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7

Pasaron muchos días, muchas semanas, muchos meses. De jóvenes felinos con ganas de conocer el arte de la caza, pasaron a ser dos adultos inseparables, sabios y perfeccionados.

Aquel extraño sueño de Natzala, se volvió un recuerdo muy profundo para los dos felinos, aunque nunca le encontraron relación ni menos explicación lógica.

Ahora eran completamente el uno para el otro, cómo nacidos para estar juntos, nacidos para ser uno, porque a veces se miraban y se reían a escondidas, jugando como pequeños gatitos. Y cuando el hambre era inaguantable, cazaban con sabiduría y respeto, prefiriendo a los más viejos y enfermos, quitando del mundo, siempre lo justo y lo necesario.

Los dos se habían convertido en una especie híbrida, creada por ellos mismos, porque tenían su propia manera de ver la vida, sus propias bromas, sus propias técnicas, y de la misma manera, ambos se amaban en lo más hondo de su ser.

Ambas siluetas felinas se movían entre esa noche, con agilidad entre los pastizales, corrían y murmuraban, palabras al azar, risas casi descontroladas de felicidad.

–¡Mira!-gritó Tiane.

Natzala se volteó abriendo más sus ojos.

–¿Qué pasa?

–Es una cueva–respondió.–No habíamos venido nunca, Entremos.

–Puede ser peligroso.

–No seas cobarde vamos, entra conmigo.

Natzala no respondió, pero le siguió el paso detrás.

Ambos felinos se sumergieron en la cueva, sus patas avanzaban lento y con cuidado, eran pasos que parecían mudos, de movimientos sutiles, nadie los podría haber notado,  su sigilo era perfecto.

–¿Hay lucecitas allá?–susurró Tiane.

–Las veo, son insectos.

–¿Insectos, estás loco?

Natzala apresuró el paso, y Tiane le siguió también, se acercaron a las pequeñas esferas de luz que flotaban alrededor, eran hermosas y delicadas, en realidad eran luciérnagas que revoloteaban en el mismo lugar dentro de la cueva. El guepardo se volteó hacia Tiene, y ella no les perdía la vista, sonreía viéndolas volar a su alrededor.

Ambos se recostaron para descansar.

–¿Quieres dormir aquí?–preguntó Natzala.– Parece un buen lugar.

–¿Dejaremos el árbol solo?–Respondió ella sin mirarlo a los ojos, aún estaban puestos en las luciérnagas.

–¿Y qué le va a pasar?

Ella mantuvo el silencio, siguiendo las lucecitas con la vista.

Natzala sonrió algo aburrido.

–Eso me pasa contigo.

–¿Qué cosa?

–Con tus ojos, a veces, no puedo dejar de mirarlos.

Tiane cerró los ojos y se acurrucó junto a Natzala, ronroneando tiernamente, Natzala le siguió en intensidad, suspirando profundamente para descansar.

–¿Aún la recuerdas?–preguntó dejando un silencio curioso en el ambiente.

–A veces, cada vez menos–respondió acordándose de su madre.–¿Y tú?

–Todo el tiempo–dijo suspirando.

–¿Y qué recuerdas ahora?

Natzala volvió a suspirar:

–No lo sé, solo cosas, como imágenes borrosas... Pero, la sensación es la misma.

–Me acabo de acordar de una mañana que yo estaba tomando agua, y estaba sola. Entonces ella se me acercó y me sonrió, le saludé en voz alta y algo escandalosa, pero ella me calló de golpe, me pidió que la escuchara con atención. Esa mañana me habló de lo difícil que era ser madre, de los riesgos y las condiciones que pone el patriarca de la manada, de lo difícil que puede ser perderlos con otro león que llega y se hace poseedor de todo y de todos, y había que aceptarlo tal y como era, porque las reglas son para ser seguidas, y aunque era cruel y horrible, era muy importante para nuestra especie, porque los más fuertes deben trascender, y los débiles, bueno, deben morir.

–Tiene algo de razón–comentó el guepardo.

–Nunca seré una leona así. – Dijo molesta.–Cuanto tenga mi manada, y sea la hora de tener hijos, no podría aceptar esa condición, preferiría morir.

–¿Una manada?–preguntó el guepardo.

La leona no respondió al sentir disgusto en la voz de su amigo.

–¿Por qué no me lo habías dicho antes que querías tener una manada?

–Bueno.

–¡Suena lógico! después de todo  tú y yo somos diferentes, ¿no? todos queremos estar con los nuestros, en especial un león, porque ustedes no pueden vivir solos.

No quiso responder.

–Me puedo marchar si quieres, me puedo ir y dejarte buscar una vida de verdad–dijo levantándose, estaba dolido–. ¡Lógico! Tenía que llegar el momento para que me lo dijeras–intentó marcharse en ese mismo momento, quiso ponerse a correr lo más lejos de ella posible, pero Tiane se le abalanzó encima en el momento justo y lo derribó con violencia.

–¡No!–lo detuvo gritando–. Nunca dejaría que te alejaras de mí para siempre–dijo furiosa, golpeándolo contra el suelo con una de sus enormes patas.

–Debes darte una posibilidad de ser quien eres en realidad–exclamó con tristeza y dolor–. No puedo privarte de eso, porque somos diferentes–recalcó desde abajo de la enorme leona.

–Pude haberte matado esa noche–dijo muy seria–Y aún puedo hacerlo, soy más fuerte y grande que tú, puedo desangrarte aquí mismo.

–Sólo quiero que seas feliz Tiane–dijo con suavidad.

–Y no podría yo serlo de otra manera–murmuró con lágrimas en los ojos–. Tal vez es cierto, somos diferentes, tal vez en el fondo sí quiero tener una manada, tener hijos, perdona Natzala, pero no lo cambiaría por perderte, nunca.

El guepardo mantuvo el silencio.

–Prometeme que no saldrás corriendo cuando te suelte, porque eres jodidamente más rápido que yo y nunca podría alcanzarte. ¿Me lo prometes?

Asintió algo aplastado y doblado.

Tiane lo soltó ahora ya más calmada. Natzala bajó la mirada algo avergonzado y adolorido, el golpe había sido brutal. Se mantuvo quieto allí, esperando algunas palabras que aliviarán la situación, pero a su vez, Tiane se alejó lentamente hacía la entrada de la cueva, y él no dudó en seguirla.

–Solo somos tú y yo–exclamó la leona al salir de la cueva–. Nada más ni nada menos.

Natzala levantó la mirada y miró hacia el cielo nocturno, inspirando suavemente hacia la esfera blanca, y entre la figura de su querida compañera y los arboles y pastizales, supo que no podría vivir un día sin su compañía.

–¿Para siempre? –preguntó él.

Tiane le sonrió una vez más y se le acercó a lamerle la nariz.

–Para toda la eternidad. – Le susurró.



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