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Capítulo 4- Seguridad

Unos días después Javier y Sergio tuvieron otra nueva oportunidad para conversar. Volvieron a  coincidir en el jardín de los Ibáñez, y después de que Sergio lo indagó un poco, el chico, que necesitaba hablar con alguien, soltó sus dudas en los oídos de ese hombre centrado y amistoso:

—¿Me promete que no le va a decir nada a mi tío?

—¿No me tenés confianza? —Sergio hizo un fingido gesto de contrariedad—. Por supuesto que no voy a decir nada…

—Es que… —Javier apretó sus manos con fuerza, como para retener lo que su corazón se empeñaba en soltar—, yo casi no me acuerdo de mi padre, pero siento que lo odio por ser tan orgulloso; si no hubiera renunciado a su herencia mamá estaría viva…

Sergio escuchó con pena a ese chico que a tan joven edad cargaba con el dolor de los adultos:

—Es muy triste que tu padre y tu tío no se llevaran bien —reflexionó—. Me consta que el señor Álvaro quería buscarte…

—Mamá lo odiaba tanto… —musitó Javier con la vista perdida entre el verde intenso del jardín—. No quería que le pidiera ayuda. ¿Usted sabe por qué se pelearon mi padre y mi tío?

—La verdad que no —respondió Sergio—. El señor Álvaro no habla mucho de esa parte de su vida. Imagino que para él es algo muy doloroso.

—Mi madre se revolcaría en su tumba si supiera que vivo con su enemigo…

—Pero…, ¡Javier…! 

—...y lo peor es que no puedo marcharme. No tengo a dónde ir…

Marco, que estaba echado en su lugar habitual, tomando el sol, abrió los ojos con pereza y observó a su dueño, luego se levantó para caminar hacia él mientras se desperezaba y lanzaba unos fuertes maullidos. Javier lo alzó y lo envolvió en sus brazos para ocultar el llanto entre su tibio pelaje. Sergio se quedó en un cabizbajo silencio, con la mano en el hombro del chico. Eran demasiadas las cosas que Javier no sabía, pero él no era quién para decírselas: Álvaro Ibáñez le había contado que nunca había aceptado la renuncia de su hermano a la mitad de sus bienes, y que Javier era su legítimo heredero. Él deseaba que su sobrino siguiera su vocación artística, como lo había querido la madre, pero también que aprendiera el negocio de la joyería. Sus hijos aún eran demasiado pequeños, pero Javier pronto cumpliría los dieciocho y él deseaba transformarlo en su mano derecha además de su socio.

—Eso no es cierto —le dijo, en su afán por consolarlo—. La mitad de la fortuna de los Ibañez es tuya.

—No —musitó el chico—. Yo no tengo nada…

—Eso no es así, Javier —le aseguró el mayor. Marco se había bajado de los brazos de Javier y se acercó a él. Lo observó con sus redondos ojos amarillos y comenzó a ronronear. Sergio le rascó la barbilla y lanzó un suspiro—. La renuncia de tu padre a sus bienes nunca se hizo efectiva...

Javier estaba acostumbrado a la inseguridad y al miedo; saber que era rico, tan rico como su tío, era algo difícil de asimilar pero que le produjo un sentimiento de revancha:

—Ahora esos estúpidos tendrán que guardarse su lástima…

Aunque no entendió el sentido de sus palabras, Sergio le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, por pura solidaridad.

                          ***

Con una hoja pegada con cuatro trozos de cinta sobre su vieja tabla de dibujo, y un lápiz de carbonilla en la mano, sentado en el banco del jardín de los Ibáñez, Javier dibujaba a Marco, que parecía adivinar lo que hacía su dueño: el estupendo gato se había quedado sentado en el pasto, muy quieto y en una pose elegante, mirando a lo lejos y con su sedosa cola enroscada alrededor de las patas delanteras.

—¡Qué belleza! —exclamó Estela, que había salido a dar una vuelta por el jardín y se encontró con su sobrino—. ¡Es excelente…! —opinó mientras contemplaba el dibujo.

—Gracias, tía —respondió Javier con cortesía, pero sin dejar de mirar al gato y hacer trazos sobre el papel. Habían pasado días desde su charla con Sergio, y las sensaciones gratas se le habían esfumado: no podía pasar por encima de la voluntad de su madre muerta y aceptar el dinero de su padre.

—¿Estás contento con la nueva escuela de arte? —Estela había hecho varios intentos por acercarse a él, pero Javier era una incógnita: frío aunque educado, apenas le respondía más que con unos cuántos monosílabos.

—Sí, es muy buena.

—¿Y tus compañeros? ¿Te llevás bien con ellos…?

Javier le lanzó una mirada hosca, pero volvió a sumergirse en el dibujo y le respondió que sí con la misma estudiada cortesía. La mujer suspiró y se levantó del banco. Iba a despedirse cuando el chico la detuvo:

—Tía Estela… Necesito hablar con el tío Álvaro y contigo. Tomé algunas decisiones sobre mi futuro y…

—¿Tu futuro? Pero…

—... quiero hablar con los dos —la interrumpió Javier. 

A Estela le pareció estar delante de un adulto y no de ese jovencito que, en otras circunstancias, tendría como únicas preocupaciones reunirse con sus amigos, comprar ropa de moda o tener citas. La vida no había sido buena con su sobrino.

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