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Capítulo 48- Amistad en vez de amor

La luna estaba casi llena, y se veía alta y brillante sobre un cielo sin estrellas. Las luces de la ciudad ya no eran tan fuertes, y la gente se había ido luego de la hora del cierre de los comercios. Sol, Ana y Gabriel salieron del restaurante que ya estaba por cerrar, en silencio. Ana aún buscaba en los ojos color mar de ese hombre un poco de piedad hacia su jefe, sentimiento que no logró encontrar. El único deseo de Gabriel era poner tierra de por medio entre él y esa historia que lo perturbaba.

—Me quedaré a acompañarlas hasta que encuentren un taxi. —A esa hora y por esa calle difícilmente pasaría uno; tenían que ir una cuadra más arriba, a 18 de julio, la avenida principal de Montevideo.  Sol se negó:

—Voy a pedir un Uber. —Ni siquiera la picada marina había logrado que el alcohol no le surtiera efecto. Su voz le sonó tan rara que lanzó una risita—. Menos mal que no traje el auto…

—¿Cuánto demora su viaje a Malasia? —preguntó Ana, solo para que no hubiera tanto silencio entre ellos.

—Más de un día. —Gabriel miraba hacia ambos lados de la calle, deseando que el dichoso Uber llegara pronto. Quería estar solo y volver a sumergirse en los pormenores de su viaje. No podía pensar en Daniel ni sentir lástima por él. Al fin y al cabo no lo conocía.

Cuando el auto de alquiler recogió a las mujeres, tuvo que soportar la indiferencia total de Sol y una última y suplicante mirada de Ana antes de quedarse solo al costado de la acera. Su hotel estaba cerca, pero él se quedó un momento a ver la luna y recordó el cielo sobre su casa en Isla de Borneo, en donde la luz de los humanos no competía con las estrellas y las dejaba brillar en todo su esplendor. No había comparación; el cielo de Montevideo no era como el suyo.

                          ***

Mauricio, el alumno estrella de Daniel, iba a presentarse por primera vez como solista en un concierto organizado por Fanny para mostrar los progresos de los chicos de la academia de música en el año que estaba a punto de terminarse.

Habían pasado un par de meses desde la partida de Gabriel Duarte y del desesperado llamado que Ana le había hecho, para que intentara sacar a Daniel de su depresión. Fanny no había logrado nada: ni arrancarlo de la cama ni hacer que comiera, y al final acudió a una maniobra tramposa: le pidió autorización a los padres de Mauricio y lo llevó a la casa del músico. 

Ante la noticia de que su alumno iba a tomar clases en su casa, ya que él no iba a la academia, Daniel protestó, maldijo y suplicó que lo dejaran en paz, pero no tuvo suerte: la voluntad de hierro de Fanny era superior a la suya, y cuando llegó Mauricio él estaba levantado, bañado y vestido con ropa decente, esperándolo en su sillón del escritorio. Las mejillas se le habían hundido y sus ojos habían perdido el brillo, aunque se nublaron de lágrimas cuando su alumno ejecutó para él la música que había elegido para el concierto. Mauricio había mejorado mucho: ya dominaba la técnica y estaba empezando a poner parte de su alma en las interpretaciones. Sus padres, encantados por su progreso y de que se hubiera transformado en el protegido de un artista internacional, le habían comprado un oboe nuevo, que sonaba mucho mejor que su instrumento de principiante.

—Tenés que dominar el volumen, Mauricio. Podés darle un poco más de fuerza al estribillo, pero el inicio debe ser suave…

—Sí, maestro. —El adolescente miraba a Daniel con atención, pendiente de sus indicaciones, pero cuando Ana entró con una bandeja de bocadillos su estómago lo llamó y se olvidó de la música—. ¡Qué rico! Tengo hambre…

—Pues aquí traje suficiente para los dos. ¿Querés un vaso de refresco, Mauricio, o preferís un licuado de frutas? ¿Usted qué va a tomar, señor Correa?

