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8 final


 A la mañana siguiente, todo parecía más claro, más rápido y más enérgico. Entre juegos y bromas Tiane se le adelantó rápida y bruscamente, Natzala la miró correr en silencio, y algo muy dentro de él gritó de sufrimiento y felicidad, y allí pensativo, reflexionó.

–Te amo–susurrándole al viento.

La brisa en su cuerpo lo hizo avanzar, y le siguió el paso corriendo detrás. Llevaban jugueteando todo el día, desde la noche hasta el amanecer.

–¿Por qué no hacemos una carrera?–gritó Tiane.

–Espérame, te has adelantado.

–A ver quien gana –le gritó la leona corriendo al mismo tiempo.

–¡Tramposa! –respondió él intentando seguirla a toda velocidad.

La leona, mucho más pesada y lenta, corrió lo más rápido que pudo, pero el delgado y ágil guepardo, ya casi la alcanzaba. Lo contempló desde un costado, mirando sus movimientos; eran hermosos, sutiles y delicados a pesar de esa gran velocidad, la elegancia en su correr era admirable. Tiane tenía sus secretos también, y cada vez que Natzala corría esa manera, ya sea tras una gacela o un pequeño jabalí, ella lo observaba sin quitarle los ojos de encima, admirando su cuerpo en movimiento, y era casi como un pasatiempo que nunca la podría aburrir, como si se nutriera de aquella belleza, de aquella perfección.

–Te amo–murmuró la leona.

–Ya verás–volvió a gritar el guepardo.

–Hasta aquel árbol–respondió Tiane muy confiada.

–¿Cuál? Hay muchos.

–Aquel, ese que...–la leona se detuvo en seco, a punto de perder el equilibrio.

Natzala siguió corriendo sin percatarse de nada:

–¿Ya te has cansado? Estás vieja leoncita.

–¡Natzala!–rugió Tiane como nunca antes lo había hecho. 

El guepardo volvió su mirada hacia el frente, y allí, a unos metros, estaba su mayor trauma, su peor miedo hecho realidad,  se le había aparecido  frente de sus ojos.

Vio allí, una masa metálica rugiendo como nunca antes lo había oído, y dentro de este mismo, dos salvajes, los animales de dos patas, los asesinos de la sabana.

–¡Natzala! Corre hacia mí.

El guepardo se giró y corrió lo más rápido que pudo, la leona lo espero aterrada, escabulléndose entre pastizales y arbustos, hasta que algo la hizo saltar del miedo, un disparo, y ya lo había oído antes, cuando era cachorra.

–¡Natzala! –gritó la leona una vez más, esperando que el guepardo volviera a su lado.

–Tiane, vámonos de aquí–dijo natzala al acercarse, La leona le siguió el paso lo más rápido que pudo.

–¡Vamos!

Más disparos a lo lejos, multitudes de pájaros aleteaban aterrorizados.

–¡A ese árbol!–le indicó Natzala.

Ambos llegaron a duras penas, estaban exhaustos y nerviosos. Se acurrucaron intentando esconderse de los salvajes.

–¿Tiane? ¿Qué sucede? –preguntó muy asustado.

La leona estaba aterrada. La masa metálica con los salvajes dentro era muy veloz, y los sorprendió otra vez, apareciendo a unos metros, a toda velocidad, tratando de acorralar a ambos por detrás. Natzala reaccionó, pero su vieja compañera no se movía de su sitio, estaba petrificada junto al árbol.

–¡Tiane!–gritó–. Vámonos.

Ella no se movía:

–No puedo, no puedo más.

–Si puedes, este no es el fin, no nos ocurrirá, no a nosotros–le dijo a la leona algo desesperado, tratando de animarla a huir.

–No puedo...

–Recuerda todo lo que hemos visto, por todo lo que hemos pasado.

–Está tan cerca, ¡Me van a matar!

–El rinoceronte, ¿Recuerdas? Casi me muero esa vez, pero al final, solo debes recordar cómo reímos ese día,lo mismo pasará hoy.

–Cómo olvidar tu expresión–exclamó con una sonrisa nerviosa.

–¿Recuerdas cuándo me viste por primera vez? Estaba tan asustado que no podía moverme.

–Yo también lo estaba.

–Tú decidiste si podíamos estar juntos, y tú eres la responsable, eres la líder, porque no me mataste esa noche, porque viste algo en mí.

–Sí–asintió la leona.

–Mírame entonces.

–Los salvajes, esa cosa se ha detenido, nos van a encontrar.

–No a ellos, mírame a mí.

–Es ruidoso, y se susurran entre ellos. No quiero morir.

–Mírame por favor.

–Se acercan a nosotros, ¡Nos van a matar!, igual que a mi madre, igual que a tus hermanos.

–¿Recuerdas lo que viste en mi?

–Están tan cerca.

–¿Qué viste?

La leona volcó la mirada en su fiel y querido amigo, reflexionó sobre el miedo que sentía en ese momento, Natzala estaba muy asustado, pero aun así la quería ayudar:

–En realidad, al mirarte, experimenté algo que nunca había sentido, algo hermoso. Cuando estás cerca de mí, cuando miro tus ojos, siento como si te conociera de toda la vida, he incluso más.

–Yo también siento eso Tiane, y no sé cómo explicarlo, nunca podría.

–Se detuvo Natzala, la cosa esa, los salvajes, ya no está navanzando¿Qué pasa?

–¡Mírame! Saldremos corriendo a las tres, confía en mí por favor...

