Epílogo.
Dieciséis años después
Los Hamptons, Nueva York.
Escuché sus sigilosos pasos bajando por la escalera, cuidando de vigilar dónde pisaba para evitar que alguno de los tablones que habían sueltos pudieran crujir bajo su peso y echaran a perder sus planes de escabullirse sin que nadie se enterara; aunque no había contado con el hecho de que la había estado oyendo ir de un lado para otro en el piso de arriba toda la tarde y que había decidido estar ojo avizor por saber a qué se debía todo ese ajetreo por su parte.
Fingí encontrarme leyendo atentamente el periódico, ajeno a sus pasos. Sonreí al oír el suspiro de alivio que dejó escapar cuando llegó al último escalón creyendo que había logrado pasar la prueba de fuego.
Intentó deslizarse por el pasillo hasta la cocina para poder huir por la puerta trasera. Mi sonrisa se hizo más amplia al reconocer que se parecía a mí a su edad; tenía agallas... y una tozudez que en ocasiones exasperaba.
-¿Acaso piensas irte sin despedirte de tu pobre y anciano padre, Audrey? –le grité.
Contuve una risa cuando mi hija se quedó paralizada a mi espalda, al descubierto. Su intenso perfume llenó todo el salón, evidenciando que mis sospechas se encontraban en la buena dirección: tenía intenciones de salir sin que yo lo supiera. Puse los ojos en blanco ante el pequeño desliz que había cometido.
Puedes intentar engañar a un padre, pero te resultará mucho más complicado si resulta ser un licántropo.
-No, papá –dijo ella, lacónica-. Justo bajaba para hacerlo...
Su ovalado rostro apareció en mi campo de visión, con sus ojos verdes contemplándome con un brillo abatido. Eso hizo que mi sonrisa se hiciera mucho mayor al ver que mi hija no había logrado esquivarme.
El embarazo de Arlene logró llegar a término. Cuando el doctor me informó que su estado se había normalizado y que ambos, tanto la madre como el bebé, habían salido del umbral del peligro fui directo a la habitación; ella ya se encontraba despierta y con sus ojos marrones llenos de preguntas.
No le escondí lo que era y le expliqué lo que suponía haberse quedado embarazada de un licántropo. Arlene me contempló durante todo el tiempo que estuve hablando con la boca entreabierta, tratando de hacerse a la idea; le aseguré que haría todo lo que estaría en mi mano por ella, por ambos, pero que eso no significaba que nos convertiríamos en una familia feliz. No habría anillo de compromiso, como tampoco intenciones de empezar una relación.
Debo reconocer que ella lo aceptó en todo momento y que nunca me presionó al respecto. Ambos sabíamos que como pareja sería muy difícil que encajáramos y que lo mejor opción era una relación cordial para que nuestro hijo creciera en un entorno saludable y feliz.
La acompañé religiosamente en cada revisión y en cada momento que pudiera necesitarme hasta que llegó el esperado momento.
Caí rendidamente enamorado de Audrey cuando Arlene me la pasó para que la sostuviera en brazos y la manita del bebé se topó con uno de mis dedos, aferrándose a él con fuerza. Como si me reconociera y supiera quién era yo.
El hueco de mi maltrecho corazón se vio lleno de amor cuando contemplé a mi hija por primera vez.
Alcé ambas cejas cuando escuché a Audrey soltando un nuevo suspiro quejicoso, sacándome de mis pensamientos.
-¿Puedo saber a dónde vas con tanto secretismo? –pregunté con suavidad.
Sus ojos verdes resplandecieron con alarma, aumentando mis sospechas sobre por qué Audrey había intentado por todos los medios posibles que yo no supiera nada de su salida.
-¿Y bien? –presioné-. ¿Qué se te ha perdido a ti ahí fuera a estas horas, Audrey?
Ella bajó la mirada.
-Emma me ha invitado a salir –musitó.
Pero era evidente que estaba mintiéndome.
Tras el nacimiento de Audrey me armé de valor suficiente para poder hacer con Mina lo que ella había querido desde el principio: tener una simple relación de amistad. Además, era el padrino de su hijo y eso conllevaba una serie de responsabilidades.
