Capítulo 30- Confianza y sinceridad
Álvaro y Estela se hacían señas a la distancia: ninguno de los dos entendía qué les estaba pasando a sus secretarios.
Evelyn taconeaba, haciendo más ruido del habitual, por la oficina, mientras cumplía con las órdenes de su jefa. Su eficiencia era la acostumbrada, pero su personalidad chispeante se había apagado por completo: estaba tensa y no hablaba más que para responder alguna pregunta puntual. Sergio parecía triste, y de vez en cuando la seguía con la mirada, pero no obtenía más que indiferencia por parte de la chica.
«Pero, ¿qué les habrá pasado?», pensó Álvaro. «Son el fuego y el agua, pero parecía que se llevaban bien».
El celular del secretario comenzó a sonar:
—Sergio, soy Javier. No vayas a decir mi nombre en voz alta.
—Está bien… —El secretario no entendió por qué el chico se venía con tantos misterios, pero le siguió la corriente.
—Necesito que vayas a la casa de Daniel Correa. Tenemos que hablar de algo muy importante acerca de tu tío. ¿Leíste el libro que te envié desde París?
—Sí. Y encontré otro... —Sergio no pudo explicarse más: Álvaro y Estela estaban cerca, y Evelyn resoplaba cada vez que lo escuchaba hablar.
—¿Otro? —preguntó Javier—. ¿Acaso encontraste «Los gatos mágicos»?
—Sí.
—¿Y lo leíste?
—Aún no.
—No lo leas —le advirtió el chico—. De todas formas no lo vas a entender. Cuando puedas llamame y arreglamos para ir a la casa del señor Correa.
—Está bien… —Sergio cortó la comunicación y se encontró con los furiosos ojos de Evelyn, que había estado escuchando su misteriosa conversación, segura de que hablaba con otra mujer. El hombre bajó la vista; en ese momento no podía hacer nada por aclarar la situación; lo único que podía era esperar que un día ella comprendiera su silencio y quisiera perdonarlo.
***
—¡No me pueden estar hablando en serio…! —Sergio escuchó las palabras de Daniel, ya que Javier, que había empezado con la historia de Snow, André Vermont y el hombre del siglo diecinueve y, nervioso, se había enredado con datos y fechas, terminó siendo interrumpido por el músico:
—Sí, así es, Sergio. El único que sabía la verdad era Javier, y después mi amiga Fanny, que recobró la memoria y apareció en mi casa —Daniel había tratado de conservar la calma mientras hablaba. No quería seguir exponiendo su historia, pero a esa altura ya estaba totalmente convencido de que Gabriel Duarte era André, y de que Sergio era el único capaz de encontrarlo—. Snow, mi gato, tenía un espíritu que deseaba castigar a André por un suceso del pasado, y lo usó para que completara siete castigos, entre los que estaba hacer que yo me convirtiera en músico. Volvimos a encontrarnos un par de veces a través de los años, hasta que se lo llevaron.
Sergio se había perdido en la historia, pero una cosa le quedó clara:
—Entonces, ¿puede ser que mi tío no lo haya engañado?
—André jamás me engañaría, Sergio —le aseguró Daniel—. Cada vez que se lo llevaban le borraban la memoria.
—Pero, ¿quiénes?
—Eso no lo sé. Hace veinte años, cuando desapareció, intenté seguirlo pero no me lo permitieron.
—¡Qué historia más increíble…! —Sergio no sabía ni qué pensar, pero había estado revisando las cartas de André y las reseñas de sus libros mientras Daniel le contaba la historia, y encima tenía la biografía del hombre del siglo diecinueve. Había sucumbido a la curiosidad de leer el primer capítulo de «Los gatos mágicos», a pesar de que no había entendido mucho, pero ahora todo le cerraba: no había forma de que su tío conociera la historia de Daniel y Snow, y menos la de Javier y Marco, si no había sido André Vermont en otra vida—. Estuve investigando la ruta que lleva mi tío. Aún está en el sudeste asiático, pero es difícil dar con él: no se queda más que unos pocos días en cada puerto.
