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El Inicio de lo Desconocido


Capítulo 1

―¿Por qué Daniela tarda tanto en el baño? Ya casi nos llaman ―dijo Alexandra, la hermana melliza de Daniela, mientras echaba un vistazo al reloj de la pared del aeropuerto

Alexandra y Daniela eran mellizas, y sus padres, aunque amorosos, en realidad eran adoptivos. Ninguno de ellos sabía quiénes eran sus verdaderos padres, pues las encontraron abandonadas en la puerta de su casa, envueltas en una cesta de picnic. Lea y Luther decidieron adoptarlas, debido a que tampoco podían tener hijos propios. Para las mellizas, su vida parecía sacada de una historia a lo Harry Potter, con padres fallecidos y magos oscuros, o quizás de una novela indonesia de pasados trágicos.

Y claro, hablar de historias fantásticas también era un problema. Ambas habían desarrollado una fobia a todo lo relacionado con lo fantástico. Ni siquiera podían soportar ver películas de ciencia ficción, fantasía, y mucho menos de terror o cosas sobrenaturales. Ya tenían suficientes pesadillas con criaturas monstruosas, llenas de colmillos, garras y sangre, como para añadir más imágenes perturbadoras a sus mentes. Por eso, siempre preferían temas comunes, simples, de la vida cotidiana que no las hicieran pensar demasiado.

―Tranquila, Ale, Dani ya no debe tardar... No entiendo por qué estás tan ansiosa de salir rápidamente del país, y peor, de nuestro cuidado ―dijo Lea, una mujer no tan mayor, de cabellera oscura y mirada apacible y dulce. Para las mellizas, no había mejor mujer ni madre adoptiva que ella.

Alexandra suspiró y vio a su padre acercarse con Daniela tomada del brazo. Ambos sonreían, pero borraron aquella expresión cuando vieron la línea recta en los labios de Alexandra.

―¿No podían tardarse más? ―preguntó Alexandra con ironía.

―Si lo hiciéramos, habrían perdido el vuelo ―respondió Luther.

―¡Papá! ¡Era ironía! ―chilló Alexandra, angustiada y cansada.

Daniela y él se miraron, y soltaron risitas cómplices.

―Tranquila, aún tenemos tiempo de sobra ―dijo Daniela, dándole unas palmaditas en el hombro a su hermana.

Alexandra estaba a punto de protestar cuando su papá la interrumpió, tomándole las mejillas como si aún fuera una niña pequeña. Luther era un hombre alto, complacido con la vida pese a todas sus vicisitudes, se sentía realizado en este mundo y no perdía oportunidad de demostrar su cariño. Alexandra lo miró directamente a los ojos y se concentró en su mirada: una dulce, sincera y genuina.

―¿Prometes que vas a escribir cuando lleguen a su destino? Sé que Daniela lo hará, pero tú...

―¡Papá! ―volvió a chillar Alexandra, exasperada―. ¡Si Daniela va a llamar, es suficiente que una de nosotras se comunique! No tiene sentido que ambas lo hagamos si estamos juntas.

Lea, sabiendo que la situación no cambiaría, se apresuró a abrazar a su hija, seguida por Luther. Alexandra, incapaz de contenerse más, comenzó a llorar, y pronto Luther y Lea también dejaron escapar sus lágrimas. Ninguna de las dos quería admitirlo, pero tenían una galerna en sus cabezas. La incertidumbre del futuro y la tristeza por dejar atrás a sus padres adoptivos les sobrellevaban en una melancolía que no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a durar. A pesar de sus ansias por comenzar una nueva etapa, una parte de ellas se resistía al cambio. La idea de dejar el país, la ciudad que conocían y el entorno que siempre había sido su refugio, parecía ser abrumadora. Una sensación ambivalente que les resultaba difícil de procesar.

―Vamos, no tienen por qué preocuparse. No podríamos olvidarnos de ustedes tan fácilmente... Al final, son nuestros padres ―dijo Daniela, uniéndose al abrazo. Alexandra no paraba de llorar y jipiar.

