Capítulo 37- Como un mantra
—¿Conocés a alguien llamado Daniel Correa? —La pregunta quedó flotando en el ambiente cargado de vapores de vino, frituras de pescado y pan caliente, y las buenas sensaciones que proporcionaban un estómago satisfecho y una cabeza libre de preocupaciones, se esfumaron. Sergio no apartaba la mirada, en la que se leían años de reproches y malentendidos, de los ojos de su tío, que no pudo leer en ellos lo que pasaba por su agitada cabeza.
—No… —respondió, indeciso. Estaba seguro de que la respuesta era importante, pero ese nombre no significaba nada para él—. No conozco a nadie llamado así…
Sergio resopló y Evelyn, que nunca había soltado su brazo aunque también se interesó por la respuesta de Gabriel, redobló el esfuerzo por llevarlo a la cama: así, medio borracho, su novio no estaba como para iniciar una conversación postergada por treinta años. Pero Sergio se fastidió y tironeó de su brazo:
—¡Soltame! —exclamó, y la chica se tambaleó al perder el apoyo—. ¡Tenemos que arreglar las cosas ahora!
—Dejalo, Evelyn… —dijo Gabriel, con suavidad—. Entiendo que no puedas comprender los motivos por los que me fui de Montevideo, Sergio. Hay algo que nunca quise contarle a nadie…
Gabriel comenzó a hablar de lo que recordaba: su juventud en Montevideo, su temprano amor por el mar y el deseo de alistarse en la marina. Pero un día, todo se terminó:
—Nunca supe qué me pasó —dijo, con la mirada fija en un rincón de la cabaña, entre una pared y el techo, en donde una araña diminuta trabajaba haciendo su tela. Contando mentalmente las vueltas del fino hilo de seda para darse calma, prosiguió—. De golpe, diez años de mi vida se me fueron como una noche de sueño. De vivir cerca de ustedes y en mi país, desperté en un barco, en altamar, diez años más viejo y sin tener idea de qué me había pasado. El barco estaba a mi nombre, pero yo no recuerdo cómo lo compré, y menos cómo terminé en un lugar tan lejano. Sé que no vas a creerme, pero…
La historia sonaba inverosímil, pero tanto Sergio como Evelyn sabían que había muchas cosas mágicas alrededor de las vidas de Daniel Correa y André Vermont.
—Los espíritus jugaron con su mente… —musito Evelyn dirigiéndose a su novio—. Por eso no recuerda nada.
Gabriel pensó que no había escuchado bien. ¿Acaso la novia de su sobrino había dicho la palabra «espíritus»?
—¿Qué intentas decir, Evelyn? —preguntó, con miedo a saber la respuesta. Durante años había escondido ese suceso de su vida que no podía explicar, pero tal vez la respuesta era aún más difícil de creer que sus múltiples hipótesis.
—Tío… —La chica se sentó a su lado y lo tomó de las manos, que sintió frías y algo temblorosas—. ¿Te suena el nombre André Vermont?
¿Por qué le daban tantos nombres que él no conocía? ¿Acaso sufría de doble personalidad y no lo sabía? Esa había sido una de las hipótesis que había barajado, pero nunca encontró pruebas. Además, después de veinte años, nunca volvió a sufrir un episodio semejante.
—Tampoco oí ese nombre en mi vida. ¿Se puede saber quiénes son Daniel Correa y André Vermont? —volvió a preguntar, frustrado—. ¿Qué tienen que ver conmigo?
Sergio había permanecido en silencio luego de que su novia tomó las riendas de la charla. Reaccionó y se puso a hurgar en su teléfono hasta que encontró una foto del dibujo que Javier había hecho de André y Snow:
—Éste es André Vermont.
Gabriel se quedó frío: ese hombre en verdad se parecía a él.
***
Daniel había querido hacerse un gusto: ya se había tomado un par de tazas de té junto con las delicias que le habían llevado para comer en el salón de té. Pero había visto una vitrina con unas tortas irresistibles. Decidió llamar a la moza:
—Señorita, ¿Podría decirme qué variedad de tortas tiene?
—Sí, señor. Tenemos torta de chocolate, lemon pie, orange pie, rogel, torta de frutillas con crema…
Daniel detuvo a la muchacha:
—Frutillas con crema. Esa está bien para mí. ¿Cuál preferís, Sol?
Sol no podía más, pero se le había hecho agua la boca al sentir la mención al lemon pie, su postre predilecto:
—Lemon pie, ¿puede ser una porción pequeña?
Daniel se rió y le dijo a la moza que le trajera una porción normal. Si no la podía terminar se la envolverían para llevar.
—Eso no es de muy buena educación —opinó Sol, a la que le daba vergüenza pensar en llevarse cosas a medio comer de un lugar tan fino.
—No te preocupes —le respondió Daniel—. Al principio de mi carrera, cuando viajaba con la orquesta, teníamos tan poco dinero que empaquetábamos todo lo que no podíamos comer, y lo llevábamos al hotel para comerlo luego. Mis compañeros y yo no estábamos en posición de desperdiciar comida.
—Pero ahora tiene dinero. No tiene por qué hacer eso.
Daniel se rió, pícaro:
—Probablemente me quedó la costumbre. Apreciarás ese lemon pie mañana, con el desayuno.
Sol comía despacio, mirando hacia afuera. Se la notaba reflexiva y Daniel, que tenía el encargo de Javier de averiguar sobre su novela, le preguntó:
—¿Hablaste con Javier?
—¿Acerca de qué?
—No sé… Sobre su trabajo en la editorial. ¿Le va bien?
—¿Y usted no le preguntó? Tengo entendido que ya se vieron algunas veces desde que él llegó de París.
Daniel no podía ocultarse ante esa inteligente chica que había captado sus intenciones. Decidió cortar por lo sano:
—No es de Javier de quien quiero hablar, sino de vos. Ni él ni yo creemos que hayas tirado tu libro.
Como suponía, Sol se fastidió:
—Señor Correa, ¡Le pido por favor…!
El músico levantó una mano y la interrumpió:
—Yo no soy un chico al que puedes manipular como a Javier —le dijo, con tono firme—. Puedes hacer lo que quieras con tu libro, pero yo te aconsejaría que no te rindieras ante la primera opinión. Si yo no hubiera aceptado los consejos de André hoy no sería quien soy… Y voy a darte el mismo consejo que él me dio.
Como si fuera un mantra que jamás había olvidado, Daniel le recitó a Sol la misma frase que su amado le había dicho años atrás, y que él después le había dicho a un joven tan perdido como ella:
—En la vida no existe el camino fácil. Si te decidís a vivir una vida que no te gusta y no seguís tu vocación, vas a ser una desgraciada aunque estés económicamente tranquila. Tal vez tu carrera de escritora no te haga rica, o tal vez sí, quién sabe, pero vas a ser feliz porque estarás haciendo lo que te gusta.
Sol quiso protestar, pero esa frase tenía una verdad implícita: ella no era feliz a pesar de que tenía trabajo y la economía asegurada:
—En realidad tiré el libro a la basura, señor Correa, pero después lo recogí. Y nunca me deshice de los respaldos…
Daniel le sonrió y le hizo un gesto de aprobación:
—Entonces lleváselos a la jefa de Javier. Ella va a darte una opinión sincera.
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