Capítulo 7- Ideas para una portada
Javier estaba tan concentrado en observar aquella extraña pero a la vez hipnótica foto, tratando de interpretar la expresión de las miradas del hombre y de ese bello gato, que no se dio cuenta de que Daniel Correa estaba detrás de él, absorto en la contemplación de su dibujo. Cuando lo vio soltó todo, y su carpeta cayó al suelo y se abrió para dejar a la vista el dibujo en carbonilla de Marco.
—Señor Correa… Yo… —balbuceó el chico, pero Daniel levantó la carbonilla del piso y la observó con detenimiento:
—Qué bello gato… Ese pelaje negro…, es casi como si pudiera acariciarlo… —Luego observó el dibujo que Javier estaba haciendo y que también había ido a parar al suelo—. Lograste lo mismo con el pelaje de Snow…
—¿Snow? —Javier recordó la tumba del jardín—. ¿Era su gato?
—Sí. Murió hace años —respondió el hombre, y lanzó un suspiro—. Lo enterré bajo su árbol favorito…
Daniel Correa no parecía ser un anciano, como creyó Javier, pero lucía abatido: sus hombros se habían encorvado y su andar no parecía muy estable. Llevaba un pijama y una bata, y el cabello gris largo y despeinado.
—Lo siento —se disculpó el chico—. Ese es mi gato. Se llama Marco.
—Marco… Es un buen nombre. —Daniel intentó sonreír, y en ese momento la escritora de su biografía entró a la habitación. Al verlo junto a Javier, lo miró con miedo:
—¡Señor Correa! —exclamó, espantada, como si la sola presencia del joven dibujante en la casa pudiera provocar que el músico los echara a los dos a la calle—. ¡Javier Ibañez ya se iba…!
—No. No quiero que se vaya, Sol —objetó el músico—. Sus dibujos son muy buenos.
«¿Así que se llama Sol?», pensó Javier, y entrecerró los ojos mientras observaba a la chica con una mal disimulada sonrisa de triunfo: esa maleducada iba a quedarse con las ganas de sacárselo de encima.
Sol también lo observó con los labios apretados y las mejillas tensas: no sabía cómo había hecho ese chiquillo para ganarse la aprobación de Daniel Correa en un rato, cuando a ella le había llevado semanas que le respondiera sus preguntas.
—El almuerzo está listo, señor Correa —anunció la empleada.
—Gracias, Ana…
—¿Pongo otro plato para el joven caballero, señor?
A Javier le hizo gracia ser llamado «Joven caballero», aunque lo asombró la respuesta del dueño de casa:
—Sí. De ahora en más agregá otro plato para este muchacho. Él va a ser el dibujante de mi libro.
***
Javier ya no tuvo que pedirle la moto a Víctor: como se había transformado en el dibujante oficial de la biografía, Sol lo llevaba en su auto a la casa de Daniel Correa, y aunque su relación era un poco tensa, por el camino le hablaba de la personalidad de ese famoso músico para que no volviera a cometer errores con él:
—Vivió unos años en Londres y después volvió a Uruguay. Tenía a su gato Snow y a una vieja ama de llaves, Mercedes, que murieron hace tiempo. Ahora Ana es la única persona que lo cuida. No le hagas preguntas a ella porque no va a decirte absolutamente nada. Tampoco le hagas preguntas a él. Es un hombre muy reservado en lo que se refiere a su vida privada, y quiere que la biografía sea solo de su carrera musical.
—Está bien —respondió Javier, que estaba interesado en saber algo más sobre ese hombre, para inspirarse. Sol le había dado a leer las partes más importantes de la biografía, y el chico elaboró algunos bocetos que le resultaron demasiado insulsos como para una portada: necesitaba una imagen fuerte, algo que llamara la atención. No deseaba mostrar simplemente la cara del músico, un oboe o una partitura. Quería hacerle preguntas por su cuenta.
Javier no le dijo nada a Sol, pero estaba intrigado con la fotografía del hombre y el gato: tenía el boceto en su casa, y le había prometido a Daniel Correa que cuando lo tuviera pronto, se lo regalaría.
También le había hecho otra extraña promesa: el músico quería conocer a Marco, y Javier, llevado por la compasión hacia ese hombre que había perdido a su mascota, le dijo que lo llevaría de visita.
***
Daniel estaba sentado en un sillón, cerca del ventanal de su escritorio, el mismo que daba al fresno del jardín, y por el que había visto por primera vez a Javier cuando miraba la tumba de Snow. A través de los vidrios entraba un resplandor tibio, y el hombre disfrutaba del clima mientras le relataba a Sol una etapa de su juventud en la que había dado algunos conciertos en Estados Unidos.
—¿En qué ciudad estuvo, señor Correa? —preguntó Javier de pronto, y Sol lo miró como para matarlo. El chico no le devolvió la mirada: estaba seguro de que iban a tener una discusión cuando volvieran a Montevideo, pero para eso faltaba un rato.
—Nueva York; más precisamente en Brooklyn —respondió el músico, y cuando Sol trató de guiarlo para que siguiera hablando de su viaje, Javier volvió a interrumpirla:
—¿Recuerda algo de esa ciudad que le haya llamado la atención?
Había muchas cosas de su estadía en Brooklyn que Daniel no quería recordar, y otras que no podía decirles; pero algo llegó a su memoria:
—Era otoño, y me gustaba salir a caminar por una avenida llena de árboles de arce, con sus hojas que de a poco se ponían amarillas y luego rojas antes de caer. Allí me aficioné a las castañas asadas que vendían en una plaza… —Daniel sonrió ante ese lejano recuerdo de su juventud, y Javier hizo algunas anotaciones.
«Hojas de otoño… Castañas asadas». No sabía si algo de eso le iba a servir, pero todo era mejor que la espantosa idea de la partitura y el oboe.
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