―Tienes razón, hija ―respondió Lea, mirándola a los ojos mientras intentaba no llorar más―. Es solo que cuesta tanto despedirse de ustedes. Todavía recuerdo lo pequeñas que llegaron, y mírense ahora, ya tienen veintidós años.

―Bueno, podrían ser más o menos. Nunca supimos exactamente cuántos años tenían cuando aparecieron en nuestra puerta, pero decidimos que ese sería el día de su nacimiento ―agregó Luther, como si fuera un tema sencillo, mientras abrazaba a su esposa con un brazo.

―Me alegra que esa sea nuestra edad ―dijo Alexandra, secándose los ojos―. No soportaría saber que en realidad tengo veintiséis años.

―Como si ignorarlo resolviera el problema ―suspiró Daniela, ante la respuesta de su hermana.

―Mientras no lo sepa, no tengo que preocuparme, así que sí, para mí resuelve el problema ―respondió Alexandra con suficiencia.

Daniela puso los ojos en blanco, pero tomó sus maletas justo cuando anunciaban en el aeropuerto internacional de Maiquetía que el vuelo 120 con destino a Miami saldría en menos de veinte minutos.

Otra ronda de abrazos y lágrimas recorrió el grupo, incluyendo a Daniela, quien no solía mostrar sus emociones, como la tristeza, con facilidad. Pero, al final, ninguna de las dos sabían cuándo volverían a verlos, si es que alguna vez lo hacían.

Por algún motivo, ambas sentían que esas despedidas y ese sentimiento de dejarlo todo, de dejar cosas importantes, les era familiar, agobiante, y que de alguna forma sentían que si no salían de ahí huyendo, ya mismo, entrarían en pánico.  

―Recuerda cuidar siempre de tu hermana ―dijo Luther, mirando a Daniela. Sabía que, entre las dos, Daniela era como el hijo que no había tenido. No es que ella no fuera femenina, sino que su rudeza le venía naturalmente como un caparazón propio para defenderse del mundo exterior.

De hecho, Alexandra y Daniela eran parecidas en algunos aspectos, aunque no idénticas. Alexandra solía llevar el cabello suelto, era más delgada, se vestía con ropa fina y tenía un aire de sensualidad que atraía miradas. Daniela, por otro lado, usaba su cabello en una única trenza, siempre lo llevaba sujeto, y aunque tenía el cabello tan largo como su hermana, prefería ropa más ligera. 

A pesar de que, sin el consejo de Alexandra, Daniela habría optado por ropa masculina, aprendió a pedirle consejo durante su adolescencia para evitar las burlas en la escuela. No era estúpida, había entendido que debía adaptarse para sobrevivir y evitar traumas innecesarios por banalidades adolescente, y eso había sido gracias a su hermana. Sí, gracias a ella, pudo encajar mejor y no la pasó tan mal por su apariencia. Y no es que se viera mal, en realidad, también era delgada, pero en comparación a su hermana, solo le llevaba una talla extra. Compartían el cabello castaño, pero los ojos de Daniela eran claros mientras que los de Alexandra eran oscuros.

Daniela asintió con una gran sonrisa, ruborizada.

―Será una tarea ardua, pero la protegeré ―dijo, asegurando que sería su protectora.

―Lo mismo te digo a ti, Ale. Cuida de tu hermana de cualquier estúpido. Ya sabes que, a diferencia de ti, ella... bueno, cómo decirlo, tiene menos experiencia con los hombres que...

―Sí, mamá, ya entendí ―interrumpió Alexandra, poniendo los ojos en blanco. Lo último que quería era escuchar a su madre llamarla "mujerzuela".

