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Capítulo 7: Sala de Profesores

Caminaba entre los pasillos de la universidad, la luz de pleno día atravesaba las ventanas y me acompañaba mientras paseaba por el edificio. Pese a que esta universidad no había sido mi primera opción y habría preferido enseñar en otra, la felicidad que irradiaba mi cuerpo era más que evidente.

Sí, quizás el edificio tenía algún que otro grafitti decorando sus paredes. Puede que la iluminación fuera bastante deficiente y el espacio tuviera un aspecto tirando a anticuado; sin embargo, nada de eso me importaba.

Era profesora de esa universidad, los estudiantes del Grado en Estudios Ingleses me tenían en su lista de profesorado. Poco importaba el estado del edificio o que tan antiguo pareciera, pues en esos instantes me sentía la persona con más suerte del planeta tierra.

Mi sueño siempre había sido el poder impartir clases en una institución así, y cuando salí de mi primera clase hacía apenas unos minutos, después de haber conocido a cuarenta de mis nuevos estudiantes, una ilusión y felicidad burbujeaba en mi interior.

Sabía a ciencia cierta que explicarles a jóvenes adultos Hamlet o cualquier libro clásico de William Shakespeare no era precisamente la clase más emocionante que ellos vivirían en sus cuatro años de carrera, pero el simple hecho de estar enfrente de ellos, viendo sus caras intrigadas por la materia, haciendo apuntes y preguntando era algo más que satisfactorio para mí.

Siempre quise ser profesora, teniendo como inspiración a mi madre. Ella, que desde que yo tengo memoria ha sido profesora de lengua en un instituto, siempre venía a casa con una sonrisa en el rostro, mientras me explicaba las anécdotas que había vivido ese día.

Su trabajo siempre me llamó la atención, pues yo fui de esas alumnas a las que les gustaba ir a clase, que lo veían como algo divertido o como mínimo atrayente. Me emocionaba para empezar el curso cada septiembre, incapaz de retener mi emoción, de volver a pisar las aulas y estar con mis amigos.

No fue hasta que empecé la secundaria que decidí que yo quería seguir los pasos de mi madre. Verla en directo no era para nada similar a oír sus anécdotas. Cuando entré al instituto, la veía a diario.

Desde lejos, admiraba como los alumnos la querían, como sus clases siempre eran amenas pero útiles. Escuchaba los rumores en los pasillos, como los alumnos se quejaban de no tener a mi madre como profesora. Si alguien podía hacer que El Quijote y la gramática fueran tópicos de interés para adolescentes, esa era mi madre.

Sus proyectos y actividades didácticas, las risas que a veces se escuchaban de fondo en los pasillos, las cuales sabías a ciencia cierta que venían de su clase, y como no, las notas altas que sus alumnos siempre sacaban comparadas a las que por mala suerte teníamos la mayoría del instituto, marcaban una gran diferencia y superioridad entre mi madre y los otros profesores.

Cuando, con doce años, entré a la secundaria, lo hice con miedo. Lo más común cuando alguno de tus padres es profesor, es que como este sea visto por el alumnado, marcará tu estatus social y la manera en la que serás tratado durante toda tu educación secundaria. No obstante, nada más me relacionaron con mi madre, el apoyo que empecé a recibir fue hasta saturador.

Todos querían ser mis amigos, todos querían saber como era vivir con la profesora favorita. Siempre, sin importar si nos conocíamos o no, me venían como si fuéramos amigos íntimos para pedirme que les pusiera en la lista de la clase de mi madre ¡Como si yo pudiera hacer algo así!

Al acabar la carrera, me hice profesora de inglés durante un tiempo en un instituto que me pillaba cerca de casa. Obviamente, la ilusión de estar siguiendo los pasos de mi madre era monumental. Amaba a cada uno de esos niños hormonales, y cada vez que me miraba en un espejo, veía a mi madre reflejada. Yo me había convertido en aquello que tanto había soñado ser, pero aun así, no acababa de ser feliz.

