín en excelentes condiciones, las petunias de la señora Singer cada día se ponían más bonitas. Presionó el timbre tres veces, sin embargo, nadie salió. Se alzó lo más que pudo en sus puntillas, para ver si encontraba el auto de algún miembro de la familia. Pero no, no había nadie. Se sentó en la acera y extrajo su móvil, no tenía mensajes nuevos, ni llamadas perdidas. Marcó el número de la casa, oyó el teléfono repicar hasta que la grabación del buzón la atendió. Rendida, asoleada y frustrada, emprendió el camino hasta su casa.

Mientras esperaba el bus, el timbre de su móvil interrumpió el hilo de sus pensamientos, supuso que era su amiga.

—Oye, me dijeron que...

— ¿Qué te dijeron? —cuestionó una voz diferente, era su tía. Se rio nerviosa—. Quería pedirte un favor, preciosa. ¿Sigues en el instituto?

—No, ya estoy en camino a la casa—dijo con voz apagada—. Dime, sabes que no me puedo negar.

— ¿Qué no tienes entrenamiento? —Maddi le explicó brevemente, sin confesar donde andaba—. Quiero que me imprimas más folletos, he terminado con todos los que trajiste la semana pasada. ¿Tienes dinero? Para que vayas de una vez, te pago cuando llegues.

—Sí, tengo lo necesario.

—Ve con cuidado. Tu madre no pudo preparar la carne, así que haré un poco de tu platillo favorito. Te veo en un rato, te quiero. —Por eso y más era que adoraba a su tía, la consentía con lo que más le gustaba: comer pasta.

Examinó su mochila, por alguna parte debía andar el USB.

Fue a la base de autobuses y se subió en el #118, la dejaba bastante retirado y, aun así, era el más cercano. Cuando abandonaron la estación era la única pasajera, la mayoría de las escuelas acababan de finalizar las clases y se llenaría conforme avanzara. Un grupo de jóvenes provenientes del instituto técnico subió en la segunda parada, la atención de Madai se centró en el cabello rojizo de una chica, lo llevaba corto, con las puntas en todas las direcciones y lo único que parecía aplacar aquella melena, eran unos cascos en un brillante color azul rey.

Frunció el entrecejo, le parecía familiar pero no recordó de dónde.

La chica pagó la tarifa y tiró del asa de una maleta cuadrada, portaba el uniforme negro del instituto de belleza. Caminó hasta el lugar desocupado a su izquierda, se dejó caer y exhaló de manera sonora, miró hacia Maddi, quien apartó la vista de inmediato con un poco de vergüenza. Sacó del bolsillo de su pantalón un IPod clásico de color blanco, no pudo evitar echar un vistazo de reojo, ella quería uno así. La observó presionar la flecha derecha del botón central, a los segundos el sonido de las percusiones y los acordes de la guitarra penetraron sus oídos. Le fue inevitable sonreír, la canción era de sus nuevas favoritas, el vecino la repitió varias veces el fin de semana.

La pelirroja percibió su gesto y le dio un vistazo, en las manos descansaba una bolsa de plástico con cientos de papeles, alcanzó a distinguir una máquina de coser. Ladeó la cabeza, se quitó los cascos y estiró el brazo para solicitar uno de los volantes.

— ¿Puedo? —preguntó con suave voz.

Dio un pequeño salto en la silla ¿le hablaba a ella? ¡Claro! ¿A quién más? Asintió con la cabeza, abrió la bolsa y entregó uno de los volantes.

—Mi tía es modista, hace casi cual-cualquier cosa—expresó torpe.

La pelirroja le sonrió, Maddi pudo apreciar sus ojos claros y supo de donde le era familiar. Se parecía mucho a la chica que envió el mensaje de felicitaciones a Lucas. No debía desaprovechar la oportunidad, necesitaba corroborar el nombre, sin embargo, su parada estaba próxima y para su mala suerte, la calle estaba cerrada. La pelirroja se inclinó, aplastando su lateral.

—Hubo un choque—informó. Un par de vehículos estaban prácticamente en pedazos, tenían acordonada la calle. La sirena de la ambulancia y la de los bomberos la hicieron girar hacia el cristal—. Se ve bastante feo.

Madai afirmó con un silbido, estiró el brazo para tocar el timbre, tendría que caminar un par de cuadras más, hizo una mueca, similar a una sonrisa, para con la chica y se puso de pie. Para su sorpresa la pelirroja se levantó y tomó sus pertenencias, se colgó una mochila vieja, llena de pines con diferentes imágenes, la de un rayo atrajo su atención. La extraña era fan de AC/DC, no tenía dudas.

—Yo también bajó aquí—dijo en tono amigable.

Las dos esperaron que el bus se detuviera, las puertas se dividieron y salió de un salto, en cambio la otra chica luchaba con su maleta. Un generoso suspiro después, avanzaban por la misma acera, ya que una bola de humo flotó hacia el cielo y creyó menos peligroso rodear hasta su casa.

—Nunca antes te había visto por aquí—rompió el silencio la pelirroja—. Supongo que es por el horario del instituto, yo también fui al público.

—Hoy hubo junta de profesores, por eso que estoy tan temprano camino a casa. Ah, y no tuve entrenamiento—respondió y mantuvo el ritmo de la pelirroja—. Es mi último año—agregó.

—Yo lo terminé en otro lugar, es buena escuela—continuó, haciendo más ameno el recorrido—. Te puedo preguntar algo. —Intentó no mirar sus ojos, la chica era mayor y le intimidaba un poco. Pero estaba curiosa, así que aceptó— ¿De qué te reíste en el bus? Sé que mi cabello se mira como la mierda, ¿era por eso? —bromeó.

— ¡Ay, no! —Chilló Madai, agitó su mano libre como si eso cambiara las cosas—. No era por eso, de hecho, creo que es un color muy bonito—intentó aclarar el malentendido—. Era por otra cosa, nada respecto a ti. —Guardó el resto un instante, no obstante, la pelirroja le parecía agradable y decidió contarle—. Esto quizás suene algo extraño, pero es que... bueno. Hay un vecino, en la parte trasera de mi manzana que pone música a todo volumen cada tarde. El martes se olvidó por completo de la banda usual y repitió la misma canción que tú.

La pelirroja empezó a reír, ella no encontró la gracia en su comentario.

— ¿Te molesta la música del vecino misterioso? —le cuestionó con las mejillas encendidas a causa del calor y la risa. Ella negó con una fugaz sonrisa.

—No, al contrario, me encanta que la ponga, aunque llegan como susurros hasta mi casa. Gracias a esa persona es que ahora conozco más bandas, en Internet encontré los nombres. Es extraño y a la vez divertido ¿no sé si me explico? —Se encogió de hombros tímidamente.

—Creo que te comprendo. —Se detuvieron para cruzar la calle, esa misma donde Maddi debía caminar hacia la derecha para llegar a la pendiente. La pelirroja se frotó la mano contra el pantalón, para despedirse—. Mi nombre es Dina Cox, mucho gusto.

Al parecer haber omitido aquella información le trajo beneficios. Al no ser parte del radar de Samira, la pelirroja se salvó del acoso de su amiga y podía mostrarse con total libertad; le regresó el saludo y se presentó. La vio avanzar en la misma dirección que, probablemente vivía el vecino ruidoso, sonrió. El mundo sería demasiado pequeño si Dina resultase ser la misma persona que ella ansiaba conocer en secreto.


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