Uno
Los pasos de Zéphyrine apenas se escuchaban, y en cuanto se acercó al cristal núcleo, lo siguiente que se oyó, fueron las cadenas que lo aseguraban caer contra el suelo.
Con un suspiro largo y la cabeza agachada, se aproximó más hacia el cristal en tanto enredaba sus cadenas a sus muñecas.
Tenía enfrente suyo a la fuente de energía más poderosa de todo el reino, pero el objeto era apenas un poco más grande que ella misma.
Las caras del cristal estaban perfectamente desarrolladas, y este resplandecía bajo un tenue color dorado, como si palpitara. Era hermoso, pero no era la razón por la que Zéphyrine permaneció inmóvil, mirándolo.
Perdida en el reflejo, sintió cierta calidez que solo pudo comparar con la sonrisa que le había dado una de las guardianas de su hermano cuando llegó al palacio real, luego de su viaje. Recordó su tímida voz al saludarla, y pensó mucho en sus ojos celestes, como si a pesar de que el recuerdo se sintiera tan afectivo, no existiera relación entre ambas cosas, y supo entonces que había empezado a divagar por los nervios.
Sacudió un poco la cabeza, con la intención de volver a concentrarse, y se aproximó más al cristal. Aunque temía tocarlo, como si fuera a ensuciarlo, su curiosidad la llevó a acercar sus manos y cerrar los ojos.
Ansió sentir lo que su hermano sentía cuando conectaba su propia alma hacia el núcleo.
¿Cómo era saber que cada vida en el reino de las nubes dependía de un objeto tan brillante y precioso? ¿Podría sentir las mismas palpitaciones de cada isla flotante en Wölcenn y la gente sobre él? ¿De cada animal y flor en sus alrededores?
Tal vez, Lyn sí sentía todo eso y más. Tal vez, por eso lo creía más distante, más preocupado...
Quería comprender su carga por un instante y decirle que en verdad lo entendía, pero en su lugar, Zéphyrine no sintió nada.
Había sido inútil; incluso si nació entre las nubes, y no era tan distinta de Lyn, el cristal la rechazó debido a su naturaleza de bruja.
Decepcionada, soltó un suspiro, y acto seguido, apretó más las cadenas en sus brazos, y tiró un poquito contra ella misma
—Si mi deseo es corrupto, toma mi corazón y mi alma junto a él.
Al tirar con mayor fuerza, tuvo que llevar sus manos de inmediato hacia su boca y ahogar el grito de dolor que se asomaba desde su garganta.
A punto de caer sobre sus rodillas, esperó el tiempo que consideró necesario para que la agonía se disipara, aunque no parecía que fuera a detenerse. Sentía de forma muy real cómo algo muy dentro de ella se quebraba, y temía romperse en ese instante.
Sin embargo, apretando sus labios, se obligó a seguir tirando de las cadenas, llevándose a rastras el cristal núcleo fuera de la sala oculta en lo más recóndito del palacio real. Cada paso que daba, debía mitigar más el dolor, pero al contrario, este punzaba en su pecho cuando respiraba o se movía.
El pasillo hacia el salón principal se sentía infinito, y se percibía una inquietante calma a su alrededor de la que dependía al no provocar ningún ruido, por más que al seguir arrastrando el objeto, las cadenas que lo ataban sonaban contra el suelo. Llegó a odiar el sonido de su propia respiración, cada vez más pesada ante un dolor que contenía.
Al ver la salida del castillo, se apresuró para dar por acabada la parte que consideraba más difícil de su trabajo, pero a solo pocos pasos, varias cadenas surgieron del suelo de repente, bloqueando la salida. Con sorpresa, Zéphyrine se volteó, encontrando al chico que lucía casi como su reflejo; aquel que solía acompañarla desde siempre, cuando de la estrella fugaz de la que nació, su último suspiro fue dividido en dos.
Pero ella había nacido como un presagio de dolor para todo ser que amara, mientras que Lyn nació para proteger y darle grandeza al reino de Wölcenn.
—Suelta el cristal, Zéphyrine.
