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Capítulo 55- Hielo y fuego

Daniel sentía un fuego que lo quemaba por dentro. Las caricias de Gabriel eran más toscas y urgentes que las que recordaba de André, y su cuerpo parecía ser más grande, trabajado por los años de ruda labor como capitán de barco y por las caminatas recorriendo Isla de Borneo. Hasta su piel era diferente: le descubrió un tatuaje en el hombro que jamás había visto en su amado. Pero su cara era la misma a pesar de los años. Esos ojos lo miraron con el mismo cariño, y su boca lo besó con la misma ternura. Al menos al principio.

Daniel hundió sus manos en aquel cabello de nieve y se dejó llevar por el vaivén del hombre que parecía no cansarse de mirarlo, hasta hacerlo avergonzar de sus propios gestos de placer:

—¡Ya no me mires…! —le pidió. A horcajadas sobre él y sintiendo que se rompía por dentro con cada embate, intentó besarlo para hacerlo cerrar los ojos, pero Gabriel lo tomó por la barbilla con una mano, mientras que la otra no se desprendió de su cadera:

—No… —respondió. Con un movimiento rápido lo apretó contra él mientras se mordía los labios. Daniel gritó, pero él no aflojó su vaivén—. Quiero verte…

No era igual. André siempre había sido suave y romántico con él, pero Gabriel era una fuerza arrolladora que lo llevó a la cima de algo que él nunca había vivido, y lo soltó allí. El final fue como la caída desde una montaña rusa, llena de vértigo y adrenalina, y lo dejó sin fuerzas, abrazado a ese cuerpo que respiraba con la cara oculta en su cuello, y se negaba a soltarlo. 

—Necesito ir al baño… —Daniel se revolvió, incómodo, entre los brazos que por fin lo liberaron sin ganas, y huyó del camarote para encerrarse en el baño. Abrió la ducha y se metió con el agua aún fría, como intentando lavar el pecado de haberle sido infiel a sus recuerdos.

                          ***

Dos meses después:

—Ya estás listo para tu primera aparición en solitario, Mauricio. —En un salón de la academia de Fanny, Daniel guardó su oboe y luego consultó el teléfono—. Será en diez días, en un concierto a beneficio del hospital de niños. 

—¿Está seguro de que voy a poder, Maestro? —Mauricio ya se había presentado ante público, generalmente familiares, y en grupo con sus compañeros del quinteto de cuerdas, pero era la primera vez que iba a hacerlo solo, y encima ante un público que no conocía y que no iba a tener la más mínima piedad con él, si cometía errores.

—Por supuesto. —Daniel le dio una última mirada al teléfono. No tenía mensajes entrantes—. Lo único que tenés que hacer es concentrarte en tu música y no mirar a nadie. Aparte estás más que preparado, y pienso llamar a algunos amigos directores de orquesta, para conseguirte un puesto estable.

—Pero, maestro, mis estudios de medicina…

—¡Pues vas a tener que decidirte por una cosa o la otra! —El grito atravesó las paredes del salón y llegó a oídos de Fanny, que estaba en la oficina de la academia con Walter, su esposo. Los dos se miraron, preocupados:

—Volvió tan cambiado del viaje…

—Está agresivo con sus alumnos. Tendrías que hablar con él, querida.

—Sí… —Fanny recordó el regreso de Daniel después de su viaje a París. Por lo poco que le contó, se enteró de que las cosas habían salido bastante mal. Daniel se negó a seguir hablando, y le pidió que no volviera a sacar el tema. Contrario a lo que podía esperarse, en vez de sumergirse otra vez en su depresión se abocó a la enseñanza, pero se volvió impaciente e irritable. Los muchachos del quinteto de cuerdas ya ni hablaban durante las clases, para no ser blancos de su ira.

La peor parte se la estaba llevando Mauricio. Cuando Fanny salió de la oficina y fue al salón de clases, se encontró con el muchacho al borde de las lágrimas oyendo los airados reproches de su maestro.

—¡Basta, Daniel! —exclamó la mujer—. Andate a casa, Mauricio. Y no vengas mañana. —Observando los dedos magullados del chico, se corrigió—. Y pasado mañana tampoco.

—¡Él tiene que venir! —exclamó Daniel—. ¡En diez días es el concierto…!

—Andá, Mauricio. —Fanny le dio un golpecito en el hombro al muchacho, que tomó el estuche de su oboe y salió corriendo—. ¿Te enloqueciste, Daniel? ¿Qué querés? ¿Qué me cierren la academia por permitir la violencia verbal hacia menores de edad?

—¡Esos mocosos son todos unos vagos! Solo venían a divertirse. ¡Yo gasté años de mi vida para llegar a donde estoy…! 

—¡¿Y dónde estás?! —Sin darse cuenta Fanny también había empezado a gritar—. ¡Estás parado ante el abismo, y ni siquiera te importa! ¿No te das cuenta de que si seguís así voy a tener que despedirte?

—¿Despedirme…? —En ese momento el teléfono de Daniel sonó, marcando un mensaje entrante, y él se apresuró a tomarlo. Era Sol, que le mandaba un saludo y le preguntaba si estaba bien. Le dio un golpe seco al aparato cuando lo lanzó de nuevo sobre la mesa.

—No era él, ¿verdad? —musitó Fanny—. No te llamó más, y por eso estás así.

