Unum
Un
Maisha parecía morirse de la vergüenza, no como su amante (y mejor amigo) Morto. Él se reía con carcajadas tan exageradas que algunos sirvientes se veían sorprendidos de su reacción tan escandalosa, pero esos criados viejos que ya sabían el comportamiento de Morto no se inmutaban. Maisha se acercó al criado que se había caído y le extendió la mano.
—Ven, ponte de pie —susurró con su suave voz, tan calma y tranquilizante—. Lo siento mucho...
—Ragnel —contestó el muchacho, poniéndose de pie con ayuda de Maisha. Aunque tras de esto se apresuró a hacer una reverencia—. Muchas gracias, señor Maisha.
El descendiente de la Vida hizo un quedo asentimiento de cabeza, Morto había dejado de reírse para mirarlo con el ceño fruncido. Maisha se quejó por lo bajo de lo poco considerado que su novio era, ¡dioses! ¡Era uno de los herederos del próspero reino de Iloratz! Un lugar de bellas montañas y humildes edificaciones que le daban un aire de modestia. Lleno de ríos, lagos y valles. Grande y vasto, justo como la decepción que sentía de Morto en ese momento.
Aquel criado era un muchachito joven, de mejillas arreboladas y ademanes tímidos. Accidentalmente había chocado con Maisha mientras caminaba de forma apresurada por los amplios pasillos del Castillo de la Resurrección (nombre que se le daba al palacio donde los descendientes de la Vida y la Muerte residían), al parecer, el jovencito llevaba una bandeja y su contenido se desparramó encima de él.
Morto no hizo más que reírse y señalarlo. Maisha estaba enojado con él, con toda la razón del mundo. Pero Morto no parecía darse cuenta de qué hacía mal.
Cuando ambos finalmente retomaron su camino hacia la biblioteca, Maisha decidió encarar a Morto. Su ceño fruncido le resultaba adorable al hijo de la Muerte, pero su regaño no.
—¿Qué te dio tanta risa? —farfulló, con los brazos cruzados y la nariz enfurruñada—. Todos se quedaron mirándote Morto. Debes de ser más considerado incluso a los que son inferiores a ti en estatus...
Iba a continuar hablando, pero el rostro de Morto cerca del suyo le impidió proseguir con su sermón. Titubeó un par de veces y echó la cabeza hacia atrás, con cierta indignación.
—Perdona, pero tenía que interrumpirte —sonrió Morto, casi con pena—. Vámonos, estoy seguro de que a Babushka le salieron más canas por estarnos esperando.
Sostuvo el brazo de Maisha y casi lo obligó a caminar, haciendo caso omiso al anterior llamado de atención. Como siempre. Él jamás dejaba a Maisha terminar sus discursos dignos de un maestro de Ética.
Cuando arribaron en la biblioteca, ya a Maisha se le había bajado un poco la incomodidad por las acciones de su acompañante. Una anciana mujer los miró desde su lugar junto a un gran ventanal de la ornamentada biblioteca; llena de exuberantes decoraciones. Los libros estaban minuciosamente colocados en libreros de la más fina madera. Y pilares que poseían casi un brillo propio, era un lugar donde la paz se respiraba.
La mirada grisácea de la mujer siguió sobre ellos hasta que llegaron a los sillones individuales que estaban al frente de ella, una mesa redonda los separaba del ceño fruncido de Babushka (nombre que le fue dado desde generaciones anteriores, debido a que los descendientes de la Vida y la Muerte siempre la han recordado como una mujer vieja) y el rechinido de sus dientes. Nadie sabía con exactitud cuántos años tenía Karmela—que era su verdadero nombre—. Ella jamás lo diría.
—Llegan tarde —musitó, enredando su dedo índice en un mechón de cabello blanco—. Muy tarde, de hecho. ¿Qué ha hecho esta vez Morto, mi vida?
—Hoy no he hecho nada más que reírme de un criado que se cayó —espetó el joven, con la voz algo irritada—. No entiendo por qué tanto revuelo.
Maisha fijó su mirada en los brazos de Morto. Estos estaban llenos de abstractas marcas grisáceas y de color negro, como si las hubieran hecho con tinta. Estos "tatuajes" seguían un rastro que recorría hasta su cuello. Él sabía con certeza que su camino llegaba hasta la parte baja de su cuerpo: a sus tobillos. Morto siempre usaba pantalones largos aunque la época fuera de extremo calor.
Esto solo le daba un aspecto que los pobladores de Iloratz asociaban con tempestad, su personalidad tampoco ayudaba. Su cabello negro y gesto de soldado no eran el mejor punto de partida para agradarle a las masas.
