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Capítulo 38- Piel dorada

—¿Le molesta que le haga una pregunta, señor Correa? —A pesar de que estaba satisfecha, Sol casi había terminado su lemon pie conversando con su jefe.

—No —respondió Daniel que, al contrario que ella, estaba a punto de rendirse ante la generosa cantidad de crema de su postre—. ¿Qué querés saber?

—Usted nombró a André…

Daniel suspiró mientras hacía un leve gesto de asentimiento, y Sol se lo quedó mirando con la cuchara en la boca. No había cosa que despertara más la imaginación de una chica que una historia romántica y triste.

—Todo ocurrió hace unos treinta años. En ese entonces yo tenía diecinueve, y un sueño: ser músico. Ya estudiaba con el profesor Gutiérrez, como te conté cuando hiciste mi biografía, pero lo que no quise decir es que me sentía inseguro. Mis padres querían que estudiara una carrera universitaria, y que la música fuera solo un pasatiempo. En esa época apareció André en la cafetería, y su mirada… —Daniel revolvió el resto de su postre e hizo un desastre en el plato—, …me cambió la vida para siempre…

—¡Woww…! —Sol tenía detenida en el aire la cuchara con un trozo de lemon pie, y observaba a Daniel con los ojos enormes y brillantes—. ¡Qué romántico!

—Sí… —Daniel se sumergió en los mejores recuerdos de su romance—. Me pidió un latte y galletas de canela, pero no pude llevárselas.

—¿Por qué?

—Porque otra moza de la cafetería también le había echado el ojo, y se me adelantó. Pero André fue paciente y esperó hasta que yo me atreví a acercarme de nuevo.

—¿Y se hicieron novios? —Sol estaba tan emocionada que soltó la cuchara para apoyar los codos en la mesa y la cara entre sus manos. Daniel esbozó una sonrisa:

—No. Primero fuimos amigos; muy buenos amigos. Pero cometí un error que me costó dejar de verlo por años: me asusté y rechacé la posibilidad de un romance con él, y después me puse de novio con una chica…

Sol abrió la boca, asombrada, y se olvidó de la discreción:

—¿También salía con mujeres…?

—En realidad solo salía con chicas. Pero con André me pasó algo diferente: luché contra mis instintos, pero al final tuve que aceptar que me había enamorado de él.

—¿Estuvieron juntos mucho tiempo?

El rostro de Daniel se ensombreció:

—A través de los años pudimos estar juntos algunas veces, pero no lo suficiente. Al final la vida nos separó…

—Qué pena, señor Correa… —Sol mordió el último trozo de su lemon pie haciendo un puchero—. ¿Nunca más supo de él?

—Nunca.

—¿Y no volvió a enamorarse?

Daniel alzó los hombros en un gesto resignado:

—Ni siquiera lo intenté. ¿De qué iba a servir?

                         ***

Enfundada en un bikini rojo y con su piel brillosa por el bloqueador solar, Evelyn se internaba en las embravecidas aguas de la playa mientras Sergio, con un short azul estampado con unos enormes hibiscos amarillos, comprado en un puesto callejero de Kuala Lumpur, la observaba desde la orilla con el corazón en la boca.

—¡Metete al agua de una vez! —le gritó la chica mientras se reía cuando las olas parecían querer taparla—. ¡Está helada!

Sergio puso los pies en el agua y se congeló. Le ardían los hombros y la nariz a pesar de la generosa cantidad de bloqueador que se había puesto, y estaba blanco como el oficinista que era, una absoluta vergüenza comparado con su valiente novia, a la que los baños de sol y agua salada le habían dado un bello tono dorado.

—¿Querés pescar? —Gabriel ofrecía un gran contraste con su sobrino: con los brazos más fornidos y su bronceado de días tras días al aire libre, el pelo y una barba incipiente totalmente blancos y los ojos celestes que resaltaban en su rostro, parecía mayor pero a la vez tan vital como Sergio. Se subió de un salto a las rocas desde donde pescaba cuando el tiempo se lo permitía, y acomodó tres cañas entre unas grietas. Sergio lo siguió a paso lento y mirando las rocas, con miedo a resbalarse; encontró un buen lugar y se sentó con las piernas colgando sobre el agua y una de las cañas a mano. Su tío iba a encargarse de vigilar las otras dos.

Evelyn salió del agua y el secretario respiró, aliviado.

—No tengas miedo —le dijo Gabriel —. Las olas son fuertes, pero en esta parte de la isla hay que caminar mucho para llegar a lo profundo. A tu novia no le va a pasar nada…

—¿Y no hay mar de fondo?

—Más adentro sí, pero donde estaba ella, no. 

—El agua se ve hermosa, pero yo le tengo bastante respeto…

—Sí. —Gabriel estaba de acuerdo con su sobrino—. El mar exige respeto, y suele tragarse a los que son demasiado atrevidos con él.

Evelyn subió a la roca y abrazó a Sergio, que gritó al sentir su piel helada contra la suya. Gabriel opinó:

—La próxima vez arrastralo al agua, sobrina. Sergio tiene que perderle el miedo al mar.

—¿No dijiste que al mar había que tenerle respeto? —protestó Sergio.

—Respeto sí, pero no miedo. Si le tenés miedo, el mar también puede tragarte…

—¿Viste? —Evelyn sujetó a Sergio de un brazo y lo obligó a levantarse—. Tenés que ser más valiente. ¡Vamos!

—¡No! ¡Esperá…! —A los gritos, el secretario fue arrastrado al agua hasta que las voraces olas casi le taparon la cabeza. Gabriel se rió tanto que casi perdió una de las cañas.

                        ***

En la biblioteca de André, Daniel y Fanny intentaban recuperar el tiempo perdido: el oboe dorado parecía la sombra de aquel que había sido la admiración de los mejores auditorios de Europa: ahora ejecutaba escalas de principiante en las endurecidas manos de su dueño.

—¡Vamos, Daniel! —exclamó Fanny —. ¡Un poco más rápido!

Tras la puerta, Ana y Sol escuchaban las órdenes de la mujer y las temblorosas escalas. El ama de llaves se secó los ojos con los nudillos:

—Pobre señor Correa —susurró—. Perdió todas sus habilidades…

—Necesita práctica —respondió Sol también en voz baja. Unos insistentes golpes a la puerta de calle las sorprendieron. Era Javier, que parecía haber venido corriendo desde Montevideo: con la respiración agitada y una carpeta en la mano, preguntó por el dueño de casa:

—Señor Correa, tengo noticias de Malasia… —El chico se detuvo en seco cuando vio a Fanny, pero Daniel lo tranquilizó:

—Cerrá la puerta. Podés hablar delante de ella; lo sabe todo.

Javier miró a la mujer con desconfianza, pero igual le extendió la carpeta al músico:

—Sergio me mandó un mail desde Isla de Borneo. Parece que Gabriel Duarte perdió la memoria  por casi diez años. Tengo las fechas. Hay que ver si coinciden con la aparición de André Vermont.

Javier había impreso los datos que Sergio le envió a su correo; el secretario había tenido que ir al puerto de Isla de Borneo para conseguir internet, y junto con los datos que le dio Gabriel, también le mandó algunas fotos. Fanny silbó cuando vio una de ellas: un hombre alto y bronceado, delgado y con músculos suaves, con el cabello blanco y unos ojos claros que observaban la cámara:

—¿Éste es Gabriel Duarte?

—Sí. —respondió Javier.

—Vas a tener que inscribirte en un gimnasio, Daniel… —Fanny lanzó una carcajada y Javier apretó los labios mientras miraba al músico, que se había puesto rojo de vergüenza.

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