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Capítulo 20- Temporada de conciertos

Poco a poco, y ante la insistencia de Javier y de Sol, Daniel comenzó a salir de noche. Era la temporada de conciertos en Montevideo, algo que en otra época jamás se habría perdido como espectador, y menos como músico. Pero hacía años que no pisaba una sala.

La primera vez que entró a un auditorio recién inaugurado, en donde se presentaba la orquesta filarmónica nacional, se impresionó: el lugar, moderno y bien iluminado, con unas comodísimas butacas, y lleno de público, era muy diferente a los pequeños teatros en donde se había presentado siendo aún un músico desconocido.

—¡Qué hermosa sala de conciertos…! —Mirando todo aquello sintió añoranzas: sus épocas como músico se veían demasiado lejanas. Los dedos se le habían entumecido por falta de movilidad; jamás podría volver a presentarse en un escenario como ése, ni en ningún otro. Javier lo sacó de sus cavilaciones: 

—Sí, muy linda. Vamos a buscar nuestros asientos, señor Correa. —El chico se aburría horrores en esas veladas: no sabía nada de música clásica, y trataba de que Sol acompañara al músico a los conciertos con la excusa de que lo podía llevar en su auto.

A Sol tampoco le gustaba la música clásica, y le inventaba excusas para no ir. Ella y Javier habían tenido varias discusiones por ese tema:

—¡Habíamos quedado en que los dos íbamos a cuidarlo, y ahora yo parezco su niñera! —se quejó Javier.

—Sos su asistente, después de todo. Tenés que acostumbrarte a acompañarlo a donde vaya —respondió la chica, mientras le hacía un gesto pícaro y un guiño de ojos. 

—Solo tengo que encargarme de sus papeles. —Sol no sabía nada del trabajo principal de Javier—. ¡Deberías ayudarme un poco!

—¡Y te ayudo! —protestó la chica—. ¿Acaso no lo llevé al estilista y a comprarse ropa nueva? Si le gustara ir al cine y ver películas de Marvel, o de terror, por supuesto que lo acompañaría. ¿Pero conciertos de música clásica…? —Sol sacó la lengua en un gesto de asco que hizo reír a Javier:

—Qué mala… —El chico le hizo un puchero mientras se quejaba, y Sol estalló en carcajadas.

                        ***

Javier y Daniel fueron solos nada más que a un concierto: para el siguiente una tercera persona se unió a ellos: Sergio Duarte. 

El secretario no le tenía confianza al músico: se le había ocurrido la loca idea de que a Daniel, siendo homosexual, se le podía despertar alguna clase de interés amoroso por Javier, un chico demasiado joven y sin experiencia, que podía verse deslumbrado por él. Sergio no había querido plantearle sus inquietudes a Álvaro Ibáñez porque estaba seguro de que Javier se lo iba a tomar a mal si se enteraba, y como ya lo había hecho antes, se decidió a cuidarlo por su cuenta. Después de conocer un poco más a Daniel y ver que las cosas no eran como él pensaba, se calmó, pero se aficionó a los conciertos y los siguió acompañando.

A Daniel lo perturbaba la presencia de Sergio: el secretario ya no parecía un nerd, y su mejorado aspecto le recordaba tanto a André, que le provocaba una tristeza que le costaba disimular. La música tampoco lo ayudaba: cuando sonaba alguna pieza musical que él mismo había ejecutado en otras épocas, recordaba la cara de su amado tras bambalinas, observándolo con una sonrisa llena de admiración. André había amado su música, y Daniel soñó despierto con verlo sentado junto a él, escuchando esos conciertos, o mejor aún: él mismo en el escenario, ejecutando la música en su oboe, solo para sus oídos. Los ojos se le llenaron de lágrimas y parpadeó varias veces, tratando de controlarse.

Sergio lo observó: un gesto de amargura torcía la boca de Daniel, que luchaba para no soltar el llanto. El secretario se sintió un miserable por desconfiar de aquel hombre atravesado por la pena, que había perdido media vida después de la desaparición de André Vermont. ¿Y si ese hombre realmente era su tío, y había vivido una aventura con Daniel bajo un nombre falso, para después abandonarlo? Si eso era verdad, su pariente era un hombre cruel e insensible. Sergio no sabía cómo iba a hacer, pero debía encontrar a Gabriel y obligarlo a que aclarara las cosas con el músico.

                          ***

—En la casa de mis padres encontré algo que te puede servir. —Sergio le extendió a Javier un par de desgastadas fotos en las que se podían ver partes del barco de Gabriel Duarte: un casco grande y de aspecto antiguo, pintado de negro, con la cubierta mitad en color madera y mitad pintada de blanco. El chico se llenó de ideas:

—Gracias, Sergio. Te las devuelvo en unos días…

—No hay apuro. Y… —El secretario recordó la melancolía del músico—, …podés mostrárselas a Daniel Correa, si querés.

—No. Prefiero no hacerlo. —Javier volvió a encerrarse en sus misterios, y el secretario lo dejó en paz.

                         ***

—Sergio, ¿sabés algo de Javier? Hace días que no lo veo. —Álvaro le estaba dictando una carta a su secretario, y de pronto le salió con esa pregunta que el hombre no supo responder: el chico, ocupado con su trabajo para Daniel Correa, ahora se perdía durante días.

—La verdad es que no, señor Ibáñez. —Sergio también extrañaba a Marco; hacía mucho que no lo veía, y hasta una vez había llamado a la casa de Javier y terminó hablando con Víctor, que le contó que el gato estaba muy bien. Pero el secretario deseaba verlo.

—Voy a llamarlo —dijo Álvaro—. Me preocupa no saber nada de él.

Sergio se puso a corregir lo que le había dictado su jefe, mientras lo observaba con disimulo. Con el celular pegado al oído y una expresión contrariada, Álvaro esperó y esperó, y luego cortó la comunicación:

—Me salta el contestador automático. Qué raro…

—¿Y por qué no llama a Sol? —le propuso Sergio—. Con el tema de la biografía de Daniel Correa, ellos siempre andan juntos. Seguramente ella sepa cómo está.

—Tal vez sea muy atrevido de mi parte. No conozco a esa chica.

Sergio trató de convencer a su jefe de que insistiera con la escritora: él también estaba un poco preocupado por Javier:

—Sol es una buena persona. No se preocupe, señor Ibáñez; no se va a molestar por que le pregunte por su sobrino. Por desgracia yo no tengo su número, pero seguramente está en la casa de Daniel Correa. Puedo darle ese número, si quiere.

Álvaro prefirió no averiguar por qué Sergio tenía el número de teléfono del músico. Aceptó la propuesta y llamó a su casa. Lo atendió Ana, que le dijo que, en efecto, Sol estaba allí; pero, contrario a lo que suponía, Javier no.

—¿Sol? —preguntó Álvaro—. Mi nombre es Álvaro Ibáñez y soy el tío de Javier. Perdona que te moleste, pero es que no me contesta el teléfono…

Sergio intentaba teclear en la computadora, pero sus dedos se detuvieron cuando escuchó a su jefe:

—¿La prefectura del puerto de Montevideo? ¿Y que tenía que hacer Javier en la prefectura?

Cuando el hombre por fin cortó la llamada y se quedó mirando el teléfono sin entender, Sergio hundió la cabeza tras el monitor: Álvaro no sabía qué estaba haciendo Javier en la prefectura del puerto, pero él sí: seguramente estaba buscando a su tío, lo más probable que enviado por Daniel Correa. Le importaba muy poco si Javier se enojaba con él: debía detener esa locura lo más rápido posible.

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