—Una taza de té, Ana. Gracias. —Daniel se fijó en los ojos codiciosos de Mauricio, y lo invitó a que comenzara a comer. El chico era una aplanadora y arrasó con medio plato antes de que llegara el ama de llaves con su vaso de refresco. Se detuvo a tiempo cuando vio que no iba a dejarle nada a su profesor, que no había probado bocado.

—¿No va a comer, maestro? —Había notado la delgadez de Daniel, y temió que estuviera enfermo—. ¿Se siente bien?

—Si, Mauricio, no te preocupes. —Para tranquilizar a su alumno, Daniel recogió un sándwich del plato y le dio un pequeño mordisco. 

Ana entró con su taza de té en una bandeja, que hacía un ruido extraño; sus manos estaban temblando:

—Le llegó una carta, señor Correa. —La mujer le extendió a su jefe un sobre bastante grueso, que venía de Malasia.

Daniel no supo dónde encontró la entereza para seguir con la clase, y esperar a que Mauricio se fuera para correr a su dormitorio y leer esa carta. En dos hojas y con la misma caligrafía de su amado André, ese hombre le contó, casi como si estuviera hablando para sí mismo, los sentimientos encontrados que tenía:

«Salí huyendo de Montevideo y lo dejé solo. En ese momento solo quería alejarme porque no podía enfrentar la verdad. Ahora no sé que pensar de todo lo que hablamos…».

Aparte de sus dudas, Gabriel le describió su vida en aquel solitario paraje de Isla de Borneo: 

«Arreglé una vieja cabaña que pertenecía al cuidador anterior, y la dejé bastante confortable. Al frente tengo varios metros de arena blanca y fina y más allá el mar, que me arrulla por las noches con su oleaje. Al fondo el bosque comienza con pastizales y árboles pequeños, pero después se va haciendo más denso e impenetrable. Varios kilómetros más allá están las montañas, que en la mañana se ven azules por la niebla que las cubre».

Daniel se hizo una imagen mental del lugar que había elegido Gabriel para vivir: el agua clara y bravía que se estrellaba contra las rocas, la línea de arena que no tenía ni una sola huella de humanos, la selva virgen e inexplorada, las montañas azules y un cielo nocturno, del que también le habló, y comprendió por qué ese era su lugar en el mundo. 

«Tuve que hacer algunos trámites ante el gobierno para que me instalaran una antena satelital. Aún no ha llegado, pero con ella tendré acceso a internet. Estoy escribiendo un nuevo libro, y tal vez, si usted desea, puedo enviarle algunos fragmentos por correo, para que pueda leerlos».

Daniel sintió un estremecimiento que recorrió su espalda y terminó en su cuello: ¿Estaba soñando? ¿Acaso Gabriel Duarte había decidido acercarse a él? ¿Qué lo motivaba? Tal vez solo era culpa o lástima. No podía ser otra cosa.

«Todos los libros que he publicado hasta ahora están escritos en francés, pero me gustaría que se tradujesen al español. Sergio me dijo que iba a ponerme en contacto con la editorial en donde trabaja el sobrino de su jefe…».

Daniel no había vuelto a ver a Sergio desde su regreso de la luna de miel. Seguramente estaba demasiado avergonzado por la actitud de su tío, y por eso había decidido cortar todo contacto con él. Los únicos que iban a visitarlo, después de aclarar sus diferencias, eran Sol y Javier, aunque la chica había declinado la oferta de volver a ser su asistente: con su libro publicado, estaba bastante ocupada haciéndole promoción.

«Se preguntará por qué le estoy escribiendo esta carta. La verdad es que ni yo mismo lo sé. Desde hace un tiempo tengo algo atascado en la garganta, que de alguna forma se libera cuando escribo. Espero que me entienda y no rechace mi carta ni mis deseos de ayudarlo a salir adelante, aunque sea a la distancia».

Daniel apretó la carta contra su pecho y lloró lágrimas de amargura. Si quería seguir adelante tenía que conformarse con la amistad de ese hombre que nunca iba a recordar que alguna vez lo había amado.

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