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Capítulo 31- Una historia romántica

—Es una historia interesante… —Javier había demorado unos días en leer la novela de Sol, que relataba las vida de una familia durante el cruento período de la Guerra Grande, un conflicto que se había desarrollado en Uruguay entre los años 1839 y 1851, pero del cual formaron parte brasileños, argentinos, y hasta ingleses, franceses e italianos como Guiseppe Garibaldi. La vida de esa familia servía como marco para describir la sociedad de la época, y también el conflicto armado—. Y muy triste…

Sol había esperado con impaciencia a que su amigo terminara de leer, y su poco entusiasta opinión la molestó:

—¿Solo eso? ¿Interesante y triste? ¿Qué te parecieron los personajes? ¿Pensás que se ajustan al contexto de la época? ¿Y las batallas? ¿Creés que están bien descriptas?

Javier no supo qué responder a las preguntas de la chica: en realidad él no era un gran lector, y no podía darle una opinión profesional:

—Están muy buenas… —dijo, inseguro—. La verdad es que es un gran libro…

Sol suspiró con impaciencia, y uno de los oscuros mechones de su pelo, que se había soltado y tenía sobre la cara, salió volando. Javier sonrió al ver su gesto:

—Yo no puedo darte una opinión profesional, pero sí la de un lector común. ¿Por qué no vas a la editorial en donde trabajo, y le mostrás tu manuscrito a Marcela Irribarren? Ella podrá ayudarte…

—Pero mi idea era presentar el manuscrito en mi editorial —objetó la chica—. Después de que pase por las manos de un corrector de estilo, se lo mostraré a mi jefe.

—Está bien. —Javier parecía desilusionado—. Como quieras…

Al ver su expresión apagada, Sol lo miró con curiosidad:

—¿Qué te pasa?

—Es que…, ¿te acordás de que habíamos quedado en que yo iba a dibujar la carátula de tu libro? Si tu editorial lo publica, no voy a poder...

Sol se había olvidado de ese detalle:

—¡Es cierto! Pero, bueno, voy a convencer a mi jefe de que igual te permita hacerla. —La chica dudó antes de seguir hablando—. Ya me había hecho a la idea de que la carátula de mi primer libro iba a ser tuya…

Javier miró el rostro ruborizado de su amiga, y sintió un calor que le subía por el cuello hasta las mejillas.

                         ***

Sergio había tratado de aplazar la charla con Evelyn; le ofreció un café, y estuvo casi diez minutos encerrado en la cocina, pensando qué hacer para evitar confesarle la verdad. Por un momento estuvo tentado de escaparse por la entrada de servicio, pero la mujer apareció en la cocina antes de que se decidiera: le lanzó una mirada como para derrumbar un iceberg, tomó las tazas de café, que ya se estaban enfriando, y salió rumbo a la sala. El secretario la siguió con el azucarero, que tintineaba por el temblor de su mano.

—¿Me prometés que, te diga lo que te diga, no vas a pensar que soy un loco delirante? —le preguntó cuando por fin pudo calmarse un poco. 

Evelyn le había puesto una sola cucharadita de azúcar a su café, pero lo revolvió con la energía suficiente como para que el líquido saliera disparado por los bordes de la taza:

—Solo quiero la verdad.

 —Está bien… Estoy buscando a mi tío porque… —La historia de Gabriel Duarte y Daniel Correa era demasiado triste, y Sergio se avergonzó de contarle ese episodio a su novia; le preocupaba que ella pensara que la traición estaba en los genes de su familia. Pero cuando, con un miedo terrible, siguió con la historia de Snow y André Vermont, la chica se fue sentando cada vez más al borde del sillón a medida que el secretario, ya sin fuerzas para mirarla, le relataba todo lo que Daniel, Javier y él habían descubierto. El hombre se detuvo para recobrar el aliento, y levantó los ojos. Evelyn lo observaba, en efecto, como si estuviera loco:

—¿Qué estás diciendo? ¿Un gato poseído? ¿Tu tío también? ¡¿Me estás tomando por estúpida?! 

Evelyn casi tiró la taza de café cuando se levantó y, en su prisa por irse, chocó una de sus piernas contra la mesa de centro. Sergio reaccionó y la sujetó de un brazo:

—No te vayas… —Casi la empujó para hacerla sentar de vuelta, y tomó los documentos y el libro de Daniel Correa para ponerlos sobre su regazo—. Aquí están las pruebas de que lo que te conté es cierto…

Evelyn ya no tenía fuerzas para levantarse de nuevo; no quería perder a Sergio y deseaba creerle, pero lo que él le había contado era demasiado inverosímil. Estaba a punto de comenzar a llorar, cuando leyó en el borde de uno de los papeles que habían ido a dar a su regazo, las palabras "Querido Daniel…". 

                            ***

—¡Qué historia tan bella y romántica…! —Afuera había caído la tarde, y Evelyn no se había movido por varias horas del sillón de la casa de Sergio. Estaba rodeada de papeles: había leído con detenimiento las cartas de André Vermont, y su novio le había mostrado las partes más importantes de las reseñas, para que no perdiera el tiempo leyendo lo que no tenía que ver con la historia:

—¿No estás enojada conmigo porque no quise contarte ésto? Tenía miedo. Es una historia tan difícil de creer…

—Hiciste mal —Evelyn levantó un dedo acusador hacia su novio, que se encogió en el sillón, y después señaló sus maletas—. ¿Y a dónde planeabas irte?

