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Capítulo 24- Amistad

Daniel y Fanny se miraron como dos desconocidos: en vez de aquella chica vivaz con una larga coleta negra que se sacudía cuando corría por los pasillos del instituto, la mujer que Daniel tenía enfrente lucía el pelo blanco y corto, con unos mechones levantados que le daban un aspecto moderno. Emanaba un aura de vitalidad que contrastaba duramente con el aspecto del dueño de casa. Ana y Sol observaron con vergüenza su cabello, que tenía otra vez el aspecto de un nido hecho por un pájaro primerizo, y su infaltable pijama y la bata, tan gastada que debió irse a la basura hacía tiempo.

Fanny se acercó a ese hombre tan distinto al muchacho que recordaba: la derrota en los ojos de su amigo sofocaba la alegría del encuentro:

—Daniel… Por fin te encontré… 

El músico se quedó helado: esa mujer tenía la voz de Fanny y también su mirada: aquellos ojos llenos de chispas de entusiasmo y picardía, que ahora estaban nublados por las lágrimas.

—¡Fanny…! —El abrazo fue largo y apretado, sacudido por sollozos. Ana y Sol los observaban, embargadas por la emoción del momento. Cuando por fin Daniel les pidió que los dejaran solos, Fanny le contó lo que había ocurrido:

—Te juro que no entiendo, Daniel. ¿Cómo pude olvidarte? ¡Si sos mi amigo de toda la vida! —le dijo, avergonzada—. Me regalaron tu libro, y cuando comencé a leerlo algo estalló dentro de mi cabeza: tus comienzos en la música coincidían con los míos, y de pronto recordé cuando te conocí en la academia del profesor Gutiérrez, y nuestros años de práctica hasta que nos hicimos profesionales. Aunque nunca me nombraste sentí que estaba en tu libro, entre sus líneas, y poco a poco todo volvió a mi cabeza. Cuando el espíritu se fue yo seguí con mi vida, pero vos desapareciste como si nunca hubieras existido. ¿Cómo pudieron hacerme eso?

—No te preocupes, Fanny. —Daniel sostenía las manos de su amiga mientras la escuchaba: tampoco tenía idea de cómo lo había recordado: tal vez su memoria había regresado de forma natural, o tal vez hubo una intervención divina—. Pero ese espíritu…

—No, no —respondió Fanny mientras le hacía un enérgico gesto con las manos—. Soy yo. Solo yo. No hay nadie más.

«¿Será verdad que los espíritus no volvieron?», pensó Daniel. Si Fanny se había acordado de él, tal vez Gabriel Duarte podría recordar quién había sido.

Fanny sorprendió a su amigo cuando se levantó como un resorte de la silla:

—Vamos a salir —le dijo, decidida—. Ponete lindo así te llevo a comer algo y podemos charlar.

—Pero… —Daniel prefería quedarse en casa y conversar allí, pero Fanny no opinaba lo mismo:

—¡Vamos! Haceme caso… —le dijo, mientras se acomodaba en el sillón, dispuesta a esperarlo—. ¡Apurate! Vamos a precisar horas para ponernos al día.

                         ***

Los amigos se sentaron a la mesa de una cafetería del centro de Montevideo. Daniel se había esforzado en su arreglo personal, y también había sacado voluntad de donde no tenía para salir de su casa.

Fanny no quiso decirle que ya sabía parte de su historia: mientras él se bañaba, se afeitaba y se vestía con su mejor ropa, Ana se había acercado a ella para ofrecerle algo de tomar, y Sol, llevada por la curiosidad, también fue a saludarla. Por ellas se enteró de lo que no estaba escrito en la biografía de Daniel: sus años de soledad, la depresión y su decisión de abandonar la música:

—Ahora contame, Daniel, ¿qué pasó contigo? ¿Por qué no pudiste salir adelante después de que se llevaron a André?

—Me quedé solo, Fanny. —La voz de Daniel se quebró—. Mis únicas compañías eran Mercedes y Snow, y estuve más o menos bien por un tiempo. Pero nunca pude superar la partida de André, y de a poco dejé de salir de casa. Después Mercedes y Snow murieron…

—Pero ahora tenés a Ana y a Sol, que te aprecian y te cuidan…

—Ana sí… —reflexionó Daniel—. Sol es la escritora de mi biografía.

—¿No es tu nueva asistente? —preguntó Fanny.

—Aún no lo he decidido.

—Pero, ¿qué decís? —Fanny lo miró con una de aquellas expresiones de antaño, y Daniel sonrió a pesar de su melancolía: era la Fanny de siempre, capaz de alegrarle el día con un simple gesto—. Es una chica joven y dinámica, y te aprecia tanto como Ana. Ella es tu asistente ideal.

—Pero no sabe nada de mí. Por desgracia, confié en otro chico, y le conté todo. —Daniel le relató a su amiga la historia de Javier, Sergio y Gabriel Duarte.

La taza de café de Fanny se quedó en su mano, a medio camino entre el platillo y su boca, mientras lo escuchaba:

—¿En serio ese hombre es igual a André? —le preguntó, asombrada.

—Su sobrino lo reconoció en una foto que está en mi sala. —Daniel tenía la mirada perdida mientras observaba la calle: el movimiento del centro de Montevideo le parecía extraño, ajeno a su vida. Estaba feliz por el reencuentro con su amiga, pero abrumado por los malos recuerdos—. Dice que es su tío, y lo está buscando aunque tampoco sabe la verdad. El único que la sabe es Javier, que iba a ser mi asistente, pero que me abandonó para irse a trabajar como dibujante editorial.

Fanny también se había enterado, por el relato de Sol, de la historia de Javier, y entendía las razones del chico para seguir con su vocación artística. No iba a justificarlo, pero quería hacer entender a Daniel que ahora Sol era su mejor opción: 

—¡Ya no pienses en Javier! —le dijo como si lo estuviera reprendiendo, a pesar de los años que hacía que no lo veía—. No le cuentes nada a Sergio Duarte. Si él está buscando a su tío, lo único que tenés que hacer es esperar a que lo encuentre. Pero mientras tanto vos y yo tenemos muchas cosas que hacer —le dijo, con aire resuelto—. ¡Se acabaron tus vacaciones, Daniel Correa! ¡Mañana mismo empezás a practicar con el oboe!

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