Capítulo 28- Los gatos mágicos
André Vermont jamás había escrito un libro, aunque Daniel le había insistido para que lo hiciera: las reseñas de su biblioteca y las cartas que le había enviado mientras estuvieron alejados eran unas pequeñas obras de arte, llenas de hermosas metáforas y descripciones que hacían que el lector se sumergiera con los cinco sentidos dentro de sus palabras.
Daniel leyó el libro de Gabriel Duarte con avidez, deseando saciar en él la sed de años de ausencia. Descubrió que también era una obra de arte: coloridas anécdotas de viajes en las que se entremezclaban referencias culturales de los lugares que aquel hombre de mar había visitado, con las descripciones de sus impresiones personales y lo que despertaba en él cada sitio que iba conociendo.
El músico creyó reconocer a su amado en cada línea, aunque sabía que no podía hacerse ilusiones: ese hombre jamás había hecho nada para buscarlo en casi veinte años.
Cuando llegó a la última página su corazón quedó lleno pero vacío a la vez: deseaba conocer a Gabriel Duarte, pero sabía que se estaba haciendo ilusiones de la nada. Distraído, estaba a punto de cerrar el libro cuando vio la contraportada: «Travesías por los mares de Asia» no era el único libro de Gabriel Duarte: también escribía novelas.
Un título llamó su atención: «Los gatos mágicos», pero no había ninguna descripción de ese libro en la contraportada. Daniel había pasado la noche en vela y estaba muy cansado, pero se levantó de la cama y salió del dormitorio con toda la prisa que le permitieron sus piernas habituadas a la falta de movilidad:
-¡Sol! -exclamó, cuando llegó al escritorio en donde la chica, que había llegado temprano, tecleaba en la computadora-. Necesito que busques algo por mí...
Sol se sorprendió por la brusca aparición del músico que, por lo general, no se levantaba antes del mediodía, y que además era tan lento que sus pasos se oían mucho antes de que llegara:
-¿Qué debo buscar, señor Correa?
-Un libro que se llama «Los gatos mágicos», escrito por Gabriel Duarte. Seguramente está en francés. No importa en qué idioma esté ni cuánto salga el envío. Quiero que lo compres.
-Pero... -objetó la chica-, si Javier está en París, ¿por qué no le pedimos que lo busque? Seguramente lo encontrará antes que yo.
Daniel hizo una seña negativa:
-Es mejor que lo busques vos. -Sin dar más explicaciones, se fue a sentar al sillón de la ventana, con el libro y la carta de Javier en la mano. Respiró un par de veces, para tranquilizarse, antes de leerla:
«Señor Correa: sé que está enojado conmigo porque lo abandoné, pero quiero que sepa que, a pesar de todo, nunca dejé la búsqueda que me encomendó. Sergio se está encargando de eso, aunque no sabe nada de lo que usted me contó. Eso es un secreto que no le voy a decir a nadie. En París, por casualidad, encontré el libro que le estoy enviando. Espero que lo alegre un poco. Y quiero que sepa que, aunque siga enojado conmigo, yo nunca voy a dejar de ayudarlo. Javier Ibáñez».
Un escalofrío de emoción corrió por el cuerpo de Daniel, que se sintió un poco más cerca de resolver el misterio de ese hombre que se parecía tanto a su querido André:
-Sol..., ¿podés llamar a Javier?
Cuando levantó la vista de la computadora, Sol se sorprendió al ver la cara de su jefe: con una sonrisa esperanzada, Daniel abrazaba el libro y la carta mientras miraba hacia el jardín, en donde el sol de la mañana iluminaba la tumba de Snow, revelando los brillos satinados de la piedra gris:
-Señor Correa -le dijo la chica en voz baja, como si no quisiera romper un encantamiento-, tengo a Javier en línea...
-Javier... -El tono de Daniel intentaba ser tranquilo, pero se le notaba un leve jadeo, producto del nerviosismo-. Gracias por el libro...
-Por nada, señor Correa. -Javier nunca esperó que el músico quisiera comunicarse con él. Estaba en la editorial, trazando sobre una mesa de dibujo los últimos detalles de la carátula que por fin había sido aprobada por el escritor, cuando recibió la llamada de Sol-. Me alegró mucho encontrar ese libro, después de tanto tiempo sin saber nada.
-Te debo una disculpa... -susurró Daniel-. Fue egoísta de mi parte querer que te quedaras conmigo y que no siguieras con tu verdadera vocación.
Javier se sintió aliviado:
-Me enteré de que su amiga Fanny lo recordó, por fin. Eso es muy bueno. Y también me alegra que haya elegido a Sol como asistente. Ella es muy eficiente.
-Sí, sí lo es. -Daniel giró la cabeza para mirar a la chica, y le sonrió. Aunque no sabía de qué estaban hablando, ella le devolvió el gesto-. Es una excelente asistente. -En este momento Sol se dio cuenta de que su jefe y Javier hablaban de ella, y se puso roja de vergüenza.
Después de que aclararon todo, el músico se atrevió a pedirle a Javier que buscara el otro libro de Gabriel Duarte:
-Se llama «Los gatos mágicos». Tal vez te lo puedan conseguir en el mismo lugar en donde compraste las crónicas de viajes.
-Mañana mismo me pondré en campaña para buscarlo -le aseguró el chico.
Unos días después, a la casa del músico llegó una caja bastante grande: Javier no solo había encontrado «Los gatos mágicos» sino toda la producción de Gabriel Duarte: siete libros en total.
«Siete libros; siete castigos», pensó Daniel mientras pasaba sus manos, casi con devoción, por los lomos de los libros. El número siete era como una cábala: algo que le permitía soñar con que Gabriel Duarte y André Vermont tal vez eran la misma persona.
Cuando empezó a leer «Los gatos mágicos» se dio cuenta de que en la trama se entremezclaban dos líneas argumentales: el comienzo de una era idéntica a lo que él había vivido con Snow, y la otra era igual a la historia de Javier y Marco.
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