Imponente. JiMin creía que eso es lo que destilaba la presencia de la casa ante sus ojos; una fría y oscura aura tan imponente que parecía tener vida propia. Las malezas habían tomado el jardín frontal de manera que la entrada a la mansión era apenas visible. La leve neblina oscureciendo aún más aquella noche se inmiscuía entre las plantas y su propio cuerpo, causándole un temblor por el frío mezclado entre un atisbo de temor.
Cruzó con cuidado los pastizales que habían crecido tan altos como él ante la vida del tiempo sobre la tierra y se fijó en la puerta añeja y madera rota, notando cómo la cerradura estaba oxidada entre tantas lluvias anuales. Con un firme golpe, la puerta se abrió fácilmente y la oscuridad desopilante se hizo aún más tenebrosa al lograr pasar al interior. Encendió la linterna que había estado sosteniendo durante todo el camino y miró hacia atrás por si acaso; como si estuviese viendo si nadie lo veía entrar ilegalmente a aquella casa.
Dirigió la luz hacia el suelo de madera rota en algunas partes, quemada en otros sitios. El olor nauseabundo se instaló en la nariz de JiMin y éste por reflejo cubrió su nariz y boca con la tela de su bufanda, arrugando todo su rostro ante la arcada que se formó en su garganta. Con el estómago revuelto, trató de iluminar lo más que podía a su alrededor, notando hongos y podredumbre creciendo en el suelo y paredes. Había una gran mancha negra pintada en el suelo que se deslizaba sobre la palidez de la pared y se esfumaba en el techo, producto de un fuego ya marchito. La soledad instaurada en aquel salón que parecía tan lejano a lo que alguna vez había visto le causaba cierto desasosiego, pues ni siquiera un pequeño rincón yacía puro.
Comenzó a caminar en el interior, observando montones de basura desperdigada en el camino, colillas de cigarros y restos de jeringas; probablemente todo aquello olvidado por viejos vagabundos que habían ido a la casa en busca de un techo y resguardo, o tal vez un grupo de adolescentes que sólo quería drogarse tras las paredes de un desconocido lugar. Fuera como fuera, la catástrofe había atravesado la mansión y el dolor de la soledad se había convertido en suciedad y ruinas.
Cruzó pasillos donde antes existían bellos cuadros y estanterías repletas de libros. Caminó por habitaciones que en el pasado estaban teñidas de alegría y cuartos donde la vida alguna vez estuvo residida. JiMin guardaba un nudo en su garganta tras el paisaje fúnebre, porque ya era inexistente la presencia de almas, porque ya ni siquiera una pizca de nostalgia podría darle aquel sitio envenenado de tiempo y muerte. Las paredes salpicadas con grafiti y mugre, el suelo repleto de asquerosos restos de comida e incluso dos perros muertos en distintas zonas del salón y la cocina. Todo, para JiMin, estaba perecido en el lugar.
Subió a la segunda planta después de revisar los muebles viejos y rotos de abajo, aunque éstos ya no tenían nada más que basura u objetos que ni los vagabundos o ladrones querrían. Se encontró a sí mismo merodeando las habitaciones, aun tapándose nariz y boca por el aroma desagradable que desprendía cada sala. Buscó principalmente en la habitación vieja de Aurora, y las lágrimas no tardaron en aproximarse a sus pestañas cuando se encontró con un antiguo desastre.
Contempló, dejando caer la bufanda a sus clavículas, las viejas paredes aún pintadas de morado y celeste, aunque los colores se difuminaran entre hongos, humedad y roña. La cama no tenía siquiera un colchón, sino que estaba cubierta de polvo y tela de arañas; sin embargo, aún estaban pegadas algunas figuritas llenas de mugre contra el respaldar de la misma, despegadas en las esquinas y sólo sostenidas sobre la madera por la misma suciedad. Un pequeño mueble se encontraba caído de costado en uno de los rincones de la habitación, y los restos de un caballete estaban desperdigados a través del cuarto. JiMin se acercó a un escritorio manchado, pasando la yema de sus dedos y trazando un camino sobre el polvillo pesado que yacía allí. Se imaginó, de modo irremediable, la vida de Aurora terminando justo en esa habitación y se preguntó si en sus últimos momentos había pensado en él o si su rostro jamás había cruzado por la mente de la niña en los últimos segundos de su existencia.
