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Capítulo 41- Un mar embravecido

Sergio y Evelyn habían vuelto a Montevideo, y pocos días después comenzaron a trabajar de nuevo con los Ibáñez. Estaban muy cambiados, no solo en lo físico: traía en la piel  el sol de Malasia, y en el cuerpo esa sensación de juventud renovada que daba la vida al aire libre. Se los notaba más unidos, y se entendían sin necesidad de hablarse, aunque estaban serios; sus jefes no sabían que la misión que los había llevado a Isla de Borneo, conectar a Gabriel Duarte con André Vermont, no había dado resultado. 

Gabriel se despidió de ellos con pena, pero decidido a no averiguar nada sobre su pasado. Solo le dio a su sobrino una esquela para su hermano, con unas palabras tan escasas como las que le escribía en las postales; no estaba preparado para dar una explicación que no tenía.

El viaje en el jeep policial hasta el puerto fue triste y silencioso: se habían enamorado de esa tierra que mezclaba lo salvaje con lo bello. La travesía en barco por el mar de China hasta la parte continental de Malasia les sirvió para aclarar sus dudas:

—Es cierto lo que dije sobre formar una familia. Si fuera contigo… —Sergio trataba de no hablar muy alto: estaba junto a su novia pero a la vez rodeado de gente que lo miraba con curiosidad: Por esos lugares nadie hablaba español—, …sería mucho mejor.

El mar estaba picado, y el enorme y descascarado barco se sacudía y hacía sonidos como de chapas haciendo fricción unas contra otras. Evelyn se distrajo mirando el horizonte: esperaba ver tierra lo antes posible y así salir de esa trampa de hierro:

—Este barco se va a romper en mil pedazos…

—Linda…

—Te escuché, amor, no pienses que no. Pero este bamboleo me está matando…

Sergio vio su cara, que estaba comenzando a ponerse pálida, y se acercó para abrazarla. Con la cara contra el pecho de su novio y los ojos cerrados, ella sintió los murmullos a su alrededor: en ese país las demostraciones de afecto en público no eran bien vistas.

—¡Qué pesados! 

Sergio no quiso reírse de las palabras de su novia y alertar a los pasajeros. Evelyn no iba a soltarlo por cuatro murmullos locos, y él tampoco: cubrió con sus brazos los hombros de la chica, que se recostó contra él para calmarse. Los murmullos habían recrudecido, pero a ninguno de los dos les importó.

—A mí también me gustaría formar una familia contigo. —La voz de Evelyn salió apagada contra el pecho de Sergio, que lanzó un suspiro profundo y se quedó con las ganas de plantarle un beso allí mismo, delante de los mirones.

                        ***

—Pobre señor Correa… —Javier se había juntado con Sergio para hablar de sus últimos descubrimientos.

—Mi tío no quiere saber nada —musitó el secretario—. Escuchó la historia de André Vermont, pero está seguro de que nunca fue él.

Javier le planteó una idea arriesgada:

—¿Y si le insistimos al señor Correa para que le escriba una carta? Pero una carta completa, con toda la historia, hasta la de los espíritus.

Sergio no estuvo de acuerdo:

—Mi tío va a pensar que es un esquizofrénico…

—O no. ¿Y si leer su carta lo hace recuperar la memoria?

Sergio pensó que en un mundo ideal la propuesta de Javier tal vez habría resultado; pero ese no era un mundo ideal ni mucho menos: era uno en el que las injusticias separaban a la gente por años y kilómetros:

—El señor Correa tampoco va a querer escribir esa carta…

—Eso dejámelo a mí. —Javier sonrió con un exceso de confianza que al secretario le pareció muy propio de su edad—. Yo voy a hacer que la escriba.

                       ***

El quinteto de cuerdas de la academia de Fanny estaba ejecutando una pieza clásica que hacía sudar frío a Daniel: después de que su amiga lo había obligado a ponerse al día con sus prácticas de obie, y le insistió hasta el hartazgo para que le diera clases a ese grupo de adolescentes, finalmente había aceptado trabajar como profesor; pero esos cinco muchachos parecía que no podían seguir el ritmo de la música: arrancaban todos juntos, pero después de un par de compases uno se adelantaba y hacía perder al resto:

—¡Alto! —exclamó Daniel—. ¿Se puede saber qué te pasa hoy, Mauricio? Recordá seguir el ritmo de la música y no te distraigas escuchando a tus compañeros. Todos deben hacer lo mismo. ¡Sigan el ritmo que yo les marco, porque si se escuchan entre ustedes, se equivoca uno y se equivocan todos! —Sobre su escritorio tenía el estuche con el oboe dorado, y lo sacó para ejecutar la pieza—. Ahora vamos a empezar desde el principio.

A los chicos les costó trabajo seguir a su maestro: el oboe de Daniel resonaba en la habitación con una fuerza que prácticamente anulaba el sonido del quinteto. Mauricio se sintió perdido: su pequeño instrumento no sonaba ni la mitad de bien.

—¡Más alto, Mauricio! —Daniel había soltado por un segundo la boquilla para incentivar al que consideraba su mejor alumno—. ¡Vos podés!

El joven volvió a inflarse como la primera vez que había tocado frente al maestro, y pudo seguirlo con menos fuerza, pero con la misma claridad. En un salón contiguo Fanny escuchó la belleza de la música que ejecutaba Daniel, y por detrás el sonido un poquito más tosco, pero igual de firme, de Mauricio. Su amigo había descubierto un diamante en bruto, y se estaba preocupando por pulirlo hasta hacerlo brillar en un millón de fascetas.

                         ***

Gabriel siguió con su rutina. Hacía más de una semana que no veía a un ser humano, desde la última vez que había ido al puerto a comprar víveres. Los monos que se encargaba de cuidar estaban en buen estado, y él no tenía mucho más trabajo que mantener el trozo de tierra alrededor de su cabaña libre de la selva que intentaba avanzar sobre él. 

En eso estaba, cortando unos matorrales que eran peligrosos porque podían albergar serpientes, cuando sintió el rugido del jeep de la policía del puerto, que llegaba dando tumbos por la arena. El uniformado le traía una encomienda que había llegado para él desde Uruguay: un pequeño paquete, más o menos del tamaño de un libro.

Gabriel lo invitó a comer, ya que tenía un buen surtido de pescado fresco y un poco de arroz con algas, receta de Evelyn, que había aprendido a hacer y le quedaba bastante bien. Trató de no evidenciar la curiosidad que le daba aquel paquete.

Después de dos horas en las que se llenó la panza y le contó las novedades que llegaban al puerto desde el otro lado del Mar de la China, el policía recordó que todavía estaba trabajando y se despidió de él.

Gabriel pensó que el paquete no podía ser un libro. ¿Quién le iba a enviar un libro desde Uruguay?

Lo primero que salió cuando rompió el grueso papel, tratando de no romper los sellos y membretes de su patria, para guardarlos de recuerdo, fue una carta que parecía bastante extensa por lo grueso del sobre, y después lo que él había pensado: un libro. Tenía dibujada la figura de un hombre parado a la orilla de un mar embravecido, con un gato en brazos. Gabriel se quedó mudo cuando reconoció, pintado con todo detalle, su viejo barco, que parecía luchar por acercarse a la costa.

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