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Alquimia de vapor

La tarde finalizaba en Londres y el sol caía con lentitud sobre el horizonte, mientras tanto, la una suave brisa sacudía los árboles del exterior y las ventanas de las casas de la barriada, las cuales lucían paredes tristes y resquebrajadas por el tiempo, la lluvia y el vapor.

«Una escena perfecta para cualquier dibujante», pensó.

La gigante sombra de los edificios se proyectó sobre un hombre que, escondido entre la multitud enloquecida, caminaba apresurado con dirección a su casa. Esa hermosa ciudad, la que tantas batallas había enfrentado, estaba por toparse con un final imposible de retrasar. El humo de las máquinas de vapor también cubría todo el poblado, dificultando la visión lejana y volviendo una tortura el simple acto de respirar. El aire se sentía caliente, áspero, imposible de aprovechar sin un equipo especial. Se trataba de una consecuencia inesperada del avance científico, un sueño hecho realidad que terminó por convertirse en una pesadilla.

Angus Bland avanzó entre la multitud, mirando de reojo los innumerables comercios que lo rodeaban, vacíos, saqueados, destrozados por la muchedumbre que salió a en busca de raciones al enterarse de la horrible noticia. Tragó saliva, desvió su mirada y siguió su camino. Desde cierto punto de vista, toda esa catástrofe era, en parte, culpa suya.

«Yo no buscaba esto―pensó―, yo no pensé que esto pasaría»

Alzó su vista hacia el cielo gris, uno en el que sol todavía brillaba, consciente de que la gran calamidad caería sobre su cabeza muy pronto. No obstante, tenía una cosa más por hacer. Angus no podía evitar la gran calamidad, sin embargo, podía utilizar sus creaciones para socorrer a quienes sobrevivieran a la catástrofe.

«Esta vez, mis creaciones no serán utilizadas para destruir»

Apurado, logró separarse de la multitud y corrió hacia la costa, donde se alzaba el refugio que el gobierno había dispuesto para él. Se trataba de un faro abandonado, uno que se construyó luego de que las mareas se elevaran, antes de que se declarara la alarma sobre la ciudad de Londres. Estaba en desuso, pues pronto sería cubierto por el mar. Mientras subía por un sendero escarpado, desde el cual podían observarse los antiguos suburbios, ahora sepultados bajo una gigantesca capa de agua. Él desvió su vista con dirección a lo que restaba de la gran metrópolis, la cual se lucía desde las calles anegadas y vislumbró las grandes olas que se alzaban en el horizonte y que amenazaban con cubrirlo en un santiamén. No obstante, en el faro se ocultaba la última esperanza de la humanidad y Angus no podía permitir que ellos se la llevaran, aun si aquello significaba un riesgo para su vida.

Se acercó a la puerta y, buscó en sus bolsillos la llave del portón, donde una nota aguardaba por él, pegada con un trozo de cinta .

"¡Atención! El crucero Noé-212 está por partir, a usted le corresponde la entrada 2236. Tiene tiempo hasta las 2:30 p.m".

—Sí, claro, como si fuera a suceder —bufó para sí mismo.

Angus no pensaba abordar el barco, aquel que había diseñado y ayudado a construir, uno que imaginó, con ingenuidad, que estaba destinado a la población más necesitada. Hizo un bollo con el papel y lo tiró en dirección a las aguas que se alzaban al pie de ciudad. Su deber era resguardar la "piedra filosofal", su última creación, lograr que sobreviva al desastre y evitar que caiga en manos perversas. Era lo mínimo que podía hacer tras ser el causante de tanto dolor, era lo que se esperaba del responsable de la gran calamidad, del creador de la máquina de vapor. Si el gobierno se llevaba el artefacto, entonces la humanidad no tendría chance de sobrevivir en el planeta, pues no quedaban más recursos por explotar en la tierra, ni maquinaria que les permitiera procesar los restantes. Si ellos se hacían con su creación, nunca regresarían por los rezagados, los menos pudientes, aquellos desafortunados que no escaparían en el crucero interespacial. ¿Por qué lo harían?

Angus cerró la puerta del faro y dejó las horas pasar mientras, desesperado, buscaba entre sus pertenencias todo resquicio de su obra maestra, así como planos, piezas de repuesto, dinero y provisiones que pudieran servirle en caso de que tuviera la suerte de sobrevivir.

La puerta retumbó tres veces, un silencio incómodo se hizo presente después. Se acercó a la entrada con lentitud, con la esperanza de que se tratase de algún ciudadano desesperado por un refugio, pero una seguidilla de patadas retumbantes destrozó su fe. Angus sabía quienes eran y a qué venían, sin embargo, no pensó que sería tan rápido, no ese día, no en ese momento.

«¡¿Qué más quieren de mí?!

¿No les he dado suficiente? ¿Por qué siguen buscándome?»

Desesperado, tomó el cofre donde decidió guardar todo y le echó llave, lo escondió dentro de un ropero y lo envolvió en frazadas. Aún le quedaba el plano original de su "piedra filosofal", un artefacto que distaba de ser un mineral, pero que era tan valioso como el resultado de la alquimia. Estaba en su escritorio, esperando por su destino final. No necesitaba ningún manual de instrucciones, no si lograba sobrevivir. Después de todo, era su invención, la conocía mejor que nadie en ese país.

