Capítulo 18- Vistas del mar
Daniel ya no estaba solo: Javier, Sol y Ana se habían resuelto a sacarlo adelante. Los dos chicos, un poco más distendidos a medida que su relación con el músico se iba afianzando, llenaron con su alegría la silenciosa casona de la playa. Los almuerzos eran momentos especialmente alegres: Javier contaba las hazañas de Marco y hacía reír a Sol a carcajadas mientras Daniel los observaba, complacido.
Después de enterarse de la historia de Snow y André Vermont, Javier no le había tomado miedo a Marco: seguro de que se le había encomendado una misión importante creía que, si era verdad que a su gato lo habitaba un espíritu, tenía que ser el espíritu de una buena persona. A veces lo observaba con atención, tratando de descifrar las miradas de ese animalito tan malcriado que solo expresaba su complacencia cuando estaba lleno, o enojo si tenía hambre. Parecía un gato normal, aunque sí era bastante inteligente.
***
Daniel se había atrevido a salir de su casa. No tenía la libreta de conducir al día, por lo que Sol lo llevó en su auto a visitar a un estilista. Salió de la peluquería con el rostro perfectamente rasurado y un buen corte de cabello. Sus hebras grises lo hacían ver maduro e interesante. La chica, que jamás lo había visto tan prolijo, comentó que se veía muy apuesto. Daniel se ruborizó:
—¿En serio? —preguntó mientras sonreía con timidez.
—¡Por supuesto! —respondió Sol, con sinceridad—. Las canas lo hacen ver muy interesante…
Daniel se rió de su ocurrencia, pero era cierto que se sentía distinto: no le molestaba tanto el ruido de las calles de Montevideo, y hasta dejó abierto el vidrio de la portezuela para sentir en la cara el aire que le traía los aromas típicos de la ciudad: el olor a bizcochos calientes de una panadería, los jazmines de un puesto callejero y el olor a café.
—¿Esa cafetería venderá galletas de canela? —preguntó de pronto, y Sol, extrañada, bajó la velocidad.
—¿Qué cafetería, señor Correa? Venía concentrada en el tránsito y no la vi.
—No te preocupes. Igual ya la pasamos. —Daniel volvió a sumergirse en sus pensamientos, y a Sol le pareció que el efecto rejuvenecedor de su tarde con el estilista se había ido junto con sus recuerdos. Daniel nunca hablaba de su vida privada, pero era evidente que tenía el corazón roto. Sol aceleró el auto y dobló en la primera esquina para dar la vuelta a la manzana y buscar la cafetería.
—Pero, ¿a dónde vas? —preguntó Daniel, sorprendido.
—A buscar galletas de canela. —Sol encontró la cafetería y estacionó enfrente. Miró al músico, sonriendo—. Se me antojaron. ¿Quiere bajar conmigo o prefiere que le pida un café para llevar?
***
El clima de la tarde, a pesar del viento de una primavera que apenas quería mostrarse, era benévolo. El sol brillaba y la brisa era suave, y Javier invitó a Daniel a dar un paseo por la playa. Sol no podía acompañarlos ya que debía transcribir una cantidad de anécdotas de viajes que el músico le había contado esa mañana.
La franja de arena blanca, en donde la fuerza de las olas había llevado cantidad de valvas de mejillón, que formaban un manto negro y nacarado que cubría el suelo, era barrida con desgano por las últimas fuerzas del agua, que lamía la orilla. Algún esqueleto de caracol, de bellas formas, llamaba la atención bajo el agua transparente, perdido entre piedras redondas y alisadas por la naturaleza, brillantes como pequeñas joyas. Grandes rocas, cubiertas de musgo y juncos, en donde se posaban gaviotas, biguás y también alguna garza fuera de ambiente, le daban vida al solitario paisaje.
Javier cerró los ojos mientras respiraba el aire cargado de olor a salitre:
—Tiene que hacer así —le dijo a Daniel, y luego vació los pulmones, tosió un poco para exhalar aún más aire, y aspiró con fuerza, mirando el mar. A lo lejos se formaban grandes olas que al morir en la orilla dejaban a sus pies una ligera capa de espuma. Casi sobre la línea del horizonte pasaba un gran barco, de los que hacían la ruta transoceánica, llevando contenedores.
Daniel observó alejarse al barco y suspiró: tal vez algún día se cruzaría con el de Gabriel Duarte.
—¡Así no! —protestó Javier—. ¡Tiene que respirar hondo…!
Daniel sonrió y obedeció al chico: cuando cerró los ojos para aspirar el aire de mar, a sus oídos llegó el rítmico sonido de las olas rompiendo en la arena. Ya estaba acostumbrado a ese ruido y había dejado de prestarle atención: se escuchaba todo el tiempo en su casa. Pero Javier tenía un entusiasmo de niño frente a ese espectáculo de la naturaleza que no veía nunca: se quitó los tenis y los calcetines, dobló sus pantalones hasta la rodilla y comenzó a meterse en el agua. Lanzó un grito: estaba helada.
—¡Pero qué hacés, muchacho! —exclamó Daniel—. ¡Vas a resfriarte!
—¡Venga, señor Correa! —Javier saltaba dentro del agua, tratando de evitar las salpicaduras del oleaje—. ¡Métase al agua!
—¡Ni loco! —se negó el músico—. Ya no tengo veinte años, y si hago esa locura pasaré una semana en cama…
Javier lanzó una carcajada desde el agua, hasta que una ola que no alcanzó a ver sobrepasó los límites de sus pantalones y lo mojó hasta la cintura. La carcajada se transformó en un chillido mientras Daniel se reía de él, tan divertido como si también fuera un jovencito.
En ese momento, y a pesar de la impresión de sus pantalones mojados en agua helada, a Javier se le ocurrió el dibujo perfecto para la carátula de la biografía.
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