–Bien.

–uno...dos...y,... tres.

Los dos felinos salieron corriendo de improviso, lo más rápido que podían, después de escuchar más disparos, se reunieron en otro gran árbol, junto a un pequeño charco para poder descansar una vez más.

–Natzala, ¿Estás bien?

–Eso creo, ¿tú?

–Bien...

Ambos mantuvieron el silencio, a la espera de los salvajes quienes los seguían incansablemente.

–¿Qué sucede? ¿Por qué nos buscan de esta manera?

–No sé.

–Algo está pasando, esas cosas, no son animales, algo debió haberlo molestado.

–¿Qué haremos?

–¡Natzala cuidado! –gritó colocándose encima de él, se oyeron otros dos disparos, esta vez, demasiado cerca.

–¡Corre! ¡Corre! –le gritó la leona.

–Estoy muy cansado, no podré correr mucho más–confesó el guepardo, corriendo junto a Tiane, hacia otro matorrales frente a ellos.

Esta vez, se oyeron nuevos disparos a lo lejos, tantos, que sus corazones y sus oídos ensordecieron, haciéndolos creer que el horror nunca terminaría.

Los dos felinos se reunieron otra vez escondiéndose bajo los matorrales.

–Están muy cerca, los puedo oír–dijo Tiane, tumbándose en el suelo casi sin control.

–Recupera el aliento por favor–le pidió muy agitado.

El guepardo comenzaba a desesperarse aún más, tiritaba aterrado, agachando la cabeza lo que más podía.

–Por favor, respira profundo–dijo Natzala, volteando para mirarla, y sus ojos no creían lo que estaban viendo.

–Me duele mucho–dijo la leona, con una sonrisa triste.

–¡Ni lo digas! –gritó enfurecido.–No...no.

–Natzala...

–calla, no te ha pasado nada, debemos irnos, llegarán en unos minutos.

–Tonto, si solo me duele un poco el lomo, solo es una herida vieja que ha sido abierta a la fuerza–exclamó con una lágrima en sus ojos.

–Tiane, no ha sido nada.

–Natzala, como me gustaría irme a descansar junto a ti, dormir en la rama de nuestro gran árbol, y despertar como hacemos siempre, despertar y verte allí, observando el horizonte, como si recordaras a tu madre en él.

–¡Recupérate por favor!–le pidió llorando.

–Tengo un poquito de frío–murmuró. La sangre se vertían sin control desde sus heridas.

–Pero estamos a pleno sol Tiane, no hace nada de frió... Mírame y no te sigas lamiendo más... Mírame por favor.

–Son dos, parecen ser los mismos, huelen a la misma destrucción y muerte de esa noche.

–Mírame–le pidió Natzala,.

–Sí, son los mismos, han salido de aquella cosa–dijo sin dejar de mirar a las criaturas de dos patas que se acercaban con artefactos en sus manos.

–Tiane.

–Me duele el lomo, me duele mucho.

–No te sigas lamiendo Tiane, es solo tu imaginación.

Le lamió la nariz tierna y suavemente:

– Es solo el miedo. Pasará, ya verás...

–Tuve un sueño, hace unos días –dijo ella, mirándolo por fin a los ojos.

–¿Un sueño?

–Estabas en el... pero yo era una salvaje, como los que nos buscan ahora, como los que vienen allí. En mi sueño te encontré solitario en la sabana, y estabas llorando, porque eras pequeño, eras sólo un cachorro... Tus garras no podían dañarme, y tus patas no eran lo suficientemente fuertes para correr de mi.

Natzala comenzó a llorar sin consuelo.

–Me miraste en un momento y dejaste de llorar casi al instante, te tomé en mis brazos, y te acurrucaste en mi pecho.

Natzala se giró nervioso hacia los pasos de los salvajes que ya estaban muy cerca de ellos.

–Están aquí.

–Mírame ahora Natzala, estoy segura que esto no es el fin... No para nosotros, así que debes marcharte.

–No te dejaré sola, ¡Nunca! Te levantarás, o me quedaré.

–Cuando te encontré no podías correr de mi, solo podías mirarme a los ojos.

–Tiane, me quedaré contigo, juntos, para siempre.

–Y ahora te veo, ahora te encuentro, y ya puedes correr más rápido que yo, per, ya no podrás mirarme nunca más.

–No puedo.

–Corre por favor, te juro que algún día podrás ver mis ojos otra vez, porque yo también lo quiero, y así será, estoy segura.

–Han llegado.

–Júrame que correrás –le Pidió llorando.

–No.

–Te amo–confesó ella–Para siempre.

La leona posó su cabeza en el suelo con delicadeza, cerró sus ojos y expiró todo el aire de sus pulmones, escuchó por última vez la agitada respiración de su amado y fiel amigo. Y en sus ojos y en su corazón, quedó por toda la eternidad esa imagen, la de Natzala juntó a ella, a esperas del final.

–¿Tiane?

La miró en silencio por unos momentos, hasta que los salvajes aparecieron frente a él, y esperó la muerte con toda tranquilidad, llorando al mismo tiempo por la pérdida de su amada, pero ellos quedaron estáticos.

Por qué no me han matado, se preguntó.

Se levantó lento y volteó la mirada,  los miró a ambos a los ojos, con una mirada llena  de odio y furia, una profunda angustia le invadió el corazón y algo lo hizo querer correr.

–Para siempre.

Natzala corrió como para lo que fue hecho, nacido para verse como una hermosa silueta en la sabana.  


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