—¿Dónde te has ido, Aurora...? —susurró en la frialdad del silencio. Su voz hizo eco entre el ambiente desolado y en su pecho se estrujó un sentimiento de abandono.
Se obligó a despegar sus pies de aquel cuarto, pues ahí no había nada más que una enorme ausencia de vida. Entre los pasillos oscuros del conticinio, sus esperanzas por encontrar algo importante o una minúscula pista sobre lo que había ocurrido años atrás iban decayendo como la luna a través de las horas. De hombros ya caídos y el aliento escurrido por la desilusión, comenzó a caminar a través de aquel largo pasillo por el que solía correr con Aurora cuando jugaban a atraparse.
Y entonces algo le vino a la mente como un chispazo de luz. Sus ojos se alzaron como si tuviese en el corazón la ilusión de ver un cielo brillante sobre él. La luz de su linterna iluminó el techo despintado y el alma le dio un brinco al notar allí en lo alto los bordes de una pequeña abertura.
"¡Tiene un secreto!", recordó haber escuchado desde los labios de Aurora. Su voz se le apareció en la cabeza como el canto de un búho y se le erizó la piel, dejando sus ojos sobre las escaleras plegables que llevaban al ático. Recordaba muy pocas veces haber subido allí porque no era un lugar al que Aurora le gustase entrometerse; JiMin se acordó que ella solía decir que "era un espacio donde él solía descargarse", y con él se refería a su pequeño hermano.
Recorrió con su mirada los pasillos desolados y sucios de aquel sitio. Comenzó a buscar con ansias algún soporte donde subirse y alcanzar la pequeña puerta a la buhardilla, creyendo que allí tal vez podría haber algo de Aurora que le entregara respuestas a su búsqueda. Al hallar una pequeña mesilla en la planta baja, subió corriendo nuevamente al pasillo y apoyó con firmeza la mesa bajo la entrada al ático. Se mordió el labio, secando el sudor frío de sus palmas y se subió con cuidado sobre la superficie, sosteniéndose con una mano de la pared a su lado en el estrecho corredor.
Arrugó el rostro descontento al ni siquiera hallar el gancho para desplegar la escalera. Mordió su labio y volvió a oír en su cabeza la voz de su pequeña amiga. "¡Tiene un secreto!". Y entonces recordó.
Dio vuelta la mochila de su espalda a su pecho y buscó apresurado algún objeto fino y pequeño. Halló un viejo bolígrafo ya sin uso y usó la punta de éste para rasquetear el borde de la escalera. Delineó todo el alrededor con rapidez hasta que la punta del bolígrafo chocó contra algo firme y encontró, por fin, la traba de la escalerilla. Con un movimiento justo y fuerte, las escaleras plegables se abrieron de repente y JiMin saltó en el lugar por el susto, aunque el alivio y la esperanza comenzaron a adueñarse de la concavidad de su tórax.
Con cuidado, bajó las escaleras escamoteables y observó hacia arriba, perturbado por la oscuridad devoradora de aquel sitio. La piel se le erizó cuando alzó la luz de la linterna hacia allí y arrancó agallas desde el más recóndito espacio de su alma, comenzando a subir las escaleras hasta lograr llegar al ático. La linterna pareció parpadear durante un instante y JiMin perdió el aliento hasta que, como si la magia se hiciera presente, la luz de la luna se afirmó a través de un gran ventanal circular. Fue allí, entonces, donde logró divisar el paisaje tan distinto al desastre de las plantas bajas; aquel cuarto de la casa yacía tan perfecto que el alma se le escapó por la boca cuando su mandíbula cayó.
El polvo cubría todos los muebles y objetos que estaban sutilmente desperdigados a través de la habitación. Lo que acarició el corazón de JiMin fue que, claramente, nunca nadie había entrado allí en todos aquellos once años de soledad. Y, en cada rincón visible del ático, se podía percibir aún el alma de un niño, dulce e inocente, revoloteando por paredes, dibujos, mantas y juguetes. Había una cama tendida con dibujos de animales, un gran armario como si hubiese sido creado para jugar a las escondidas y varios muebles en distintos sectores. Sus pasos comenzaron a merodear con sigilo como si temiese despertar a un pequeño, contemplando las paredes pintadas con dibujos torcidos y coloridos, típicos nacientes de las manos de un infante.
