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Capítulo 3- El secretario

Sergio Duarte llevaba cuatro años trabajando como secretario privado de Álvaro Ibáñez. Era un hombre de edad indescifrable: alto y derecho como un poste, su rostro no estaba marcado por las líneas de la vejez;  pero parecía que se había caído dentro de la ropa, un par de talles más grande, de su abuelo: usaba pantalones de vestir hechos de tela gruesa, zapatos cómodos, camisa, corbata y algún saco de lana. Por lo menos sabía combinar los colores: solo usaba prendas en tonos de azul o marrón, pero nunca los dos colores al mismo tiempo. Llevaba gafas de montura gruesa y el cabello engominado y peinado hacia atrás. Javier solía fijarse en un mechón rebelde que insistía en irse sobre su cara, como intentando rejuvenecerlo.

Era responsable y apegado a su trabajo, aunque miraba al chico con simpatía y a veces se detenía para hablar con él. Pero su rostro se iluminaba cuando veía al gato: le gustaba llevar a Marco en brazos y pasearlo por la casa mientras hacía sus tareas, y más de una vez su jefe lo había encontrado tecleando en la computadora o escribiendo algún informe con el animal dormido en su regazo.

Estela también tenía una secretaria personal, Evelyn, que ayudaba a su empleadora a coordinar sus actividades. 

Evelyn era lo opuesto a Sergio: en sus treinta, usaba ropa a la moda y que le calzaba a la perfección, zapatos de taco alto, y tenía su maquillaje y peinado siempre perfectos. El secretario no se atrevía a mirarla a los ojos por más de un par de segundos cuando ella entraba a la oficina, llenando el ambiente con la energía explosiva que la caracterizaba.

La secretaria sabía el efecto que causaba en Sergio, y le encantaba ver cómo soltaba todo lo que tenía en las manos cuando se cruzaba con él y lo tomaba desprevenido. A pesar de que el hombre era demasiado feo y tímido, le agradaba su personalidad tranquila y educada, y a veces tenía la tentación de arrastrarlo a una tienda de ropa y llevarlo con un estilista para obligarlo a cambiar de aspecto y ver si mejoraba algo.

Marco también quería a Evelyn. La chica tenía la costumbre de subirlo a su regazo y revolverle el pelo hasta dejarlo hecho un desastre, pero también le llevaba regalos: juguetes, un gran rascador de varios pisos, con lugares para descansar y treparse, que habían puesto en el dormitorio de Javier, y muchas golosinas. El gato la miraba con codicia cada vez que llegaba a la casa, y Evelyn se reía a más no poder cuando comentaba que a Marco se le caía la baba solo con mirar su bolso. Sergio la escuchaba, tratando de esconder su sonrisa. 

                         ***

El tiempo pasó, y Javier aumentó su estatura gracias a los tratamientos y al ejercicio físico, pero los traumas del pasado no lo dejaron en paz: sus nuevos compañeros de estudio no sabían nada de sus pobres orígenes, pero el chico se sentía perseguido, convencido de que la seguridad que tenía se iba a terminar en cualquier momento, y que otra vez tendría que acallar a golpes la compasión, y soportar el desprecio de sus pares.

—¿Todo bien, Javier? —Sergio puso una mano en el hombro del chico, que estaba sentado en un banco del jardín de la casa de sus tíos, y había abandonado los libros de estudio cuando su cabeza se llenó de malos recuerdos. Al sentir el amistoso agarre, dio un pequeño salto—. ¡Oh, lo siento! No quise asustarte… —se disculpó el secretario.

—No me asusté —respondió el chico—. Estaba distraído.

—¿En serio no te pasa nada? —insistió el secretario.

—Es que… no sé… —murmuró Javier mientras observaba a Marco, que con la barriga llena y ajeno a las tribulaciones de su dueño, dormía la siesta al sol.

—A ver… —El mayor se sentó a su lado y abrió la lonchera en donde llevaba el almuerzo, que acostumbraba comer debajo de algún árbol, cuando el clima se lo permitía. Le ofreció la mitad—. ¿Quieres conversar?

—Pero… —protestó el chico, mirando el único sándwich, cortado en dos mitades, que llevaba Sergio en su lonchera—, no quiero dejarlo sin comida…

—No te preocupes —replicó el mayor—. La cocinera de tu familia nunca se cansa de ofrecerme comida que nunca acepto. Hoy lo haré y listo.

Javier observó al hombre: el rebelde mechón de pelo sobre su frente y su brillante sonrisa lo hacían ver más joven a pesar de su vestimenta:

—¿Qué edad tiene, Sergio? —le preguntó, sin pensar. Su indiscreción llena de inocencia hizo reír al secretario, que le respondió:

—Treinta y tres… ¿A qué viene esa pregunta?

Para Javier, que tenía diecisiete, los treinta y tres del secretario le parecieron una enormidad, y solo le dijo que tenía curiosidad. Pero un dato llamó su atención:

—Es menor que mi tío… —Por suerte se dio cuenta a tiempo de que casi se le había escapado que Sergio parecía más viejo que Álvaro Ibáñez, un hombre que se vestía a la moda y cuidaba mucho de su aspecto. El secretario volvió a sonreír:

—Es verdad, aunque no lo parece, ¿verdad? —explicó—. A mí esos asuntos no me interesan. Prefiero estar cómodo y usar ropa práctica para trabajar...

—Puras excusas. —Evelyn estaba detrás de ellos: había salido de la casa en silencio, y se acercó al banco sin que se dieran cuenta. El secretario casi dejó caer su mitad de sándwich cuando la oyó—. ¿Treinta y tres años? —repitió con ironía, y luego murmuró para sí—: y se viste como si tuviera sesenta. —Después de hacer una mueca de disgusto volvió a la casa, taconeando por el camino. Hasta Marco abrió los ojos para observarla. 

Las orejas del secretario se pusieron rojas mientras apuraba su almuerzo: la charla con Javier iba a quedar para otro día.

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