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Capítulo 26- Lo imposible

—¡Ahí viene el Maestro Correa! —Cinco adolescentes se agolpaban tratando de mirar por un resquicio de la puerta de su salón de clases. Ante la súbita exclamación de una de las chicas, se dispersaron a la carrera para ir a sus asientos. Uno de ellos resbaló y casi se fue al suelo en el momento en que Fanny entraba al salón, seguida por Daniel, que parecía esconderse detrás de ella. La mujer le lanzó una mirada furibunda al muchacho ruidoso, que para disimular se había puesto a escribir con la cara enterrada en su cuaderno.

—¡Atención, alumnos! —exclamó Fanny,  con un tono de autoridad que hizo que Daniel también la mirara, como si fuera otro chico—, hoy tenemos una visita muy especial. ¡Les presento al concertista Daniel Correa!

Entusiasmados, los muchachos comenzaron a aplaudir, y el alumno escandaloso juntó sus labios para lanzar un silbido que fue interrumpido por otra furibunda mirada de Fanny:

—Daniel, te presento al quinteto de vientos de mi academia…

—Un placer —musitó el músico, haciendo una ligera inclinación de cabeza para saludarlos. Los adolescentes lo observaron con atención, como esperando que dijera unas palabras, y Daniel ya no supo qué hacer. El  muchacho escandaloso rompió el silencio:

—¿Va a ejecutar una pieza en el oboe para nosotros, Maestro Correa?

—Mauricio, no es el momento —respondió Fanny mientras le lanzaba al chico otra mirada severa.

—Pero, ¡profesora…!

—¡Ahora no, Mauricio! Pueden hacerle preguntas, pero de a uno. No enloquezcan al maestro... —La mujer le sonrió a su amigo—. Este grupito tiene demasiada energía. Si no los frenás se van a poner intensos.

Los chicos protestaron, entre risas, y el ambiente pareció distenderse: Daniel se sentó al frente del salón, y los cinco rápidamente hicieron una rueda a su alrededor. Fanny los dejó solos.

—¿Así que todos estudian instrumentos de viento? —les preguntó Daniel. Era cierto que aquel grupo estaba lleno de energía: respondieron a su pregunta casi al mismo tiempo:

—¡Sí! Yo toco el clarinete.

—¡Y yo la flauta dulce!

Los otros dos chicos tocaban uno la trompeta y el otro el fagot, pero Mauricio sorprendió a Daniel cuando le dijo que también se había decidido por el oboe:

—Admiro mucho su obra, Maestro —le dijo, entusiasmado. Luego bajó la voz y se ruborizó—. Algún día me gustaría ser como usted…

Una risita leve y mal disimulada corrió entre los otros chicos, y Mauricio hundió la cabeza entre los hombros. Daniel, que había comenzado a sentirse cómodo entre esos alegres muchachos, se apiadó de él: 

—¿Tenés algo preparado? Me gustaría oírte…

—¡Sí, Maestro! —Mauricio corrió a su mesa y abrió el estuche de su instrumento. El oboe se veía nuevo y brillante, y los sonidos que salieron de él llenaron a Daniel de nostalgia: era una melodía simple, de principiante, y se notaba que le faltaba algo de ensayo. Pero, con su oído entrenado, el músico supo que ese chico tenía talento:

—Vas por buen camino —le dijo, cuando Mauricio terminó de tocar—. Tenés un estilo propio, y eso es muy bueno. Seguí así, y en unos años llegarás a ser un gran concertista.

El muchacho pareció crecer unos centímetros mientras se enderezaba en su asiento; miró a sus compañeros con satisfacción: un gran maestro internacional le había dicho que era bueno, y ellos ya no podrían burlarse de él. Fanny, parada en la puerta del salón y con el estuche del oboe de Daniel en las manos, observó la escena:

—¿Terminaron de enloquecer al maestro Correa? —dijo, cuando ya se venía otra andanada de preguntas—. Daniel, aquí está tu oboe.

El músico se quedó observando el estuche que no había abierto en años. Los chicos comenzaron a rogar:

—¿Podemos verlo, Maestro? ¡Por favor! —El oboe de Daniel tenía su propia fama: lo habían hecho en Europa especialmente para él, y había llenado con su sonido las mejores salas de música del mundo.

El músico no tenía ganas de remover sus recuerdos abriendo el estuche, pero lo enterneció la mirada llena de ilusión de Mauricio. El oboe resplandeció, iluminado por las luces del salón: su cuerpo de ébano tenía un brillo satinado, pero sus llaves bañadas en oro habían recuperado el esplendor de antaño. Los chicos se quedaron mudos, admirados ante esa maravilla, hasta que la mano de Mauricio se extendió, con reverencia, hacia el instrumento.

—¡No! —exclamó Fanny, pero Daniel la detuvo. Mauricio rozó apenas, con la punta de sus dedos, una de aquellas llaves doradas, y luego quitó la mano como si hubiera profanado algo sagrado:

—Es… Es muy hermoso, Maestro —susurró.

—Tiene muchos años, y lo hice fabricar especialmente para mí, en Italia —respondió Daniel, que también se atrevió a sentir el frío oro y el cálido ébano en la punta de sus dedos. Había extrañado su oboe a pesar de su lucha de años por no recordarlo.

—¿Por eso las llaves están bañadas en oro? —Mauricio pensó que ese instrumento único debía valer una pequeña fortuna.

—Sí. —Daniel todavía recordaba los sacrificios que había tenido que hacer para comprar su primer instrumento, mucho más humilde que ése, y el momento en que pudo darse el lujo de tener ese oboe hecho a su medida—. Algún día también vas a tener uno así, siempre y cuando trabajes duro.

Daniel no había perdido el toque: su estado de ánimo no era el mejor, pero había logrado darle a ese muchacho travieso e inquieto un incentivo para esforzarse en sus estudios. Fanny necesitaba a alguien así en su academia:

«Tengo que lograr que Daniel se transforme en profesor», pensó, decidida.

                          ***

Javier recorría las calles de París; hacía una semana que estaba en la ciudad. Traductor mediante, más o menos había logrado comunicarse con el escritor al que debía hacerle la carátula de su libro, pero el hombre era exigente y no se convencía con los bocetos que le había dibujado.

Inmerso en la atmósfera parisina y buscando inspiración, Javier llegó a una calle en donde había varias librerías, y se puso a observar las carátulas exhibidas en las vitrinas:

«Este franchute…», pensó mientras resoplaba, molesto. «¡No le sirve nada!». 

Se detuvo delante de una pequeña librería especializada en libros de viajes, y se decidió a entrar. El local era oscuro y antiguo, y el olor a papel y humedad le trajo el recuerdo de la biblioteca de Daniel Correa.

Había hablado con Sol, y por ella se enteró de la aparición de Fanny. Esa noticia le había causado alegría: de seguro Daniel estaba feliz por haber recuperado a su vieja amiga. Pero él ni había intentado comunicarse con su antiguo jefe: lo más probable era que se negara a atenderlo.

Su mirada distraída se posó en un libro que tenía una hermosa carátula: un río surcado por coloridas lanchas a motor. Algo en esa imagen le hizo recordar la costa montevideana, con sus lanchas de pescadores artesanales pintadas en colores rojo y blanco, que con su aspecto endeble igual desafiaban con valentía las olas del Río de la Plata en busca del sustento de sus dueños.

«Travesías por los mares de Asia», rezaba el título del libro, en francés. Pero cuando vio el nombre del autor, Javier lanzó un grito:

—¡Gabriel Duarte…!

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