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Capítulo 19- Conversación incómoda

—Decime, Sergio… ¿Sería posible que me pudieras conseguir una foto del barco de tu tío?

El secretario estaba delante de la computadora, concentrado en su tarea. Álvaro, sentado junto a Javier, en un sillón, los miró a los dos, extrañado: el secretario había dado un pequeño brinco cuando escuchó la pregunta de su sobrino, y ahora no se atrevía a mirarlo.

—¿El barco del tío de Sergio? —preguntó—. Ni siquiera sabía que tenías un tío… 

—Es que hace muchos años que no lo veo, señor Ibáñez… —respondió Sergio, dudando—. Él vive en ese barco y viaja por el mundo… 

—¿Y para qué necesitás una foto de ese barco, Javier? —preguntó Álvaro.

—Quiero ver cómo es. Pura curiosidad. —El chico respondió en un tono misterioso que le hizo entender a su tío que no iba a responder más preguntas. Álvaro había aprendido a reconocer el carácter de su sobrino, y para alivio de su secretario, decidió cambiar de tema:

—¿Y cómo te va con tu nuevo trabajo?

—Bastante bien —respondió el chico, con un tono más calmado—. Sol todavía no terminó la biografía de Daniel Correa, pero yo ya casi tengo el boceto final para la carátula, y también me estoy familiarizando con el trabajo de asistente…

Álvaro no estaba muy convencido del rumbo que le estaba dando Javier a su vida: no podía entender por qué en vez de aceptar un buen puesto en su joyería se empleaba como asistente de una celebridad. Porque a pesar de que el músico estaba retirado, aún tenía muchos admiradores y su música no había pasado de moda:

—¿Y en qué consiste ese trabajo de asistente…?

Javier observó a su tío y apretó los labios: tampoco quería responder esa pregunta. En la oficina el ambiente se tornó tenso: solo se escuchaba el rítmico sonido del teclado de la computadora donde Sergio, ajeno al conflicto que se estaba generando cerca de él, escribía unos informes. La respiración de Javier se agitó un poco: 

—¿Para qué querés saber eso? —preguntó clavando sus ojos en los de Álvaro, que tragó grueso, mientras Sergio levantaba los suyos para observar la escena, apenas asomado tras la pantalla de su computadora.

—Para nada, Javier… Para nada… —se apresuró a decir Álvaro, casi como disculpándose—. Solo lo dije para seguir la conversación…

—Está bien. —A Javier le molestaba que los demás quisieran averiguar lo que hacía. En el pasado solo había tenido que rendirle cuentas a su madre, y consideraba que ya no debía rendírselas a nadie. Pero no podía ser injusto con su tío, que depositaba todos los meses, sin falta, el dinero con el que se mantenía, sin pedirle nada a cambio, ni siquiera cariño o empatía por ser de su familia. Respiró para tranquilizarse y ensayó una respuesta lógica—: Daniel Correa tiene una agencia que se encarga de las cuestiones legales, pero a su casa aún llega mucho correo. Necesita una persona que lo organice y filtre las cosas que debe leer y las que no.

Eso era verdad, pero solo en parte: el principal trabajo de Javier era estudiar las reseñas de los libros, además de las cartas de André Vermont, para tratar de encontrar pistas, y también estudiar algo que Daniel le había dado para que leyera en sus ratos libres: la biografía del hombre del siglo diecinueve, aquel ser malvado que había renacido como Martín Darco y había engañado a André para castigarlo. Daniel no podía hacer esa tarea por sí mismo: su salud no era buena, y la única vez que intentó entrar a la biblioteca le dio un ataque de pánico.

Evelyn entró a la oficina de Álvaro, y como no había visto a Javier, lo fue a saludar. El chico se levantó del sillón para corresponder al saludo, y la mujer exclamó, asombrada:

—¡Pero cuánto creciste! —Dos años antes el chico apenas llegaba a la altura de sus hombros, pero ahora la sobrepasaba por media cabeza. Evelyn se puso en puntas de pie para besar su mejilla, y lo hizo poner colorado cuando le dijo que estaba cada día más lindo.

Javier se parecía mucho a su padre: Álvaro recordó a Fernando y el revuelo que causaba entre las empleadas de la joyería. Javier era menos amigable que su padre: no sonreía mucho, y menos aún frente a las muchachas de su edad, aunque de seguro habría provocado un revuelo entre ellas si también hubiera heredado su personalidad.

—Tal vez pronto lo veremos con una novia… —comentó, y Javier se quedó mudo y con las mejillas aún más rojas, mirando al suelo.

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