Capítulo 46- Papeles amarillos
—¿Me extrañás?
—¡Claro que te extraño! ¿Cuándo volvés?
—No tengo idea. —Javier miró a Sol desde la pantalla de su teléfono y le puso cara triste—. Ya terminé el diseño de la carátula, pero apareció otro autor al que le gustaron mis dibujos. El tema es que éste me va a dar bastante trabajo porque es un libro infantil, y además de la carátula lleva ilustraciones interiores.
—¿Y no lo podés hacer desde acá? —Sol deseaba tener a Javier con ella; aún no se le habían borrado del cuerpo las sensaciones de su noche juntos. Javier no le ocultó que era su primera vez, y no le importó que ella tuviera experiencia. Se mostró como lo que era: inexperto, fogoso, y con muchas ganas de aprender.
—No puedo. El autor es un pesado y me hace corregir los dibujos a cada rato. Estoy podrido de dibujar animalitos que parecen de caricatura…
—Cuando vuelvas vas a tener que ponerte a trabajar en mi carátula.
—Mirá. —Javier revolvió en su carpeta y puso delante del teléfono los bocetos que había hecho tiempo atrás—. Acá tenés unos cuantos para elegir.
—¡Buenísimo! —La chica dio un par de palmadas, como si estuviera aplaudiendo el talento de su novio. Uno de los dibujos le llamó la atención: varios caballos sueltos en una pradera, bosquejados a lápiz—. Me gusta ese, el de los caballos.
—¿Éste? —Javier se apresuró a tirar a un costado los diseños que no habían sido elegidos—. Solo dibujé caballos pero pensaba agregarle jinetes. Tengo que ver cómo se vestían los soldados de la Guerra Grande. ¿Te gusta?
—Sí, pero prefiero que los caballos estén libres…
—Está bien. Nos pondremos de acuerdo cuando llegue a Montevideo. —El chico titubeo mientras cambiaba de tema—. Sol…, me gustaría que conocieras a mis tíos.
La chica sabía que ese momento iba a llegar, pero el miedo a no ser aceptada por los Ibáñez aún le quitaba el sueño:
—¿Te parece? ¿Y si no les gusto?
—¿Y por qué no les vas a gustar?
—Y… por mi edad…
Javier la miró con una de esas expresiones que ella había aprendido a entender: se habían contado sus historias, y ella se enteró de sus orígenes humildes y de los enconos familiares que habían precipitado la tragedia de perder a su madre:
—Mis tíos se portaron bien conmigo, y por eso quiero que sepan que tengo novia. No van a rechazarte.
—¿Pero y si no…?
—No van a rechazarte —la interrumpió el chico—, porque yo no voy a pedirles permiso para estar con vos.
***
Gabriel aplazó su entrevista con Daniel Correa casi hasta último momento: tenía su carta y la biografía, que había decidido llevar con él, y le daba vueltas a esa locura de los espíritus, que no tenía pies ni cabeza. Ese músico retirado debía estar senil, probablemente. Pero, movido por el impulso de irse con sus asuntos en orden, dos días antes de su partida averiguó el número de teléfono de la casa de Daniel. Lo atendió Ana, que le dijo que podía ir esa misma tarde.
Era cerca del mediodía y Daniel seguía durmiendo. Era jueves y no tenía que hacer el enorme esfuerzo de levantarse para ir a la academia. En el desayuno, que había tomado en la cama, apenas le dio un mordisco a una tostada que Ana le cubrió hasta los bordes con manteca y mermelada de ciruelas, y tomó dos sorbos de café. Después le pidió a la mujer que volviera a dejar la habitación a oscuras. Cuando, unas horas después, ella abrió la puerta con un ademán brusco y la luz le llegó a la cara, se quejó:
—Pero, ¿qué hacés…?
—Señor Correa, alguien llamó para pedir una cita. Estará aquí en dos horas.
—Llamalo de nuevo para cancelar. Decile que hoy no puedo recibir a nadie.
—Era el señor Gabriel Duarte…
El susto le dio a Daniel la energía que necesitaba para levantarse de un salto, bañarse y afeitarse a la carrera, tratando de no cortarse la cara ante el temblor de sus manos, de vestirse a toda prisa luego de sacar la mitad de su guardarropas y tirarlo sobre la cama, en un intento por elegir un outfit casual pero no deportivo, o tal vez elegante pero no demasiado llamativo. No muy convencido con lo que había elegido, se vistió y luego se acomodo el cabello a manotazos.
¿A qué venía ese hombre que prácticamente le había dado vuelta la cara en la iglesia? ¿Qué quería de él si había dicho con toda claridad que no lo conocía? Dos horas después, cuando sonó el timbre, los nervios de la espera lo habían dejado exhausto.