—Tú solo eres un necio, eso eres —contestó Karmela—. Pero nada puedo hacer, después de todo, el destino ha fijado a Maisha para que haga esto. Ya estoy muy vieja para aguantar berrinches de hijos de la Muerte.
Deux
Mientras Morto simulaba total atención hacia aquella anciana mujer se dedicó a admirar a Maisha. Al bellísimo Maisha que estaba mordisqueando su rosáceo labio inferior con una concentración que Morto jamás iba a alcanzar.
Sus dedos jugaron entre sí y él se mantuvo con su mirada tan fija en él: en su cabello como la blanca seda y piel como un lienzo de palidez encantadora. Las pecas salpicadas en su nariz y pómulos. Junto a ese recorrido de piel que continuaba hasta su cuello y se perdía en su camiseta de manga corta que no le permitía mirar más allá.
Hubiera preferido ver más allá de esa camiseta, pero estaba en medio de una clase que no le interesaba. No se dio cuenta cuando la anciana señora le chasqueó los dedos en frente de la nariz.
—¡Morto! —gritó ella, con un gesto enfurecido. Su arrugado rostro estaba en una tonalidad rojiza debido a la ira—. ¡Presta atención, maleducado! Si nuestro señor Mors hubiera tenido una hija, sería todo más fácil. ¡Una jovencita sumisa y amable sería fácil de controlar! Oh, querido Señor de la Muerte, ¿hice algo para merecer este castigo?
Las instrucciones de su coronación era el tema de aquella tediosa y aburrida charla que Morto sin duda no quería escuchar. Cómo descendientes directos de la Vida y la Muerte, tanto Maisha como él debían de saber aquel protocolo al pie de la letra. Pero la explicación resultaba tan insípida que prefería mirar a Maisha, o de lo contrario iba a terminar dormido en plena lección.
—Babushka, Maisha y yo tenemos bien claro de qué va la coronación, hace dos años estudiamos esto, por si no lo recuerda —Morto musitó, con ese gesto tan vulgar de siempre, con ese irrespeto que lo caracterizaba.
Tan solo le repetían un poco más de lo mismo. Sus deberes como herederos, lo especiales que eran por ser elegidos por el destino para nacer de las entrañas de los dioses. Esa era una gran peculiaridad que tenían los monarcas de los reinos que dominaban el mundo: cada cierto tiempo, los dioses de la Vida, Muerte, Tiempo, Luz y Naturaleza tenían descendencia. Estos eran elegidos para gobernar sus respectivos reinos, por ello no era necesario que tuvieran sus propios hijos. Aunque en Iloratz se había dado más de un caso donde los herederos terminaban teniendo hijos entre ellos.
Estos niños solían quedarse como embajadores en los demás reinos cuando sus padres fallecían, o con altos cargos en la monarquía de Iloratz. Pero jamás iban a reinar.
A Morto y Maisha les recordaban todo esto antes de su coronación. En realidad, hacía dos años que debían ser coronados, ambos al cumplir los veintidós años. Pero ciertos acontecimientos con el reino vecino (quienes tenían por patrona a la Señora del Tiempo) dieron el inicio a un increíble nudo lleno de conflictos bélicos. Donde ambos reinos perdieron tantos civiles y militares que decidieron poner a un alto.
Por desgracia, ese alto era un gran desagrado para Morto D'Stephanov.
Para detener aquel conflicto y no desagradar a Tempo, Señora del Tiempo, decidieron comprometer a los descendientes de la Muerte y el Tiempo. Como un signo de paz entre reinados y unión definitiva. Con la esperanza de que los siguientes años fueran de próspera convivencia. Era claro que la relación de los herederos del reino de la Resurrección no era pública, tan solo Karmela tenía conocimiento de ello.
Dos entes tan complementarios decidieron reinar en el mismo lugar. ¿Por qué de repente deseaban separar a su legado?
Karmela los miró con los ojos entornados, como si pudiera leer sus oscuros y más profundos pensamientos. Algunos llenos de cosas que no deberían salir a la luz del día. Ella cerró el pesado libro lleno de barrocas ideas y palabras que Morto sabía de pies a cabeza y se puso de pie en el umbral de la puerta. Con un carraspeo, dejó de mirarlos de esa forma tan profunda y analítica.
—Espero que esta vez sean más cuidadosos cuando están a solas —la pálida tez de Maisha se tornó tan rojiza como las cerezas maduras y tan cálido como el chocolate caliente. Morto soltó una carcajada grave y algo desafinada—. Morto, recuerda que debemos hablar más tarde —indicó ella, antes de cerrar la puerta con movimientos propios de una dama de alta cuna. Delicados y precisos, sin azotar la puerta o hacer el mínimo ruido al irse.
