Ensayo general
Después de esa larga temporada entre las sombras en mi propio mundo, pude volver a mi hogar a descansar un poco. Tras todo el trabajo realizado, pasear por bulliciosas calles era cuanto necesitaba: nada de notas, ni movimientos, ni explicaciones, ni direcciones ni nada. El silencio de mi propio mundo era más de lo que jamás pudiera haber deseado pero, aún así, había llegado a extrañar el bullicio de la ciudad, así como el conservatorio en el que me formé.
Lo primero que hice tras atravesar las puertas del gran edificio fue ir a visitar a mi maestro. Y lo primero que hizo él fue señalar mi pálida piel, mi ya extrema delgadez, mis amplias ojeras y, ante todo, las llagas de mis dedos.
—¡Pero buena mujer! ¿¡Qué has estado haciendo estos días!? —así exclamó al tiempo que me cogía de las muñecas para ver esas desastradas manos que no se creía que pudieran llegar a tener tantas heridas.
—Nada demasiado importante, la verdad —mentir como una bellaca ante alguien que leía la verdad en los ojos de cualquier persona no iba a cortar la conversación en ese momento. Pero prefería que él supiera de esta manera que ocurría algo que me superaba en mucho.
Como imaginé, la cara del maestro Daniel se torció en una leve mueca de incredulidad. Me miró preocupado, atento a todos los cambios en mi expresión, para captar algo que no quería decir de viva voz. Mi leve sonrisa le sirvió para disipar todas sus preocupaciones.
—¿Ensayando con tanto ímpetu para el concierto? —el maestro se fue retirando hacia el atril del director, ya con todo preparado para el ensayo planificado ese día. Quizá por los nervios de su compromiso, había llegado horas antes que ninguno de los músicos a los que tendría que dirigir. Ahora, allí, sólo estábamos él y yo en la sala.
—Tal vez para algo más —suspiré. Tal suspiro atrajo, de nuevo, la atención del ya curtido músico y mejor persona. Una vez junto al atril, se sentó en los escalones, con su mirada a la altura de la mía.
—No llegará nadie hasta dentro de al menos veinte minutos, ¿hay algo que quieras decirme?
—Si sólo fuese por querer, ya se lo habría dicho —yo, por mi lado, me senté en mi asiento, el primer violín—. Hoy sólo quería tomarme un día de descanso antes de lo que me toque hacer. Tras eso, ya volverá a verme más a menudo.
—No te noto miedo pero andas nerviosa, siento que estás agotada pero te niegas a caer al suelo como si hubiera algo que te mantuviera en alerta, ¿tú tocando hasta la defenestración de tus dedos? —su voz, grave y paternal, daba un toque dramático que a mí me hizo sonreír—. ¿Para quién vas a tocar?
—Para un público muy exigente —¿para qué servían las palabras con él? Toda explicación complicada se hacía realmente sencilla con su mirada posada en mí—. Mañana tengo que acudir a un concierto para el que me he estado preparando estos últimos días.
—¿Y vienes para...?
—Para pedirle que venga, si no le resulta una molestia —tendría todo el apoyo de los Lobos, de mis padres, de mis hermanos y de todo aquel transeúnte que estuviera presente, pero yo necesitaba algo más que eso. Necesitaba que todos los ojos que decían admirar mi música estuvieran presentes. Necesitaba transmitirles todos esos sonidos que esperaba arrancar una sola vez en toda mi vida. Quería que todo el mundo cumpliera esa función que sólo la gente de luz podía cumplir. Pero no por mí, sino por el terrible Abel.
—¿Dónde y cuándo? —la amplia sonrisa del maestro era todo cuanto esperaba de esta visita. Sonreí levemente, agradecida por su comprensión.
*
Tal como planeaba, pensaba olvidarme un tiempo de mis deberes y distraerme un poco dando un paseo por la ciudad. Nada de Lobos, nada de Contracorrientes, sin hacer distinciones entre mundo de la luz y de la oscuridad. Simplemente, una chica que deseaba, como de costumbre, estar tranquila.
Pero lo que le pedí a mi maestro se volvió en mi contra: Lo tenía en cuenta pero, ciertamente, no tenía la menor idea de las consecuencias de mis actos. Ahora que le había pedido a mi maestro que acudiera a ese concierto que iba a tocar para Abel, éste "se había ido de la lengua". En otras palabras, medio conservatorio se había enterado. Este insinuó el aviso al resto de aspirantes a músicos. Éstos, a sus familias. Y éstas, a todo aquel dispuesto a escuchar.