Las pupilas de JiMin repararon en hojas colgando contra una humedecida tabla de cartón que se mostraba pegada a la pared. Caminó hasta allí, alumbrando los pequeños dibujos pintados de polvo y sopló sobre éstos para que se esfumara la capa que borroneaba todo. Deslizó su dedo pulgar en uno de los bocetos y contempló, embelesado, la silueta de un pequeño niño sentado entre flores. Tenía la mitad de su cabeza negra y la otra blanca como si estuviese a medio pintar, como si la pluma nunca hubiese llegado a deslizarse en el resto del papel. Observó induciendo sus pupilas en una especie de sueño a través de aquel dibujo, repasando cada línea tan bien expresada con clara paciencia y delicadeza.
¿Un niño había dibujado tal obra? Los trazos eran suaves y experimentados, como si Dios mismo se hubiese evanescido a través de la mano de un pequeño. JiMin, entonces, regresó más de una década atrás donde Aurora le expresaba la admiración que tenía por su hermano pequeño al dibujar:
—Tiene las manos de un ángel, pero siempre se lastima con ellas —había dicho ella alguna vez.
Los ojos de JiMin escudriñaron la posición decaída del boceto y, aunque éste tenía expresión, las líneas pequeñas de sus párpados y el poco detalle de su rostro hacían que su memoria siguiera nubosa entre la lejanía provocada por el tiempo.
Arrancó con cuidado el dibujo de la tabla, y también arrancó varios otros que fue encontrando pegados en las paredes del ático. En los muebles, rebuscó sus cajones y sacó pilas de libros, cuadernos y pequeñas cajas con pertenencias quizá inútiles para su búsqueda, pero a ese ritmo JiMin ya no estaba seguro de qué buscaba realmente; quizá, engañándose a sí mismo, sólo quería alguna cosa material a la que pudiera aferrarse para no terminar por olvidar la vida de Aurora. Sobre el armario también yacía una caja grande de cartón humedecida por los hongos, aunque su interior estaba seco y limpio.
Recolectó tantas cosas como pudo; revolvió la habitación del pequeño hermano de Aurora y dejó todo sobre la superficie de la cama, terminando agotado. Sus brazos dolían por lo tenso que había estado durante toda la madrugada, aunque su pecho sentía gran consuelo al haber encontrado ciertas cosas que parecían importantes para, tal vez, hallar el paradero del hermano perdido. Cargó algunos libros y cuadernos sobre su mochila, y el resto se las ingenió para guardarlas todas en la gran caja casi hecha pedazos. Echó un último vistazo al ático, seguro de que en otra ocasión volvería, pero ahora debía regresar a su casa y revisar cada rincón de lo que había hallado, estando casi seguro de que se enteraría de algo por medio del pasado de un niño.
Cuando sus pasos estaban por abandonar el cuarto, sus ojos divisaron un brillo leve bajo el escritorio de color rojo. Pestañeó varias veces, creyendo que el no dormir había hecho que sus ojos alucinaran luces, pero al acercarse al lugar, notó que no era imaginación suya. Dejó la caja sobre la superficie de madera y se agachó para tomar aquel brillo inmarcesible que se intensificaba en la oscuridad. Acarició la textura de las figuritas y suspiró al leer los nombres de los planetas que brillaban con cierta intensidad opaca.
—A Aurora le gustaba coleccionar estas cosas... —musitó para sí mismo, mirando con añoranza a las figuritas que brillaban en la oscuridad, aunque Neptuno estaba faltando en la compilación.
Guardó también aquel brillo de planetas que se asemejaba a la luz posada en sus ojos tras adentrarse al mundo de los hermanos Feraud. Extrañó, rebosado de nostalgia, la vida que sus irises habían perdido y lo que sus manos ya nunca jamás acariciarían. Antes de salir de aquel rinconcito de inocencia, su mirada atravesó la ventana circular donde se deslumbró ante el amanecer pintándose sobre las nubes del cielo y que, con su escarlata tan intenso, tiñó el campo de margaritas existente en el patio trasero de la mansión.
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