Ella lo miró como si deseara obtener alguna reacción más profunda de su parte. Ni siquiera le preguntaba por qué lo hacía, y en cambio, había elegido mostrar la cara del gobernante dispuesto a proteger el cristal núcleo ante todo, antes que la del hermano que nació a su lado, y que solía conocerla bien, y viceversa.
De no ser porque su pecho ya dolía, habría advertido lo amargo que era, y sin embargo, terminó esbozando una muy pequeña sonrisa ladina, al darse cuenta de lo obvio: si Lyn quisiera hacerle daño, ya lo habría hecho.
Aflojó las cadenas de sus muñecas, y elevó su mano a la altura de sus labios. Sopló con suavidad, y sobre su palma creó un remolino de aire en miniatura que hacía volar todo su cabello, apenas sujetado contra el sombrero que era obligada a usar.
—Adiós, Lyn... —murmuró con una sonrisa más grande, a la vez que escondía su mirada bajo su sombrero en el momento en que el remolino creció más para enfrentarse contra las cadenas que bloqueaban su salida.
Para sorpresa de Lyn, su hermana consiguió destruir las cadenas, convirtiéndolas en fragmentos minúsculos de cristales tornasolados, y antes de que pudiera crear unas nuevas para detener a su hermana, la chica se apresuró en correr mientras arrastraba el cristal núcleo, saltando al precipicio del palacio.
El Rey se acercó a la salida, viendo cómo ella cayó junto con el cristal entre una especie de carroza llevada por dos gigantescas garzas, las cuales empezaron su viaje ante las órdenes de Zéphyrine, alejándose más de Wölcenn.
La chica sostuvo las riendas con fuerza por largos instantes, hasta sentirse segura de que podía soltarlas y dejar que las garzas siguieran su curso hacia el sur, descendiendo un poco más su vuelo.
Como si se hubiera contenido por un tiempo muy largo, llevó ambas manos hacia su pecho, apretándose. No había dejado de doler ni un solo momento, pero incluso con los nervios al tope y la brisa helada pegando a su rostro, podía sentir sus propias palpitaciones.
Por más agrietado que estuviera, si su corazón aún latía, todo estaría bien.
Tan solo debía evitar mirar atrás. Quería repetirse a sí misma todas las veces posibles que no le importaba lo que había hecho y las consecuencias, pero sabía que si se detenía a mirar atrás, no lo soportaría. Remordiéndose los nervios una vez más, recuperó las riendas, y ordenó a las garzas acelerar el vuelo.
Solo cuando pudo divisar tierra firme, el dolor punzante fue amortiguado por una súbita emoción al saber que la mitad de su tarea ya estaría hecha, y que luego de eso, solo tendría que preocuparse de no herirse así nunca más.
En cuanto aterrizó, encontró en las orillas a dos enormes elefantes que llevaban mantos rojos con el emblema de una serpiente enroscándose a una espada, y que parecían esperar por ella. Aunque habría deseado contar con la ayuda de más gente, Zéphyrine estaba agradecida en el fondo de que Cælum de Gewër no pretendiera que debía arrastrar el cristal ella sola por medio desierto. Removió la carroza de las garzas, y la amarró a las riendas de los elefantes, que no parecían notar su presencia, o que les molestara el trabajo que estarían por cumplir. Ni siquiera había establecido un vínculo con ellos, y se portaban de lo más sumisos.
—Nada mal, Cælum... —murmuró entre dientes, haciendo esfuerzo por alcanzar la escalera de sogas sobre uno de los elefantes para poder subir a su lomo.
Al llegar y sentarse, se quitó su sombrero para sacudirse el cabello, y volvió a ponérselo con firmeza. Con un largo suspiro, hizo lo que se había prohibido hacer durante el vuelo, y volteó la mirada. Desde aquella distancia no veía más que nubes y un cielo claro y despejado, y considerando que durante el vuelo no le pareció haber escuchado a las islas aéreas impactar contra el mar, quería suponer que su travesura no había tenido efectos tan catastróficos contra el reino.