Poco tiempo después, descubrí que, tal vez, ser profesora de secundaria no acababa de ser lo mío, que tenía que encontrar un camino diferente. Cada vez se me hizo más claro que, pese a que sabía que la enseñanza me encantaba, los niños no acababan de encajar en mi carrera ideal. No estaba hecha para enseñar a tantos adolescentes, para tener la paciencia de aguantar sus berrinches y sus actitudes inmaduras, dignas de su edad.

Aunque les tenía un cariño impresionante y las anécdotas que tenía cada día eran igual o si no más caóticas que las que me contaba mi madre... Era demasiado agotador para mí.

Fue así como empezaron los meses en donde mi cabeza daba vueltas, intentando decidir que camino iba a escoger para mi futuro profesional. No fue hasta que a Maite se le ocurrió que fuera profesora universitaria. Y pese a que eso significaba volver a estudiar en la universidad para poder ser apta para ese empleo, no lo vi una mala opción.

Tuve que abandonar mi trabajo en la escuela secundaria, pues interfería con los horarios de mis clases universitarias, y poco a poco, empecé a reconstruir mi vida.

Así que, cuando en esos momentos me veía a mí misma entrando a una sala de profesores en la universidad, lista para devorar una galleta y el café de aquella cafetera que parecía haber estado allí durante la mitad de mi vida como mínimo, supe que cada esfuerzo y cambio había merecido la pena.

Con el cuestionable y aguoso café en la mano, me dirigí a mi taquilla para poder sacar el ordenador y empezar a planificar las siguientes clases.

Nada más me senté en la gran mesa central que había en la sala, la puerta de esta se abrió, dando paso a un hombre.

Mi mente se quedó en blanco durante un momento. Ojos azules como el mar, nariz prominente, cabello ondulado y castaño, así como una piel blanca como la porcelana. Por un momento, juré que estaba viendo la viva imagen de Dante, pese a que ambos habíamos muerto hacía siglos. ¿Era posible que un príncipe del siglo XV fuera inmortal? Porque sin duda era casi idéntico.

— Buenas, debes ser una de las nuevas profesoras— Y allí fue cuando la burbuja reventó, pues su voz no tenía nada que ver con él.

La voz del hombre que tenía delante era dulce, algo aguda pero sin perder su toque varonil. No tenía ni el eje carismático ni ese encanto casi mágico que mis oídos escucharon hacía tanto tiempo.

Me levanté para saludarlo, dándonos un beso en cada mejilla por encima de la mesa a modo de saludo.

—Encantada, soy Olivia, profesora de Literatura Inglesa y Norteamericana— Me introducí con una sonrisa

— Un placer. Soy Miguel, profesor de Historia y Cultura de las Islas Británicas, de Estados Unidos, y de alguna que otra optativa — Con la mano hizo un gesto para quitarle importancia, como si no me acabara de decir que enseñaba como mínimo tres asignaturas.

—Eso sin duda es admirable, ¿No le resulta agotador? — Pregunté verdaderamente asombrada, él solo soltó una pequeña carcajada

— No es tan grave como suena, debo de admitir— Sonrió de lado, mostrando una dentadura perfecta que me desconcentró un poco — Cuando llevas un par de años en la enseñanza universitaria, todo parece ser mucho más fácil que cuando empezaste. Como todo en esta vida, es acostumbrarse — Asentí mientras vi como él iba a su taquilla y sacaba un vaso del Starbucks para calentarlo en el microondas.

Se giró para mirarme — Por cierto, no te recomiendo el café de la cafetera — Hizo un pequeño movimiento con la cabeza para señalar la taza de café que tenía en las manos — Hay tanta agua que necesitarás mínimo cinco tazas para que haga el efecto de una normal — Arrugó la nariz de una manera bastante adorable.