—¡Te dije que no volvieras a…!

—¿Se puede saber qué pasó entre ese hombre y vos para que terminaran así…?

—¡Nada! ¡No pasó nada! —Daniel casi golpeó el estuche de su oboe cuando lo tomó para salir del salón de clases—. ¡Y no te preocupes por despedirme! ¡Renuncio!

                         ***

Sergio no quería ir a la casa de Daniel. Evelyn le había pedido que tratara de arreglar las cosas luego de una enigmática videollamada con Gabriel, que estaba abocado a la búsqueda de una rara especie de insecto que la Oficina de conservación de especies de Malasia le había pedido que encontrara. Sus sobrinos trataron de averiguar cómo estaba luego de su evidente fracaso con Daniel, pero se encontraron con una férrea negativa a hablar por parte de su pariente, que les cortó la llamada con el pretexto de que un pez había picado en una de sus cañas.

—No podemos hacer nada. —Sergio revolvía una ensalada con tanta fuerza que parecía a punto de hacer un puré con ella—. No tenemos que meternos.

Pero alguien sí se iba a meter: Javier, que se enteraba por Sol, gran amiga y confidente de Ana, de todo lo que pasaba en la casa de Daniel. Así se enteró de su renuncia a la academia de música. Seguro de que, sin más motivaciones, Daniel se iba a deprimir de nuevo, decidió ir a su casa y llevar a Marco con él.

—¡Pasá, Javier! ¡Qué alegría verte! —exclamó Ana cuando le abrió la puerta—. Nos tenías abandonados…

—Lo siento, Ana —se disculpó el chico—, es que estoy con bastante trabajo. Hace unas semanas volví de Buenos Aires, en donde hice algunas carátulas.

—¿Ah sí? —Ana le alcanzó un vaso de jugo. Se había hecho una ferviente adepta de los jugos que le había enseñado a hacer Gustavo, el personal training que había ayudado a Daniel a ponerse en forma—. ¡Estás muy solicitado!

—Por suerte sí. —Javier intentó esconder una sonrisa de orgullo mientras soltaba a Marco, que corrió tras su plato de leche tibia—. Me va bien. ¿El señor Correa está durmiendo?

—No. Salió a correr.

—¿A correr…? —Eso sí era una sorpresa—. ¿Y desde cuándo corre?

—Nunca dejó de hacerlo desde que la señora Fanny le trajo a Gustavo. Cuando volvió de París siguió con su rutina de desayunar temprano y correr por la playa. Y más ahora… —La mujer se quedó en silencio.

—Sí, lo sé. Más ahora que renunció a la academia. No te enojes con Sol, es que estaba tan disgustada por el señor Correa, que me lo contó. ¿Se peleó con la señora Fanny?

—Está peleado con todo el mundo. Los pocos mensajes que recibe ni siquiera los contesta.

—Sí. Sol me dijo que le mandó algunos para invitarlo a tomar el té, como en la época en que era su ayudante, pero que él nunca le respondió. 

—Todo es culpa de Gabriel Duarte… —El ama de llaves pronunció el nombre con rabia—. Vaya a saber qué pasó entre ellos.

—Voy a ir hasta la playa, a ver si lo veo —dijo Javier, y la mujer se alarmó:

—No creo que sea una buena idea. Está de un pésimo humor. 

—Llegué hasta acá; voy a arriesgarme. —Javier agradeció haber llevado ropa y zapatos deportivos. Le encargó su gato al ama de llaves y después salió de la casa. No tenía más que cruzar la calle y enfrentarse a la franja de arena cubierta de arbustos que evitaban que el viento se la llevara, y que tenía un pequeño camino que serpenteaba hasta la playa. Allí se encontró con unos pocos vecinos que desafiaban el frío caminando por la arena y, en la orilla, la figura de Daniel, que había dejado de correr: con los pies descalzos y los zapatos en la mano, parecía reflexionar frente al agua que le llegaba a los tobillos. 

Javier se estremeció al pensar en que el agua seguramente estaría helada, pero también se descalzó mientras se acercaba al músico. Luchó por no gritar ante el agua que parecía cortarle la piel de tan fría que estaba, y se quedó parado,

 mirando el mar.

—Eras el único que faltaba. —Daniel lo miró de reojo—. Tu novia ya me mandó como veinte mensajes.

—Porque está preocupada —respondió Javier, con el tono seco que lo caracterizaba—. Aunque usted no aprecie la preocupación de los demás. Sol lo quiere mucho, ¿sabe? Ana y la señora Fanny también lo quieren. 

Daniel hizo un movimiento brusco para irse de la playa, pero Javier le habló tan fuerte, que un par de personas que pasaban se dieron vuelta para mirarlo:

—¡Nadie tiene la culpa de lo que le pasó con Gabriel Duarte, señor Correa! 

—¡¿Y vos qué sabés, mocoso de mierda! —exclamó Daniel. Javier se quedó helado: había tenido varios enfrentamientos con él en el pasado, pero nunca habían llegado al límite del insulto.

—Yo tampoco tengo la culpa, señor Correa —le respondió. Sus manos temblaban, no tanto por el frío como por la indignación. Tuvo que hacer un esfuerzo por no decir un disparate—. Mejor lo dejo solo. 

Daniel se quedó como estaba, observando el horizonte y con los pies metidos en el agua, como si fuera una estatua de hielo.

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