Hasta el punto de que el rumor se extendió como la pólvora: La fiebre por ese extraño concierto que iba a tocar la habilidosa Neth, la virtuosa del violín, estaba en boca de todos. Cuando me di cuenta, la gente me estaba señalando, hablando en voz baja para no molestar a la chica de los dedos rojos, cuchicheando lo que pasaría al día siguiente, tratando de dilucidar por qué razón me había decidido a tocar entonces y en ese lugar...
Actuaba mejor bajo presión, pero eso no quitaba de que me molestara muchísimo tener tantas miradas fijas sobre mí... era extraño: Hasta entonces no me di cuenta de la influencia que, realmente, tenían mis notas y canciones sobre las gentes de esa ciudad.
Fuera de allí, era conocida únicamente en los círculos orquestales. Popular a ojos de empresarios, directores de teatro y de orquesta. Pero la gente en general no me conocía, cosa que en esa ciudad, era exactamente lo contrario. Sólo los que me escuchaban alguna vez en vivo comprendían lo que trataba de transmitir y, tal sentimiento, era deseado por todos que se aprestaran a darme sus oídos para que se los revolucionara con mis notas.
Primero, unos cuantos profesores disfrutaron de mis melodías cuando no tenían otra cosa a la que prestar atención. Esos mismos profesores transmitieron sus conclusiones al director del conservatorio y éste, maravillado por mi dominio, me llevó al escenario del teatro por primera vez. Después de eso, los exquisitos oídos de los asiduos del gallinero y de los palcos captaron algo que luego desearon transmitir a sus familias, un algo que sólo esa chica de metro setenta y poco, probablemente compañera de instituto de sus hijos, podía ofrecer. Estas personas contagiaron su gusto a sus amigos, a sus familias, a sus conocidos... cada vez más y más gente.
Y yo actuando como una pasmarote, sólo para mí, sin caer en la cuenta de que cada vez atraía más y más miradas.
Me daba cuenta de que tenía a toda una ciudad a mis pies; que, mirara a donde mirara, cuanta persona captara, me contemplaba con simpatía, ya fuesen esas chicas que parloteaban delante del instituto charlando de banalidades, ya esos adustos ancianos que jugaban a las cartas en el bar que se quejaban con voz amarga de cuanto se relataba en las portadas de los periódicos, ya el tendero de la tienda de la esquina que atendía campechano a sus parroquianas, ya los niños que un buen día fueron arrastrados al teatro y que ahora me suplicaban para que les tocara algo... yo los conocía a todos y ellos a mí.
Yo conocía todos los mecanismos para lograr que sintieran y pensaran lo que quisiera.
Yo, que no me dejaba llevar por el pánico en casi ninguna situación, no tenía miedo de esta capacidad de la que ahora era consciente.
Yo...
...me di cuenta de algo...
Algo que, por primera vez durante esta extraña historia, me causó verdadero miedo. Un terror que me arrebató la respiración una vez me di cuenta de lo que implicaba esa idea que se cruzó por mi cabeza, como quien no quería la cosa. Algo que me hizo saltar a la primera sombra que encontré, sin prestar atención a si alguien me había visto o no.
Tuve que huir, alcanzar un lugar en el que sólo una persona pudiera llegar a mí.
—¡Daa! —el clamor de mi llamada rebotó en las paredes de las cavernas de las sombras y sus ecos me trajeron al hombre de la cabeza de coyote.
—¿¡Qué os ocurre que me llamáis tan presta!? —Daa, sorprendido, llegó junto a mí justo en el instante en el que mi voz dejó de resonar en las cavernas de las sombras. Y no me extrañaba que se mostrara tan extrañado: era la segunda vez que levantaba la voz de esa manera, y esta vez no había una razón evidente para gritar con tanta urgencia.
Sin embargo, me mantuve en silencio un buen rato, incapaz de encontrar las palabras necesarias para explicar mis temores... si es que me decidía a contárselos. No. ¡No podía! ¡Ahora comprendía las insinuaciones de Dijuana! ¡Qué terrible mujer! ¡Fue incluso capaz de mirar más allá de lo que nadie había mirado en mi interior! ¡De comprender lo que ni yo misma comprendía de mí misma! ¡De ir más lejos que cualquier ser humano y contemplar el secreto más profundo de mi alma!
Y Daa, en su educación, no comentó nada. Esperó, paciente, a que recuperara el aire y a que ordenara mis ideas, unas que él comprendía que estaban un poco desordenadas y alborotadas. Estaba segura que su mente, aunque llena de experiencia, no era capaz de imaginar, tan siquiera, la verdad que había encontrado su líder. Así sabía que era de lento.
