Capítulo 23- Sin mirar atrás
—Daniel Correa se enojó conmigo. Ana me dijo que me prohibió ir a su casa… —se lamentó Javier.
Sergio lo escuchaba, irritado, a pesar de que su expresión tranquila no lo traicionaba. No podía entender el egoísmo del músico. Javier estaba confundido y triste, sentado en el sillón de su sala, mientras Marco intentaba subirse a su regazo como fuera, ronroneando. El chico se quejó—: Dejame, Marco. No tengo ganas…
—Vení, gatito. —Sergio tomó en brazos a Marco y se lo llevó al otro lado del sillón, en donde se acomodó con él en su regazo, para rascarle la barbilla. Aún estaba de mal humor, pero Marco se encargó de alegrarlo: con sus ronroneos y maullidos le pidió caricias, y le dio varios cabezazos en la mejilla, hasta que lo hizo sonreír. Acariciando su brilloso pelaje negro, el secretario le dijo—: Eres hermoso, Marco.
Después de hacerle un par de demostraciones de afecto, el gato volvió a los brazos de Javier. Parecía buscar en el chico el mismo efecto que había logrado con el secretario.
—Marco es tan inteligente —comentó Sergio, reflexivo—. ¿Te das cuenta de que está tratando de alegrarnos? Eso no lo hace un gato cualquiera.
Javier ya no le daba importancia a las advertencias que le había hecho Daniel acerca de que Marco podía albergar un espíritu. Ni siquiera estaba seguro de qué hacer con la búsqueda de Gabriel Duarte. Era la única persona que sabía el secreto de Daniel ya que el músico, en vez de seguir su consejo y contarle todo, parecía haber cortado lazos también con el secretario.
El chico volvió a observar al gato, que le devolvió una mirada tranquila, con sus ojos amarillos algo entrecerrados, como si estuviera a punto de dormirse:
—No creo que Marco sea especialmente inteligente —respondió mientras lo acomodaba sobre su regazo—. Es un gato común y corriente. —Marco cerró los ojos y le lanzó al chico un enorme bostezo, muy cerca de la nariz—. ¡Por dios! ¿Qué comiste? ¡Que aliento más asqueroso! —No se podía decir si ese también era un efecto mágico, pero Sergio lanzó una carcajada ante el comentario de Javier, y él también se rió. El gato los observó, impasible.
Pero el efecto no duró mucho: Javier volvió a su melancolía y Sergio a su encono: el chico tenía ante sí la oportunidad de vivir de su vocación, y Daniel solo lo quería para apoyarse en él:
—Olvídate de ese hombre, Javier. —Sergio pasó los dedos por su cabello y lo despeinó un poco. Estaba demasiado molesto como para pensar en su aspecto, y Evelyn no estaba cerca para reclamarle, como solía hacer cada vez que lo veía hacer ese gesto mecánico—. Voy a buscar a mi tío porque es mi obligación como familiar averiguar si engañó a Daniel Correa. Pero vos a él no le debés nada.
A Javier le dolió admitir que Sergio tenía razón: su próximo destino era París y la carátula para el nuevo libro de un famoso escritor. Una gran puerta se abría ante él, y debía caminar hacia ella sin mirar atrás.
***
Daniel aún estaba metido en la cama. Había desayunado sin levantarse y luego volvió a apagar las luces para seguir durmiendo. Al mediodía Ana lo llamó para el almuerzo, y el hombre se levantó sin ganas. Fue a la mesa en pijama, arrastrando los pies enfundados en pantuflas.
La mujer lo observó con un nudo en la garganta: hacía semanas que Javier se había ido, y su jefe no había aceptado las visitas de Sol ni de Sergio Duarte, que había llamado varias veces a la casa, pidiendo hablar con él.
Mientras se llevaba, sin ganas, unas cucharadas de caldo a la boca, el dueño de casa se sobresaltó ante la insistencia del timbre, que parecía no dejar de sonar:
—¿Quién molesta a éstas horas? —preguntó. Ana no parecía sorprendida y, sin responderle, fue hacia la puerta. Cuando vio que pensaba abrirla, Daniel gritó—: ¡Esperá! ¡No quiero recibir a nadie!
Pero Ana ya le había franqueado la entrada a Sol, que entró con actitud decidida y una enorme caja en las manos, que arrojó sobre la mesa con un golpe seco. El caldo saltó y salpicó el mantel:
—Cartas de admiradores —dijo la chica con un tono medido que de a poco comenzó a elevarse—. Son cientos las personas que lo recuerdan y esperan volver a verlo. ¿Qué piensa hacer, señor Correa? ¡¿Quedarse aquí hasta que se muera, o tratar de salir adelante?!
—Salí de mi casa, Sol… —respondió el mayor mientras abandonaba la cuchara sobre el plato: había perdido el poco apetito que tenía.
—¡No pienso irme! ¡Yo soy la escritora de su biografía, y la encargada de promocionarla! Usted tiene muchas presentaciones por delante, ¡y está obligado a hacerlas! —Si Sol hubiera tenido más confianza con Daniel, lo habría agarrado de un brazo para llevarlo a la ducha sin dejarlo ni pensar, pero no podía hacerlo, aunque siguió gritando, recriminándole su desidia—. ¡Mire cómo está! ¡Su biografía es un éxito de ventas! ¿Lo sabía? ¡Su público espera verlo, y por ellos debe hacer el esfuerzo de salir adelante!
—Eso ya no me interesa. —Daniel volvió a levantar la cuchara y tomó con lentitud un poco más de caldo, indiferente a los reclamos de la chica. Pero de pronto el timbre volvió a sonar—. ¿Y ahora qué? —exclamó, molesto.
—Debe ser el proveedor del supermercado, señor —le respondió Ana. El músico la miró, molesto: esa mujer estaba urdiendo planes a sus espaldas, y él ya no podía confiar en que la persona que estaba ante su puerta fuera realmente un proveedor o alguien que también quería sacarlo de su casa. Pero Ana volvió, después de atender a la persona que había llegado, con un gesto de confusión:
—Señor Correa, afuera hay una señora que asegura que lo conoce desde hace años —le explicó—. Pero no sé quién es. Nunca la había visto antes —dijo, perpleja.
—Tal vez sea una admiradora que quiere verlo —le indicó Sol—. No creo que sea conveniente que la reciba, señor Correa.
—Esa mujer me dio su nombre —siguió Ana—, y dijo que usted iba a reconocerla. Se llama Fanny…
La cuchara se resbaló de la mano de Daniel y cayó con estrépito sobre el plato.
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