—Malasia —respondió Sergio—. Ese es el último destino en donde pude rastrear a mi tío…

—¡Excelente! Tengo que llamar a la señora Estela para pedirle que me adelante la licencia. ¡Me voy contigo!

                         ***

Sol sentía que el desayuno se le había atascado en el estómago. Tomaba agua fría, de a sorbos, para contener el malestar mientras, cada vez más nerviosa, esperaba en la antesala de la oficina de su jefe a que él se desocupara y la atendiera. Le había dado el manuscrito de su libro, ya corregido, unos días antes, y el hombre por fin la había mandado a llamar para darle su opinión.

—Pasá, Sol —le dijo el hombre, por fin. La chica sintió que su estómago se revolvía más mientras entraba a la oficina—. Tomá asiento.

—¿Pudo leer mi novela, señor jefe? ¿Qué le pareció?

El hombre se puso serio, y Sol se agarró de los posabrazos de la silla.

—Leí los primeros capítulos, y me pareció que está bien escrita. Pero… —El hombre le dio a la chica un montón de excusas: que el mercado editorial estaba en baja, que el tipo de historias como la que ella relataba no se vendían bien, y algunas cosas más que Sol ya no pudo oír. En suma, la novela no le había gustado. Ni siquiera la había leído completa.

Un rato más tarde, la chica llegó a su apartamento con la carpeta en donde llevaba su manuscrito. Fue a la cocina y, con los ojos llenos de lágrimas, la tiró a la basura.

                         ***

Malasia era un país singular: con su mezcla de etnias y religiones, nativos, chinos e indios que tanto eran católicos, musulmanes o budistas, sumaba su estilo de arquitectura antiguo a una infraestructura moderna y sofisticada. Cuando bajaron del avión en el aeropuerto de Kuala Lumpur, después de un día y medio de viaje y dos escalas eternas e incómodas, Sergio estaba extenuado: se le habían hinchado los pies, le dolía todo el cuerpo, y el calor y la humedad del país asiático lo hizo sentir como si tuviera un peso extra sobre los hombros; estaba seguro de que la presión arterial se le había ido al suelo. Evelyn, en cambio, rezumaba entusiasmo:

—¡Mirá, amor! —Antiguas mezquitas, edificios modernos, tiendas, puestos callejeros, y la cantidad de gente, autos, motos y bicicletas que se aglomeraban en calles y veredas, llamó su atención mientras iban en el taxi, rumbo al hotel. 

—Sí, ya vi… —Detrás de sus lentes de sol, Sergio tenía los ojos cerrados. Lo único que quería era darse un baño frío y dormir por lo menos una semana—. ¿Falta mucho? —le preguntó al chofer. Por suerte en ese país el inglés era casi el segundo idioma oficial.

—Cinco minutos, señor… —El hombre los miraba con curiosidad a través del espejo retrovisor—. ¿Puedo preguntar de qué país vienen?

—¡Uruguay! —exclamó Evelyn, entusiasmada, mientras le señalaba a Sergio otra atracción turística.

—¿Uruguay? —El chofer se quedó pensando—. ¿Eso queda en África?

A pesar de su cansancio, Sergio lanzó una carcajada porque Evelyn se ofendió con el taxista:

—¡América! Uruguay queda en Sudamérica, entre Argentina y Brasil…

Al hombre se le iluminaron los ojos:

—Argentina, sí… ¡Maradona!

Sergio volvió a reírse y Evelyn resopló, molesta:

—¡Lo único que le interesa a los hombres es el fútbol…!

                          ***

Después del desayuno continental del hotel, ocho horas de descanso y ropa liviana para enfrentarse al caluroso clima de Kuala Lumpur, Sergio y Evelyn salieron a las concurridas calles de la ciudad, pidieron un taxi y se fueron a la embajada de Uruguay en Malasia, el único lugar en donde alguien los podía ayudar en su búsqueda. 

Allí hicieron varios descubrimientos: Gabriel Duarte seguía en Malasia, pero no estaba muy cerca: el país estaba dividido en dos partes, una sobre el continente, haciendo frontera con China, y la otra en la isla de Borneo, junto con Indonesia, a varios días de viaje desde Kuala Lumpur. En aquella isla tranquila y casi inexplorada el tío de Sergio se había instalado hacía ya un par de meses. Por lo que les informaron en la embajada, había vendido su barco.  

—Si vendió el barco es porque piensa quedarse en la isla de Borneo. —Sergio estaba confundido: ¿por qué razón un hombre de mar habría decidido vivir en una isla selvática y solitaria?—. No entiendo…

—Lo importante es que sabemos dónde está, amor. —Evelyn le dio un afectuoso apretón a su mano—. Lo que tenemos que hacer es viajar cuanto antes a la isla de Borneo; no sea cosa que a tu tío se le ocurra volver a escaparse.

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