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I


  

Tenía veintisiete años cuando mi Sueño se bajó de mí como un pasajero de un vagón de tren, estuvo unos segundos mirando mi habitación y se sentó en una silla que tengo junto a la cama. Fue antes de que las formas vaporosas del Sueño se volvieran tan habituales en vestíbulos y cocinas, antes del desplazamiento masivo que dejó a tanta gente desvelada a horas inciertas de la noche. En aquellos días una aún se sorprendía: la delgadez plateada del Sueño, su postura informal. La gente llamaba por teléfono a los amigos, disculpándose por la hora, para preguntarles si estaban recibiendo huéspedes no invitados.

Los Sueños eran siempre altos y flacos pero más allá de esto tenían pocos rasgos comunes. Las experiencias variaban: una conocida mía se quejaba de que su Sueño se sentaba largos ratos sobre la cómoda, balanceando las piernas, canturreando; otra, en cambio, me confió que el suyo le pasaba los dedos por las pantorrillas pidiéndole conos de helado de menta. Lo peor era para las parejas y los que convivían: en grupo, los Sueños eran más propensos a portarse mal, como si estuvieran provocándose entre ellos. En mi edificio persistía el rumor de que el matrimonio del ático había encerrado a sus Sueños en baños separados para evitar que lucharan como fieras en la alfombra. Un hombre que yo conocía un poco de la oficina me contó al pasar que el suyo y el de su novio se agarraban continuamente a patadas y le tiraban bollos de papel al gato de Bengala del vecino. Como no tenía con quién pelearse, mi Sueño se preocupaba sobre todo por hurgar entre mis cosas personales; sacaba fotos viejas, llaves Allen y celulares difuntos para después colocarlos como tesoros a los pies de mi cama.

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