Acordamos reunirnos cada verano en los Hamptons, donde las dos familias teníamos una casa, para que nuestros se conocieran. Incluso había conseguido convencer a Arlene para que nos acompañara durante las vacaciones para que Audrey pudiera disfrutar de sus padres. Ella siempre había sabido la verdad respecto a la relación que manteníamos su madre y yo.
Era una tradición que habíamos seguido manteniendo tras todos estos años.
-¿Emma Whitman hace que te sonrojes de esa forma? –le pregunté con el único fin de que se molestara un poco.
Sus labios se fruncieron en una fina línea y se cruzó de brazos, evidentemente molesta por mi comentario.
Yo enarqué ambas cejas, animándola a que me dijera la verdad, y Audrey soltó un suspiro dramático.
-Voy... voy a salir con Sean –confesó al final.
Todo mi buen humor se borró de golpe de mi cara. Conocía a Sean Whitman desde que llevaba pañales y lo había visto crecer, convirtiéndose casi en una copia exacta de su padre, pero también había visto este último verano cómo sus ojos seguían más de lo necesario a Audrey; sabía perfectamente cómo se comportaban los licántropos más jóvenes y no me gustaba nada el cariz que pudiera estar tomando la relación que mantenían ambos.
Como padre, estaba en la obligación de preocuparme por los posibles pretendientes que aparecieran de la nada.
Incluyendo a Sean Whitman.
-¿Vosotros dos solos? –presioné.
Recé para que dijera que también iba Emma y que solamente iban a ir a tomar un mísero helado. O algo mucho más light en unos adolescentes de diecisiete años, algo que no tuviera que ver con ellos dos a solas. Casi como si estuvieran en una puñetera cita.
Audrey me observó unos segundos sin pestañear.
-Eh... sí.
Metiéndome de lleno en el papel de padre estricto que iba a impedir por todos los medios que pudiera surgir algo entre ambos, desvié la mirada hacia el reloj que teníamos sobre la repisa de la chimenea y comprobé la hora.
-Te quiero en casa a las diez –sentencié.
Mi repentina orden hizo que Audrey me mirara boquiabierta.
-¡No puedes hacerme eso! –protestó-. Estoy a punto de cumplir diecisiete años y tengo derecho a...
Bajé la mirada de nuevo al periódico.
-Cuando cumplas los dieciocho tendrás muchos más derechos, créeme –le corté-. Pero mientras estés bajo este techo, y sigas siendo menor de edad, vas a hacer lo que yo te ordene. ¿Me has entendido, Audrey?
Sus ojos verdes resplandecieron con furia mientras se apartaba su larga melena castaña de un manotazo.
-Hablaré con mamá sobre lo tirano que eres –me amenazó.
Sonreí sin poderlo evitar.
-Puedes llamarla en este preciso instante para quejarte de lo injusta que es tu vida y lo mala persona que es tu padre –la invité.
Ella me fulminó con la mirada.
-Entendería tu postura tiránica si se tratara de otro chico, pero es Sean –intentó convencerme, uniendo sus manos como si estuviera rezando-. Lo conoces. Lo conocemos desde siempre.
-Oh, por supuesto que lo conozco –asentí con una sonrisa-. Pero mi deber como padre es mantenerte alejada hasta que cumplas los treinta de cualquier tipo de sujeto del género masculino que esté metido de lleno en plena adolescencia y haya descubierto el maravilloso mundo de las mujeres. Y creo que Sean entra en ese ratio.
Las mejillas de Audrey se sonrojaron con más fuerza que la primera vez.
-Papá, por favor...
Dejé el periódico sobre la mesita de café y la miré fijamente.
-Tienes dos opciones, Audrey: o bien puedes aceptar mi oferta de la hora que te he impuesto de llegada... o bien puedes olvidarte de salir y pasas directamente a encerrarte en tu habitación –dispuse, dándole entender que iba a ser mi última palabra.
Audrey parecía estar a punto de sufrir un colapso... o echarse a llorar en ese preciso instante.
-No puedes hacerme eso –musitó.
-Claro que puedo hacerlo: soy tu padre –la corregí con amabilidad.