Aquellas palabras hicieron a Morto mostrarse todavía más borde, respirando con furia. El delicado y servicial Maisha posó una de sus manos con venas azuladas en el muslo de Morto, esto logró reconfortarlo un poco.
Pero solo pensar que debía casarse con Timp O'Tarllie le causaba terror. Era un pavor que le recorría cuando la idea le llegaba a la cabeza, como un espanto. No quería besar a nadie que no fuera Maisha... ¡justo en sus narices! Se le encogía el corazón en un doloroso movimiento que le era insoportable.
—Es sobre tu compromiso ¿No? —preguntó él, con sus verdosos orbes fijos en el rostro tenso de su amado. Siguió acariciando su muslo—. Sabes que en esas cosas no hay amor.
Morto pudo detectar la tristeza que sus ojos reflejaban, con la misma precisión que un rastreador encontraba los vestigios de alguna bestia de su interés. Era casi aterrador.
Maisha era su alma gemela. Había nacido el mismo día que él y justo a la misma hora. Ambos estallaron en llanto de forma sincronizada y el momento calmo tras su nacimiento llegó en conjunto. Aquella similitud no se veía hacía cientos de años y según las Profetizas del Destino esto no era solo una casualidad, era algo más grande, intenso e inquietante. No era una coincidencia agradable y jocosa.
Aunque Destino era alguien azaroso y con poca consideración por los mortales.
El hijo del dios Mors se comportaba con mayor tranquilidad junto a Maisha, nadie más veía ese lado de él. Tan dócil, sumiso e incluso se aguantaba los comentarios inapropiados cuando estaba en su presencia. Con un aura de cariño tan densa que era difícil creer que ese hombre era Morto.
Levantó su mano derecha y la posó en la cabeza de Maisha, sus dedos se deslizaron entre los mechones blanquecinos de cabello. Sus caricias eran parsimoniosas y amorosas. El hijo de Vita recostó su cabeza del hombro contrario y un suspiro lleno de pesadez salió de sus gruesos pero pequeños labios rosáceos.
—Sé que la princesa Timp se siente atraída hacia mí —comentó Morto, con voz calma y en un bajo volumen. Esto sin abandonar su tarea importante de hacer caricias en la cabeza de su amante—. De una forma especial.
Y al recordar ciertos sucesos, Maisha no pudo evitar tener una extraña sensación. Un sentimiento que se comenzaba a expandir por su tronco y extremidades, en todo su organismo. Se estremeció ante la aparición de una sensación tan arrasadora y llena de peso como esa, intentó apartar la imagen que se reprodujo en su cabeza. La joven Timp robándole aquel torpe beso a Morto durante el baile de la última reunión de reinados.
Lo había hecho como si ella tuviera posesión del alma de Morto, parecía no darse cuenta de que los ojos de Morto miraban a alguien más. Maisha estaba seguro de que solamente él podía experimentar ese tipo de emociones con Morto, a pesar de que tal nivel de amor hacia aquel hombre pudiera perjudicarle a ambos. Eran dos almas entrelazadas.
—¿Qué hora es? —preguntó Maisha, en un murmullo.
—Faltan... —Morto revisó el reloj que había en la pared. De sus finos labios salió un resoplido—. Treinta minutos para las nueve.
Pronto Karmela tendría que llevarse a Morto para darle la charla de su compromiso y como debía de comportarse. Porque sin una guía en especial el muchacho iría a echar todo a perder con su temperamento tan intratable, con su mal carácter y poca disposición. Maisha seguía comiéndose la cabeza en el intento de entender por qué el problema se debía resolver con un matrimonio. Un método tan anticuado y poco agradable para al menos uno de los dos lados de él, en este caso, Morto.
No fue capaz de recordar cuando cayó dormido y Morto lo cargó como todo un caballero hasta su habitación. Tampoco pudo ir a espiar la conversación de Babushka con su pareja. Pero tuvo la suerte de no escuchar las vociferaciones llenas de ira de Morto ante las peticiones de la sabia mujer, Maisha no estaba. Nadie pudo controlar su arranque de rabia hasta que él mismo decidió irse por su cuenta.
Unos alaridos de dolor interrumpieron el sueño de Maisha, quien reaccionó apenas abrió los ojos. Sus piernas se dirigieron de inmediato hacia la habitación de paredes gruesas donde Morto estaba en una esquina. Sus ojos inyectados en sangre y bien abiertos, observando en dirección a la puerta casi con anhelo.
A la medianoche, los estragos y consecuencias de aquellas marcas abstractas en la piel de Morto empezaban a hacer de las suyas. No obstante, Maisha era el único que podía apaciguar la metamorfosis por la que el hijo de Mors pasaba cada noche.
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