Eso, o su hermano se encargó de evitar a tiempo que las islas colapsaran. No tenía ni la más remota idea de cómo lo habría conseguido, y no debía ser su problema en ese momento. Decidida a terminar cuanto antes, realizó su vínculo con los dos elefantes para ordenarles que avanzaran, y ambos obedecieron.
Apenas empezaron a moverse, el siguiente pensamiento en aparecer en la mente de la bruja, fue que para entonces alguien ya debería estar buscándola. Descartó a Lyn porque estaría demasiado ocupado, y ya había demostrado que inevitablemente, su relación con ella le impedía detenerla.
Solo quedaba su Primera Guardia. Los potenciales futuros reyes de Wölcenn, que también debían estar ocupados tratando de salvar su reino en aquellos momentos, pero muy en el fondo, Zéphyrine sabía que alguno de ellos había sido ya enviado ya a buscarla.
Los conocía a todos, y los vio crecer y entrenarse. Sabía sus dones y habilidades, y aunque deseaba sentirse lo suficientemente inteligente para poder saber sus debilidades, no era un juego que se arriesgaría a perder.
«Elyon. Seguro Elyon vendrá a por mí y no tendrá ningún problema en devolverme en pedazos a Wölcenn...», pensó, llenándose de ansiedad, a la par que su pecho volvía a doler.
Arreó solo para decidir concentrarse en el camino, pero el desértico paisaje era de lo más monótono, y sus acompañantes paquidermos eran muy silenciosos, por lo que se quedaba sola con sus pensamientos carcomiéndola.
También podía escuchar lo que los elefantes pensaban, aunque nunca se había interesado por conocer la voz de los animales, y no creía que tuvieran algo emocionante que contar. Como medida desesperada, se estiró un poco hacia la cabeza del elefante sobre el cual andaba, que parecía ignorarla a propósito, hasta que su ojo se dirigió a ella.
—¿Necesita algo?
Zéphyrine se sobresaltó al escuchar en su mente una muy extraña y grave voz, ajena a la suya, y cuidó de no caerse del animal debido al asombro.
Era la primera vez que escuchaba la voz de un animal por telepatía, y se sintió bastante intrusivo y molesto.
—¡No, no! Para nada... ¿Necesitan algo ustedes dos? —Se le ocurrió preguntar, nerviosa.
—¿Tiene comida? —Escuchó al otro, y volteó a mirarlo.
Ni siquiera emitían ningún sonido en realidad, o movían sus bocas, y era extraño para ella escucharles porque jamás esperó que las voces de unos elefantes sonaran de aquella manera.
Sin embargo, tuvo que negar, agachando la mirada.
—Lo siento. Le diré a su Majestad al llegar que les dé algo por su buen trabajo.
Tanto en su mente como en el plano físico, le pareció escuchar a ambos elefantes bufar, como si no le creyeran. No obstante, siguieron su camino, y ya no los volvió a oír.
Se quitó su sombrero y lo usó como un abanico para el calor. No sabía si era eso, o el dolor que ya cargaba, o la combinación de ambos, lo que la hacía sentir que en cualquier momento se desmayaría, pero tenía la obligación de resistir hasta llegar a su destino.
De pronto, como si su ansiedad llamase a la mala suerte, uno de los elefantes hizo sonar su trompa, alertándola.
—¿Qué sucede? —La bruja espabiló, volviéndose a agachar hacia el animal.
—Guardianes de las nubes se acercan —anunció, y fue cuando Zéphyrine sintió su corazón latir con tanta rapidez y fuerza, que no dudaba de que terminaría de estallar.
Aunque respirar se le hacía difícil, tomó grandes bocanadas de aire, y se obligó a mantener la calma.
—¡Está bien, sigan su camino! —ordenó, mientras se aseguraba de que su sombrero estuviera bien acomodado, y trataba de pararse sobre el lomo del elefante, sin perder el equilibrio.
Acercó su mano a su rostro, preparada para usar su don, y podía divisar a la enorme y veloz lechuza que se aproximaba directo a ella.
«Vamos, Lyn, dame lo mejor que tienes...», pensó con osadía, aunque sabía en el fondo que no lo decía en serio.