Angus lo tomó entre sus manos y lo acarició con nostalgia, sabía lo que tenía que hacer, pero guardaba resquemor, lástima por el desperdicio de su tiempo, su esfuerzo y, en especial, su preciada juventud, aquella que creyó exitosa e incluso digna de un prodigio.

«¿Eso importa ahora?

¿De qué me sirvió la gloria si el final iba a ser este?»

Los papeles contenían un secreto que nadie más conocía, uno que ni siquiera él comprendía del todo. La piedra filosofal, la clave para obtener energía ilimitada estaba escrito ahí: el sol. No había puesto a prueba el nuevo sistema. Fue, más bien, una modificación sobre la marcha que ideó una tarde de angustia, donde, abrumado por la crisis energética que sobrevendría a la sociedad, imaginó una forma de aprovechar la radiación casi infinita del astro madre.

Decidió escribir allí las instrucciones para el panel de reconversión, creyó que podría perfeccionar su sistema de esa forma, otro día, con más tiempo, con apoyo de los gobiernos y la gente. No obstante, la calamidad llegó primero, y las consecuencias de su creación, la máquina de vapor, fueron inexorables.

Angus tomó un mechero y lo encendió con prisa. Su mano tembló por un instante, su pecho le dolió de angustia. El fuego avanzó, carcomió el trabajo de su vida y lo redujo a cenizas en poco tiempo. La receta para redimirse de su pecado original estaba destruida, no obstante, todavía se hallaba en su memoria. Si lograba sobrevivir a la catástrofe, quizá...

Los restos aún ardían cuando la puerta fue derribada. Un grupo de soldados armados entró al piso inferior, corrieron en las escaleras circulares que llevaban a la oficina del científico. Angus los esperó de pie, firme como el caballero que era, con su vista al frente y su bastón sosteniendo su peso. Apagó la pequeña fogata con la suela de su zapato y echó a un costado las cenizas de su trabajo.

El escuadrón se hizo presente enseguida, destrozaron el portón de su despacho a patadas e ingresaron con sus armas en alto. De entre ellos, un hombre de gran estatura y porte imponente se le acercó, con sus manos vacías y con una expresión impertérrita. Vestía un traje negro, llevaba capa y capucha junto a un respirador. Debía de ser un alto mando, un político, alguien de suma importancia para esconderse detrás de tanto ropaje. No obstante, en medio de la crisis, no había necesidad de ocultar identidad alguna.

Aquel hombre se acercó hacia él con largos pasos, desenfundó una pistola y golpeó el rostro de Angus sin mediar palabra. Él no pudo mantener el equilibrio, perdió la noción del espacio por un breve instante y cayó de espaldas al suelo. Escuchó a su bastón caer y logró vislumbrar el momento en el que su agresor dispersó sus pertenencias a las patadas. Lo siguiente que vio fue el cañón del arma apuntando hacia él, así como los ojos oscuros de aquel hombre frío.

—Ríndete, Angus. Vienes con nosotros, completo o en pedazos —le amenazó.

—No—espetó él con un ímpetu desafiante, poniéndose de pie frente a su agresor—. Yo... no iré a ningún lado.

Aquel hombre le observó por un breve instante. Desajustó las correas de su máscara y se quitó la capucha. Él reveló su rostro. Era el Gran Regente, líder de la industrializada nación o, mejor dicho, lo que restaba de ella. Alguna vez fue su jefe, no obstante, el destino lo convirtió en su ejecutor. En los viejos tiempos, un amigo, uno que se dejó carcomer por el poder y la avaricia. Un desconocido, un monstruo.

—Que así sea—respondió el regente.

Un estruendo se oyó en el despacho. El cuerpo de Angus se desplomó y un charco de sangre comenzó a formarse a sus espaldas.

El regente observó el cuerpo de su viejo amigo por un breve instante, limpió el cañón de su arma y caminó hacia la ventana del despacho. Las olas sacudían la costa con fuerza, el tsunami llegaría pronto. Él volteó en dirección a la pequeña hoja achicharrada junto a los restos de su víctima. Angus se le había adelantado, no podría recuperar los planos.

Los inquisidores tomaron el cuerpo del inventor y se lo llevaron del recinto. Bajaron las escaleras con él, todavía tenían planes para sus restos. Después de todo, el disparo no fue letal.

Con curiosidad, el Gran Regente observó el inmaculado orden de aquella habitación, ¿qué más tendría escondido Angus Bland en aquel faro? Era imposible saberlo, no contaba con mucho tiempo. No podría averiguar el secreto de su viejo amigo, pero, si él no podía, nadie más lo haría. Resignado, tomó un mechero que halló sobre una mesa y, tras encenderlo, lo lanzó en dirección a la cama del inventor.

Cerró la puerta, el humo comenzó a escapar por el orificio de la cerradura. Toda memoria de Angus Bland, junto con sus creaciones, serían borradas de la faz de la tierra y, con ello, la esperanza de los rezagados.

—Creíste que cambiarías el mundo―se burló el regente―, yo diría que el mundo te cambió a ti. Mi querido Angus.


El agua nos llevará algún día


Esta historia corta fue hecha como parte del concurso de Universo Punk del perfil ciencia ficción.

Atte: LibertyLand4

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