Pero con esa idea golpeándome en todas direcciones, no podía dejar de temer a cualquier persona que se encontrara ante mí.
Daa aguardó mientras yo me apoyaba en la pared de esa caverna, mientras intentaba mirarle a la cara dudando en todo momento. Casi no podía encadenar dos palabras una detrás de otra a causa de la congoja que inmovilizaba todos mis músculos sin remedio.
Quizá ya algo impacientado, sentí cómo el corpulento Lobo se inclinaba ante mí y me dirigía una mirada en silencio, para darme algo de apoyo en ese momento tan difícil.
—Daa —el hombre de cabeza de coyote se tensó, como a la espera de cualquier cosa—. Quiero adelantarte cuál será mi segundo deseo —sentí un mareo de vergüenza al pensar tan pronto en eso. Pero, visto lo visto, no podía hacer otra cosa.
—¿Hum? ¿Cómo es eso, señorita?
—Te lo digo ahora por la simple razón de que quiero que lo cumplas justo en el instante en el que toque la última nota de la canción que tocaré para Abel —Daa, con su expresivo rostro animal, me miró extrañado—. Deseo... —suspiré, ahora más tranquila al verme ante un ser tan corto de entendederas — ...quiero ser completamente olvidada.
*
En ese oscuro y estrellado mundo mío, mis padres, hermanos y yo, realizamos el último, definitivo y precioso ensayo final. Durante casi veinte minutos, nuestras interpretaciones llenaron ese espacio vacío con sólo dos oídos prestándonos toda la atención que merecía nuestra obra.
Fue terminar y escuchar como Merlín alzaba un grito entusiasta más allá de su falta de aire, proclama a la que se unió Lírmetes que rió alborozado al sentir como sus manos no fallaban en el manejo de la percusión. Mi madre, con su voz agotada, no dijo nada más después de su larga declamación y, simplemente, se sentó en el suelo al tiempo que mi padre se estiraba los dedos, satisfecho por su sublime interpretación. Todos, incluido el discreto Daa, mostraban señas de alegría.
Menos yo.
En el fondo de todo, seguía sintiendo ese terror en mi mente, tanto que, cada dos pases con mi arco, tenía que controlarme para que no se completara el proceso que se había iniciado en el momento en el que me había dado cuenta de lo que más deseaba en el fondo de mi alma.
No podía ceder. ¡No aún! Necesitaba mantenerme en mis trece, sin ceder a esa fortísima tentación que tiraba de mí hasta el fondo del abismo, uno del que no podría volver si atrevía a asomarme.
Completado el ensayo, no había razones en mí para seguir en esa explanada. En silencio, como siempre, me retiré a mi habitación en el único edificio del mundo sumido en una noche eterna. En teoría, descansaría y tal era mi deseo. Pero no sería por mis brazos agotados, mi barbilla irritada y por mis dedos vendados. La razón era otra...
...razón que, nada más verme en el pequeño espejo del baño de esa casa, por poco no me arrancó un alarido. Iba a aplicar mis uñas contra eso cuando otra presencia se adelantó a mis intenciones, me tapó los ojos y me taponó la boca.
—No tengas miedo —Dijuana. A pesar de lo repentino y violento, había dejado de ser esa presencia poderosa y burlona con la que me había encontrado en otras ocasiones. Ahora que ella lo sabía, de alguna manera, sentía aún más miedo y, sin embargo, alivio al mismo tiempo—. No imaginaba que tenías esta clase de deseos. Échame la culpa si quieres por no haberme dado cuenta antes.
Con mi mirada bloqueada fui capaz de apartar mis ojos de lo que tanto terror me había causado. Me tranquilicé. No valía la pena ya preocuparse por lo que había visto: Ya era humo...
Dijuana, al notar que la causa de mis temores se había disuelto, retiró su mano de mis ojos y pude volver a ver mi rostro en esa oscura casa, lo mismo que la de mi ahora salvadora.
—No digas nada —me advirtió ella—. No hables. Ni una sola palabra. Sólo una hará que vuelvas a pasar por todo esto. Y tú no quieres eso, ¿verdad? —retiró su mano de mi boca y yo, tras unos segundos, asentí secamente—. Cualquier cosa que digas será para contarme lo que has pensado, lo que has deducido y a dónde llevan todas tus reflexiones —continuó—. No lo hagas. Ni a mí, ni a Daa, ni a tu familia ni a nadie. Necesito que tu violín arranque los sonidos que tu destino te ha arrebatado de tu voz —escucharla me aplacó completamente y, por sus manos, fui guiada hasta mi mullida cama—. Recuerda: Ni una palabra...
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