Gabriel apareció por el vano de la puerta de la oficina. Sentado en su sillón, tras el ventanal, Daniel observaba, abstraído, la tumba de Snow. Por su cabeza habían pasado todos los escenarios posibles de esa charla, y estaba preparado para lo peor:
—¿A qué vino, señor Duarte? —le preguntó con un tono seco que dejó al recién llegado con los pies clavados al piso. No esperaba una fiesta de bienvenida, pero tampoco pensó que iba a ser tan mal recibido por ese hombre que en su carta le había dado a entender cosas muy diferentes:
—Vine porque creo que nos debemos una charla, señor Correa.
«Ni siquiera su voz es parecida», pensó Daniel, y apoyó una mano sobre el cristal helado de la ventana. Un pequeño rayo de luz parecía danzar sobre la tumba de Snow, y él pensó en las largas siestas al sol de su querido gato. No había un solo día en que no pensara en él, ni que no extrañara su compañía y afecto:
—No sé de qué quiere hablarme. Lo escuché en la iglesia, cuando le dijo a Javier que no me conocía.
Gabriel tomó aire y apretó los labios: esa conversación iba a ser más difícil de lo que pensaba:
—No fue mi intención —respondió en un susurro—. Después de que leí la carta y su biografía, no pude conectar nada de su vida con mis recuerdos. Y tampoco me consta que lo que usted dice, que ese otro hombre…
—André Vermont. —Daniel lo interrumpió mientras señalaba la foto de André y Snow, de la cual Gabriel solo había visto una copia hecha por Javier, y que lo dejó helado: era él, retratado en su juventud; no cabía duda.
—No puede ser… —Aún recordaba cuando se despertó de su amnesia, en alta mar. Siempre había usado el cabello corto, pero en ese momento lo tenía largo, al igual que el hombre de la foto—. ¡Es una locura…!
—¿Tiene la carta que le envié? —preguntó Daniel, que después de una rápida y dolorosa mirada hacia la foto volvió a fijar la vista en el jardín—. Quisiera leerla…
Extrañado por el pedido, Gabriel sacó la carta de su bolsillo, doblada en varias partes y bastante ajada después de muchas lecturas. Daniel la leyó con detenimiento, maldiciendo para sus adentros a Javier por su indiscreción al revelar cosas que él no quería decirle a nadie:
—Antes que nada tengo que informarle que yo no escribí esto. Y tampoco le envié mi libro.
Gabriel saltó como si lo hubiera picado una de las serpientes de Isla de Borneo:
—¡¿Qué?! Pero entonces… ¿cómo…?
—Fue una idea estúpida de uno de mis colaboradores. A mí también me llegó una carta. —Daniel sacó de su bolsillo otro papel ajado y lleno de dobleces, y se lo extendió—. Tome. Léala.
Gabriel estaba tan sorprendido por su nuevo descubrimiento que no pudo ni enojarse por esa carta que sonaba tonta e infantil, tan diferente a su estilo de escritura:
—Lo que dice la carta que me llegó, ¿es cierto?
Daniel estaba agotado. No tenía ganas de hablar, y le hizo un signo afirmativo con la cabeza. Pero Gabriel no se conformó con eso: le agradeció a Ana el café que le trajo, y después se acomodó en su asiento, dispuesto a escuchar:
—Tengo que saber toda la historia de André Vermont, señor Correa. Espero que no me oculte nada.
Rato después, leyendo las reseñas de los libros de la biblioteca y las antiguas cartas que André le había enviado a Daniel a través de los años, Gabriel se cubrió la boca para no lanzar una maldición: todos esos papeles, amarillos después de tantos años, estaban escritos con su letra.
La noche comenzaba a caer. Daniel no había salido de su sillón y estaba cada vez más hundido entre los almohadones, con la vista perdida en el jardín que de a poco desaparecía en la oscuridad. Ana entraba cada tanto a la oficina, nerviosa porque esos dos hombres hacía rato que no se dirigían la palabra.
Gabriel deseaba irse: tenía una angustiante opresión en el pecho. No sentía ninguna conexión con André Vermont a pesar de que ahora sabía el resto de su historia, que Sergio no le había contado.
—Lo siento mucho, señor Correa… —Pero cuando se levantó con intenciones de despedirse e irse rápido, Daniel lo interrumpió:
—Aún hay algo que no le mostré. —El músico se levantó despacio, como si le dolieran las piernas después de tanto rato de estar quieto—. Sígame.
La biblioteca de André había permanecido inalterada a través de los años. Daniel rara vez iba allí, y Ana se esmeraba por mantenerla en orden y evitar que los libros se estropearan.
Cuando entró a ese lugar silencioso y oscuro como una tumba, el olor a papel antiguo saturó las fosas nasales de Gabriel. La luz se encendió, y ante sus ojos aparecieron los anaqueles repletos de libros, casi todos muy antiguos. Se acercó a ellos como hipnotizado. Recorrió con su mano los lomos hasta que se detuvo en uno: la biografía del hombre del siglo diecinueve, el origen de la historia de André Vermont. Se dio vuelta para mirar a Daniel, desconcertado:
—Este libro… —susurró—. ¿Qué hace aquí?
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