Después de los últimos abrazos, entraron en la sala de espera. Tras revisar sus boletos y equipaje, se dieron cuenta de que ya estaban a punto de abordar el avión. Mientras caminaban en la larga fila hacia la puerta de embarque, la sensación que experimentaban les recordó un sueño que habían tenido juntas cuando eran niñas. En ese sueño, según Daniela, ella era un niño y no una niña, y según Alexandra, eran bebés cuando les arrebataron de alguna parte. Ambas recordaban criaturas con ojos oscuros, pieles pálidas y colmillos. Y esos recuerdos, dejaban una sensación de que habían cortado sus conexiones con las personas que amaban. Como si hubieran perdido todo. 

Era una locura pensar y decirlo, porque nada de lo que eran parecía tener relación con esas ideas que les rondaban por la cabeza. Aunque ninguna de ellas comentó lo que estaba recordando, mientras caminaban, se miraron mutuamente y supieron que tenían los mismos pensamientos. Instintivamente, Daniela rodeó el hombro de Alexandra con un brazo, una señal silenciosa de que no estaban solas. Estaban juntas, como siempre lo habían estado.  

Treinta minutos después, su vuelo despegó. Alexandra comenzó a llorar de nuevo, y eso hizo que a Daniela se le humedecieran los ojos también.

―No te preocupes, pronto todo mejorará. Ahora solo debemos enfocarnos en nuestras metas en este nuevo país... No sé tú, pero estoy ansiosa por comenzar nuestras nuevas vidas ―soltó Daniela, mirando por la ventana mientras el avión empezaba a rodar.

―Tienes razón, debemos concentrarnos en las nuevas oportunidades ―respondió Alexandra, observando cómo el avión despegaba del suelo.

***

Cuando aterrizaron en Miami, las mellizas decidieron descansar del largo viaje en un hotel, no sin antes comprar los boletos a su segundo destino: Greensboro, Carolina del Norte. Una vez en el hotel, Daniela fue la primera en hacer una videollamada a sus padres. Luther y Lea lloraron, rieron y se emocionaron al saber que sus hijas estaban bien.

―¡Llegaron superrápido! ―exclamó Lea―. ¡Mírense, ya tienen la piel rosadita! ―agregó.

―¡Mamá, apenas tenemos un par de horas en este país! ¿Cómo nos va a cambiar la piel en menos de un día? ―gritó Alexandra desde el baño al escuchar la exageración.

―Parece que está de mal humor ―dijo Luther con una mueca.

―Solo estamos cansadas. Además, ya saben cómo es ―respondió Daniela sin darle mayor importancia.

La videollamada duró cuarenta y cinco minutos, en los que Luther y Lea se dedicaron a darles recomendaciones sobre lo que debían evitar y los cuidados que debían tener. Les recordaron que evitaran lugares solitarios y que no permitieran que nadie se acercara demasiado, entre otras muchas cosas.

Esa noche pasó rápido. A la mañana siguiente, se levantaron a las siete, organizaron todo porque su vuelo salía a las nueve, pero al estar hospedadas cerca del aeropuerto, tuvieron tiempo para desayunar tranquilamente. Pagar no fue un problema, ya que estaban familiarizadas con la moneda debido al sistema cambiario de su país. La moneda diferente no era el reto; lo difícil era la nostalgia que sentían. Las decisiones que habían tomado se debían a la gravedad de la situación política, económica y de inseguridad en su país, sin mencionar el comercio y la escasez de alimentos. Todo esto había sido demasiado para ellas, y por eso habían decidido salir el año pasado.

Después de recorrer aproximadamente 1,200 km en casi dos horas de vuelo, las hermanas llegaron temprano a su destino. Rápidamente se trasladaron y encontraron un hotel económico para hospedarse mientras se establecían. Lo primero y más urgente era encontrar trabajo en un pueblo como aquel. Alexandra estaba preparada, aunque le preocupaba Daniela, sabiendo que a ella le costaban más ciertas cosas. Pero ese día, decidieron descansar. Al fin y al cabo, ya estaban allí.

Ninguna de ellas tenía de lo que se les venía y el tipo de mundo que les colapsaría. 

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