Mi ultimátum terminó por minar el poco control que mantenía para intentar convencerme de que le permitiera salir en una cita con Sean Whitman. Sus ojos verdes se le llenaron de lágrimas mientras daba un fuerte pisotón sobre el parqué del salón.
-¡¡Te odio!! –me gritó.
Después dio media vuelta y echó a correr para subir las escaleras y mostrarme lo enfadada que estaba conmigo dando un fuerte portazo.
Contuve un suspiro mientras pensaba en lo complicado que podían llegar a ser los adolescentes, licántropos o no.
Me despertó el sonido de unos susurros acelerados. Había estado controlando que Audrey no quisiera jugármela de nuevo hasta que había caído rendido en el dormitorio principal; me mantuve en silencio, intentando descubrir qué demonios estaba sucediendo allí.
-Tenemos que ir a desinfectarte eso ahora mismo...
Ah, todas las alarmas de mi cerebro saltaron a la vez al escuchar la palabra clave. Cualquier otro padre podría no haberse molestado en tomar en cuenta eso, pero en mi caso tenía motivos de sobra para hacerlo.
Me levanté de la cama como un huracán para abalanzarme al pasillo. Tal y como había sospechado, dos figuras inmóviles se giraron hacia mí a la par: Audrey, vestida con una camiseta que no era suya, y Sean, con la única indumentaria de unos bóxers.
Llegué hasta ellos en un par de zancadas y los fulminé con la mirada a ambos, conteniendo a duras penas las ganas que tenía de zarandear a Sean por lo que le había hecho a Audrey. A mi hija.
-¿Desde cuándo? –mi voz resonó en todo el pasillo.
Audrey me miraba con una expresión horrorizada.
-Papá, esto tiene una sencilla explicación, te lo prometo.
Mi intensa mirada obligó a mi hija a que bajara la suya. Sean seguía mudo a su lado, intentando cubrirse como bien podía la simple prenda que llevaba puesta, y daba gracias de que hubieran decidido ponerse algo encima.
-Oh, ¿y cuál es? –fingí sentirme repentinamente interesado por lo que había dicho Audrey-. ¿Que Sean ha aparecido por arte de magia en tu habitación? ¿Y qué hay de la evidente falta de ropa? Porque, creo recordar, que el aire acondicionado se encuentra perfectamente... ¿Se ha estropeado de manera repentina?
Audrey había pasado a la fase de encontrarse abochornada.
-¿Desde cuándo lleva sucediendo esto a mis espaldas? –pregunté exasperado-. ¿Es a esto a lo que os dedicáis cuando dices que vas a salir con Sean?
Las mejillas de ambos empezaron a arder. Pero ninguno de ellos me respondió, acrecentando mucho más mi enfado.
-Audrey Delaney Harlow –amenacé.
-Desde principios de verano –murmuró.
Ahogué un gruñido al comprender que toda aquella aventura que habían llevado a mis espaldas había durado más de lo que yo había creído.
Luego mi mirada se desvió de manera involuntaria hacia la clavícula de Audrey. Verla me enfureció aún más de lo que ya me encontraba; la aferré por la muñeca y la llevé al baño casi a trompicones mientras oía a nuestra espalda a Sean.
Cuando encendí la luz todo quedó confirmado.
-¡La has marcado! –le grité a Sean, que se mantuvo estoico frente a la tormenta que se le avecinaba.
Audrey se soltó de mi agarre para tratar de ocultar las marcas frescas que cruzaban su clavícula.
-Mi padre marcó a mi madre cuando tenían mi misma edad –se justificó y pude ver el maldito parecido que compartían Chase y él, pero debía haber heredado la chulería innata de Carin. Malditos genes Whitman.
-En estos me importa una mierda dónde, cuándo y cómo lo hicieron tus padres por primera vez –le espeté de malos modos-. Creo que es más importante la siguiente cuestión: ¿en qué coño estabas pensando cuando le has hecho esto?
Sus ojos negros me mantuvieron la mirada.
-Porque Audrey es mi compañera.
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Y esto, señoras y señores, es lo que se llama karma...
(y ser una persona un poco retorcida)
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