Sin embargo, en cuando la visión se esclareció más, poco a poco pedía en su mente que se tratara de una broma. Deseaba que por el calor, estuviera alucinando, pero no había manera de que su visión pudiera ser tan específica.
Su cabellera platinada era inconfundible, y aunque era imposible verlos hacia aquella distancia, le parecía curioso cómo momentos muy atrás había pensado en sus ojos, redondos como dos lunas y celestes. Galathéia de Wölcenn no combinaba para nada con el rojo del desierto, y lo más piadoso que podía hacer por ella, sería enviarla de regreso a su hogar.
Pero antes, trataría de divertirse un poco más con la situación, porque aquello solo podría ser una broma de mal gusto de su hermano.
—De todos los guardianes, en qué rayos pensaba Lyn...
No podía evitar sentirse subestimada, y le probaría a su Rey que nada de lo que había hecho se trataba de un juego. En cuanto la guardiana voló casi encima de ella, Zéphyrine le permitió que tomara la palabra primero.
Galathéia siempre fue muy amable con ella, y era la única forma en la que podía devolverle el gesto.
—¡Zéphyrine, detente ahora mismo y deja el cristal! Te prometo que su Majestad tendrá piedad contigo en cuanto volvamos a Wölcenn —declaró la chica de los ojos celestes. Su voz aguda no mostraba temblor ni vacilación, y Zéphyrine notó que estaba por desenvainar lo que parecía una daga muy larga. No obstante, tendría que ser muy rápida si quería hacerle daño.
«Supongo que a este tipo de piedad se refiere Lyn...», pensó la bruja con ironía.
Si tanto le importaba al Rey el cristal núcleo, habría hecho más para detenerla cuando tuvo la oportunidad, y no enviaría a su guardiana más inútil a buscarla. No sabía si tenía demasiada suerte, o el destino se lo dejaba tan fácil.
—¿O qué? —inquirió desafiante—. ¿Qué pretendes hacer, Galathéia? ¿Vas a lastimarme? ¿Tú?
No pudo evitar sonreír al tiempo en que movía sus dedos y un remolino empezaba a crearse, acumulando arena.
La guardiana, en alerta, tomó la bufanda que llevaba para cubrirse la mitad del rostro. La arena y la sal marina podían ser letales para cualquier habitante de las nubes.
Si podía detenerla a tiempo, el remolino no la alcanzaría, por lo que terminó de desenvainar su daga estilete, a punto de saltar.
—¡No hagas estupideces y vuelve a casa, Galathéia! Es mi última advertencia.
Le molestaba que la guardiana creyera que en verdad tenía una oportunidad contra ella, pero no podía culparla cuando el resto de Wölcenn tuvo tantas contemplaciones con sus debilidades. Tal vez, se merecía una lección para que terminara de comprender su lugar en el mundo.
Galathéia hizo caso omiso, y al saltar, el remolino fue por ella, envolviéndola entre la arena.
—Envíale saludos a Lyn de mi parte —murmuró Zéphyrine, antes de hacer que el remolino se volviera mucho más grande y devastador, devorando en su interior también a la lechuza de la guardiana.
Entre el sonido del viento, era imposible que pudiera escuchar sus gritos. Era lo mejor que podía usar a su favor para ignorarlos, por lo que con un movimiento de su mano, ordenó al remolino que hiciera su camino hacia la playa y más allá del mar.
Se desvanecería cuando ella misma quisiera. Cuando dejara de sentir aquel dolor que de repente punzaba con mayor intensidad en su interior hasta hacerla chillar.
¿Iba a morir? Todavía percibía sus propios latidos, muy rápidos, pero a la vez, muy débiles, y las gotas de sudor que caían en su rostro se sentían heladas. Incluso sus dedos temblaban un poco, aunque ella quería atribuirlo a la ansiedad.
Jadeó, casi agonizante, y a pesar de que sabía que ni Galathéia ni ningún otro guardián podrían verla tan débil en ese momento, limpió su rostro y ocultó su mirada bajando su sombrero, y volvió a sentarse sobre el elefante.
Todavía faltaba bastante por recorrer para terminar su entrega.
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