Cuando sacó el vaso del microondas, suspiró divertido — Y, por favor te lo pido, no me trates de usted... — Sonrió, escondiendo su sonrisa al darle un sorbo al café — Me hace sentir viejo, no he llegado ni a los treinta — Rodó los ojos, divertido. Yo reí suavemente

— Discul- Perdona, no quería parecer maleducada con un compañero el primer día de trabajo — Me sinceré con una sonrisa, sentándome en la silla de nuevo

— Créeme que lo último que he hecho al hablar contigo ha sido pensar en que eres maleducada — Una gran sonrisa apareció en su rostro, mientras, con su propio ordenador en mano, cerró la taquilla y empezó a venir hasta la mesa

— A todo esto, si no es demasiado personal, ¿Cuántos años tienes? — Preguntó al sentarse justo enfrente mío

— ¡Para nada! No me molesta responder a eso — Sonreí amablemente — Tengo veinticinco, supongo que por el comentario anterior nuestra edad será similar — Deduje

— Más o menos. — Sonrió divertido — Tengo veintinueve, en diciembre cumplo los treinta — Su sonrisa se ensanchó

— ¿De verdad? Para nada diría que eres cinco años mayor — Admití con la sonrisa intacta. Él soltó una gran carcajada

— Por favor, no hace falta exagerar para caerme bien — Siguió con la risa — Pero acepto tu cumplido— Guiñó el ojo antes de fijarse en la pantalla del ordenador.

El guiño me afectó, aún no superaba lo parecido que Miguel era a Dante físicamente, era como si volviera a interactuar con él. Claro que, no eran la misma persona, y eso era visible cuando hacía algún gesto como guiñarme el ojo, pues tenía tan grabado en la mente a Dante, que podía notar incluso la más pequeña diferencia entre los dos.

Su teléfono empezó a sonar, haciendo que se fijara en él. Yo, por mi parte, al ver que la conversación había acabado, volví a centrarme en lo mío y encendí mi ordenador.

— Claro, ahora voy. No te preocupes — Suspiró — Sí, tranquila — Empezó a recogerlo todo mientras yo, casi como excusa para parecer que no lo observaba, planificaba las siguientes clases.

— Bueno, Olivia — Escuché mi nombre y alcé la cabeza, me lo encontré mirándome con una sonrisa grande, pero no tan grande como era la de Dante. — El deber me llama... Pero ha sido un verdadero placer conocerte — Se acercó a mí de nuevo — De verdad deseo poder vernos pronto — Se despidió entusiasmado y salió por la puerta, dejándome sola de nuevo en esa sala.

Bueno, al menos era un sujeto agradable... Pero su apariencia me sorprendía tanto. Era hasta cierto punto terrorífico lo mucho que se parecían, era como si ese azul de sus ojos me siguiera en cada vida que vivía.

Mientras pensaba en las similitudes que tenían las dos personas, pese a ser de tiempos completamente diferentes, me fijé en una pestaña de mi buscador que aún no había cerrado. Cuando la presioné, me di cuenta de que era aquella búsqueda que había hecho hacía semanas sobre el universo, pero que nunca pude entrar.

Miré fijamente la extraña entrada de blog que tanto me llamó la atención la otra vez, y, mientras tragaba saliva con un nerviosismo que no sabía por qué había aparecido, le di clic.

Se abrió un blog, con una parte central llena de letras y decorada por los laterales con unas imágenes de galaxias. El mismo título no llamativo "El universo, una ciencia mezclada con la espiritualidad de aquel que lo percibe. Parte 1: Reencarnación" que parecía haber sido escrito con alguien que dentro de poco se jubilaba, estaba en grande y de un color azul, resaltando entre todo el texto.

Pero para mi sorpresa, acabé leyendo el texto durante horas, pues no únicamente parecía interminable, sino que además era extremadamente adictivo para el lector. Empecé a sumergirme en sus palabras, en sus teorías. Todas las afirmaciones parecían ciertas, muchas cosas de las que hablaba resonaban con mi pasado o presente, era sin duda espectacular.

La alarma de mi teléfono me avisó tres horas después que, en media hora, tenía mi próxima clase. Dejé entonces de leer ese blog, sin embargo, sus frases se quedaron rondando en mi mente, incluso cuando estaba explicándoles a mis siguientes alumnos la clase del día.

¿Sería cierto lo de ese blog o simplemente estaba de manera algo inocente queriendo creer que era cierto para tener algo a lo que llamar real o verídico?

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