***
Una mañana Evelyn llegó, como siempre, a la casa de los Ibáñez, y se encontró con una mala noticia:
—Sergio se tomó una licencia por tiempo indeterminado —le explicó Álvaro a la desconcertada chica—. Hace tiempo que está buscando a un familiar, y lo rastreó en algún lugar de Asia. Piensa viajar hasta allí para encontrarlo. Te dejó ésto —le dijo, al tiempo que le extendía una carta—. Me dijo que te la diera en unos días, cuando él ya no estuviera en el país, pero creo que es mejor que la leas ahora.
Evelyn sintió un dolor casi físico ante la traición de Sergio. Salió al jardín y demoró un rato en juntar el coraje para abrir la carta. A su alrededor el día era tibio y apacible, pero no podía verlo con claridad a través de sus lágrimas. Rasgó el sobre con furia, y desplegó el papel:
«Evelyn: no sé si leerás esta carta o la romperás en pedazos. Pero, antes que nada, quiero que sepas que no hay otra mujer. El único secreto que tengo es la búsqueda de mi tío.
Eso ya lo sabías, pero lo que no sabés es que descubrí que él había tenido un romance con alguien a quien después abandonó. Hoy esa persona está deprimida y con la vida destrozada. Sé que hice mal en ocultarte este secreto familiar, pero me resultaba demasiado vergonzoso.
Hace poco recibí otros datos; ya no estoy seguro de nada, y por eso tomé la decisión de ir a buscarlo. Pero te prometo que cuando vuelva tendré todas las respuestas, y podré aclararte todo. Lo único que te pido es que me esperes, y que nunca dudes del amor que siento por vos. Sergio».
Evelyn soltó la carta con un gesto furioso:
—¡Pedazo de idiota! —Después tomó el celular y llamó a su pareja—. ¡¿Pero qué te pasa, Sergio Duarte?! —le gritó al confundido hombre que la había atendido esperanzado, pensando que ella había reflexionado y decidido perdonarlo—. ¡Decime ya mismo dónde estás!
—Pero… Linda… —musitó Sergio.
—¡¡Callate!! —gritó la chica. Su furioso taconeo por el camino del jardín se escuchaba desde adentro. Álvaro, escondido tras la ventana de su escritorio, la escuchaba, tratando de no hacer ruido—. ¡Decime dónde estás en este instante, Sergio, o te juro que nunca más te vuelvo a dirigir la palabra!
Media hora después, el timbre del apartamento del secretario sonó, insistente. Sergio fue, con la velocidad de un condenado a la horca caminando hacia el patíbulo, a abrir la puerta.
Como suponía, Evelyn no le dio tiempo ni de explicarse: entró a los gritos, y lo tomó de los brazos para sacudirlo mientras lo llenaba de reproches. La rabia acumulada le había hecho ganar fuerza: el secretario se sintió sacudido como un árbol endeble bajo la furia de un vendaval.
—¡¿Cómo pudiste?! ¡¿Creías que yo iba a ser capaz de juzgarte por los errores de tu familia?! ¡¿Tan poco me conocés?!
—Pero… ¡Linda…!
Evelyn lo soltó de golpe, sin aire por el esfuerzo, y se derrumbó en un sillón. Recién ahí pudo ver las maletas que estaban en un rincón de la sala:
—Nunca confiaste en mí…
Sergio se apresuró a sentarse junto a ella, y la tomó de las manos:
—¡Eso no es verdad! Pero, ¿qué querés que hiciera? La historia de mi tío es muy complicada, ¡y yo no podía decirte nada! —Sergio no encontraba las palabras para explicarse sin decirle a la chica toda la verdad—. Tengo que encontrarlo y aclarar lo que pasó…
Evelyn, que creía que la sinceridad y la confianza eran el pilar de cualquier relación, se soltó de las manos de Sergio y le dijo, entre lágrimas:
—Solo quiero que me cuentes la verdad. Si te negás, terminamos acá mismo. Yo no puedo estar en pareja con una persona que me oculta cosas y que no me tiene confianza.
A un costado del sillón, sobre una mesa, estaban las cartas de André Vermont, las reseñas de los libros y la biografía del hombre del siglo diecinueve, que Sergio se había llevado a su casa para leer más tranquilo, y que planeaba devolverle a Daniel Correa antes de irse. El secretario los observó y luego lanzó un suspiro: le había prometido al músico no divulgar su secreto, pero no quería perder a su novia.
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