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Capítulo 32- Fin de la búsqueda

Gabriel Duarte por fin había encontrado su lugar en el mundo: un rincón apartado de la isla de Borneo en donde el mar, una franja de arena blanca y el comienzo de una selva espesa e inexplorada unían sus diferencias en una armonía de sonidos, aromas y colores primitivos. Debajo de unos árboles de troncos lisos y rectos, de gran altura, había una cabaña de madera medio podrida. Su último morador, demasiado viejo para vivir alejado del mundo, se había ido a la ciudad.

El antiguo marino no vio el piso deshecho de la cabaña ni los agujeros del techo; vio las embravecidas olas del mar que rompían contra unas rocas, a pocos metros de su puerta. Vio una pequeña ensenada en donde se podía guarecer un bote, y escuchó el canto de los pájaros, escondidos en las copas de los árboles, y también los poderosos y extraños sonidos de la selva. Sintió el sol en su piel, y se imaginó un cielo nocturno sembrado de estrellas. Después de tantos años de vagar sin rumbo, podía detenerse al fin.

Por casi veinte años buscó algo que nunca había encontrado, pero que tampoco sabía bien qué era. En el fondo de su corazón se había arraigado una melancolía que no la arrancaban ni la proa de su barco vuelta hacia el horizonte, con los delfines saltando a su alrededor, ni la sensación de libertad que le daba no estar atado a nada en el mundo.

A veces se acordaba de Montevideo y de aquella familia a la que había abandonado. Cuando llegaba a un puerto compraba una postal y la enviaba a su casa solo para que su hermano supiera que aún estaba vivo; a esa altura creía que nunca iba a ser perdonado. También había comenzado a escribir las crónicas de sus viajes y luego algunas novelas que le mandaba a un editor del cual se había hecho amigo en uno de los tantos puertos en donde había parado, y que se hizo cargo de publicarlas y distribuirlas por algunos países de Europa con relativo éxito.

Gabriel nunca supo qué le había ocurrido: tenía una existencia pacífica y normal en Uruguay y de pronto se encontró solo, a bordo de un barco que no recordaba haber comprado, y al otro lado del mundo. Había partes de su vida que no recordaba, y tenía el presentimiento de que no debía volver a Montevideo.

Cuando se enteró de que su sobrino lo estaba buscando, primero se ilusionó pero después entró en pánico: ¿Qué iba a decirle? ¿Cómo iba a justificarse cuando sabía que la verdad era imposible de creer? No pudo enfrentarse a sus dudas y miedos, y siguió huyendo para que Sergio no lo encontrara.

Meses después recaló en Malasia y se enteró de que en la isla de Borneo hacía falta gente, proteccionistas que se encargaran de cuidar la fauna y la flora de esa tierra poco explorada y con una biodiversidad frágil. Amaba la libertad del mar, pero estaba cansado de los viajes. El lugar que le ofrecieron para vivir, la vieja cabaña destartalada, iba a llevarle mucho trabajo hasta dejarla habitable, pero el lugar lo enamoró, y también pensó que allí su sobrino nunca podría encontrarlo. Al final se decidió por vender su barco e instalarse en la isla.

Un día escuchó un estruendo que venía por la playa: era el Jeep de la policía del puerto. El viejo vehículo daba saltos esquivando la arena seca en la que seguramente iba a quedar enterrado ante el más mínimo error de su conductor.

***

Ir desde Kuala Lumpur hasta la isla de Borneo no era una empresa fácil: había que hacer un recorrido por tierra que se llevaba casi un día, y luego cruzar el mar de la China en un trayecto de cinco horas que era toda una aventura. Cansados por el traqueteo del barco viejo y desvencijado que les había tocado en suerte, Sergio y Evelyn se bajaron, cargando su equipaje. Pensaron buscar un hotel, pero más allá del puerto no había más que algunas casitas de pescadores, un par de bares de dudoso aspecto, dos o tres calles con chozas cada vez más precarias, y después la selva.

-¿A dónde vinimos a parar? -A esa altura Evelyn ya no se preocupaba mucho por su aspecto: llevaba ropa deportiva, no tenía maquillaje, y su cabello estaba recogido en una cola de caballo: el calor y la humedad le habrían impedido mantener un peinado decente.

-Éste es el lugar que me indicaron en la oficina de Kuala Lumpur. -Sergio estaba tan confundido como ella, pero en la oficina del puerto vio un cartel, escrito en malayo e inglés, con el mismo nombre que le había dado el funcionario de la embajada uruguaya: estaban en el puerto correcto.

-Entonces tenemos que buscar una oficina gubernamental. Si tu tío vive acá, tiene que estar registrado.

-Bien. -Sergio volvió a tomar las maletas y se dirigió a la única oficina que había en el puerto. Un hombre pequeño y de tez bronceada lo recibió:

-¿Qué desea? -le preguntó en inglés, al ver su rostro que, a todas luces, no era asiático.

Sergio tuvo que explicarle por qué estaba allí, y a quién buscaba, pero el hombre lo miró con extrañeza:

-¿Uruguay? ¿Dónde queda Uruguay?

Evelyn resopló y Sergio le apretó suavemente los dedos, para que no hablara: ese hombre era el único capaz de guiarlo hasta su tío, y los improperios que podían salir de su tierna boca no iban a ayudarlo.

-Uruguay... -Luego de una larga explicación, en la que finalmente Sergio nombró a Gabriel Duarte, al funcionario se le iluminó el rostro:

-¡Sí, claro! Hace unos meses otro occidental pasó por el puerto. Pero yo no puedo ayudarlo; tendrá que ir a la delegación policial. Ellos deben saber en dónde está.

La delegación policial era una casita que poco se diferenciaba del resto: paredes rústicas, ventanas de metal oxidado y techo de paja. Lo único que tenía distinto era un pequeño cartel en la puerta, escrito en malayo: Sergio y Evelyn supusieron que decía "Policía" o algo parecido. Adentro había dos hombres vestidos de bermudas y camisas color caqui, un uniforme policial cómodo para el calor. Estaban desparramados en unas sillas y con sendos ventiladores sobre sus escritorios, disfrutando del aire y con los ojos entrecerrados. Se enderezaron de apuro al verlos, sorprendidos de recibir visitas.

-¿Uruguay? -Cuando Sergio pensó que iba a tener que explicar otra vez dónde quedaba su país, y Evelyn comenzaba a perder la paciencia, uno de los policías lo interrumpió-. Sí, claro. El nuevo encargado del área de conservación de la zona norte de la isla, es uruguayo.

Esa era una noticia inesperada:

-¿Sabe dónde puedo encontrarlo? -preguntó Sergio, después de que el policía le confirmó que aquel hombre uruguayo se llamaba Gabriel Duarte.

-¡Por supuesto! Si quieren puedo llevarlos en el coche policial.

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