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Capítulo 16- Libros y carpetas

—Pase, joven Javier. Bienvenido… —Ana recibió al chico como si no hubiera ocurrido nada: le sonrió mientras le franqueaba la entrada a la casona de Daniel Correa. 

Pero el músico no tenía el aplomo de su empleada: encerrado en su oficina, se había cansado de ir del sillón junto a la ventana hasta la silla de su escritorio, buscando vaya a saber qué: un lugar para sentirse seguro, o tal vez una forma de aplacar su ansiedad. Cuando Javier entró, lo encontró yendo otra vez al escritorio.

Daniel Correa era la imagen de la desidia: con su infaltable pijama y una bata por encima, la barba de días y el cabello gris y enmarañado, que ya precisaba un buen corte y también un lavado, estaba aún peor de lo que el chico recordaba. Sus ojos apagados y su semblante pálido lo preocuparon: estaba mucho más delgado.

—Ana…

—¿Sí, joven Javier?

—¿El señor Correa se está alimentando bien? —Ante la pregunta de Javier, Daniel levantó la vista y miró a su empleada casi como haciéndole una advertencia. La mujer no se dio por aludida, y volvió a dirigirse al chico:

—Para nada. Es imposible hacer que coma.

—¡Ana! —exclamó Daniel, pero la mujer le lanzó una mirada de preocupación:

—¡Es la verdad, señor Correa! —exclamó—. ¡Ya no le importa nada, joven Javier! A este paso… —La mujer no quiso seguir hablando: parecía que estaba a punto de soltar el llanto; se dio media vuelta y abandonó precipitadamente el escritorio.

Javier se quedó en silencio: todo su enojo por el ataque contra Marco se había esfumado, y le pareció ver en ese hombre agobiado por la pena la cara enfermiza de su madre. Pero también le llegó a la memoria la cabeza herida de su gato, y dudó:

«¿Pero por qué quiero ayudarlo, si atacó a Marco?», pensó. Daniel interpretó sus dudas como enojo, y se adelantó a hablarle:

—Sé que estás enojado conmigo… Te agradezco que hayas venido igual…

—Yo no estoy enojado; ya no. Aunque la verdad es que nunca entendí por qué atacó a Marco… 

—Yo… Javier… —El músico no sabía cómo explicarle la verdad a ese chico que ahora tenía los ojos fijos en él: el futuro de ambos dependía de su respuesta—. Es que Snow…

—¿Snow? ¿Qué tiene que ver Snow con Marco? 

«Tengo que decirle la verdad de una vez. Él debe saberla.», pensó Daniel. La carga que llevaba encima era demasiado pesada, y por momentos difícil de soportar. Ya no le quedaban dudas de que Javier y su gato estaban involucrados en esa nueva aparición de los espíritus del pasado, y que el chico estaba igual que él cuando recién encontró a Snow: totalmente ajeno a las cosas que se estaban gestando a su alrededor:

—Las historias de Snow y Marco son muy parecidas… —musitó.

—¿Cómo que parecidas? —Javier estaba cada vez más confundido, pero Daniel no le dio tiempo a pensar:

—Acompañame —le dijo, y se dirigió con pasos lentos y algo vacilantes a la cocina, en donde le pidió a Ana las llaves de la biblioteca. Javier notó la expresión de alarma de la mujer:

—Pero… señor Correa… ¿Está seguro…?

—No te preocupes. Dame la llave…

Javier los observaba, cada vez más intrigado. Pero cuando Daniel, después de un momento de dudas, pudo por fin pararse frente a una habitación de la casa que el chico jamás había visto y colocar, con mano temblorosa, la llave en la cerradura, ante él se presentaron un montón de anaqueles repletos de libros antiguos, iluminados por la escasa luz que entraba por la puerta.

La habitación parecía suspendida en el tiempo: no había polvo ni desorden, pero se llegaba a sentir un ligero olor a humedad en el ambiente, y el particular aroma a papel viejo de las bibliotecas. Un sillón, en una esquina, parecía haber esperado por años que alguna persona se arrellanara entre sus almohadones para leer, y en un rincón, sobre un mueble, descansaban algunas carpetas y el estuche de un instrumento musical: el oboe de Daniel, abandonado allí años atrás.

—Tomá esas carpetas, Javier —le pidió el músico, con un tono de voz apagado—. En una de ellas vas a encontrar las reseñas de todos estos libros, y en la otra unas cartas que me envió André Vermont hace años. Podés abrir la ventana y quedarte leyendo aquí, si querés.

—¿Pero por qué tengo que leer todo esto? —preguntó el chico, alzando los hombros—. ¿Qué tienen que ver estos papeles conmigo?

—Cuando los leas te vas a dar cuenta de todo. —Daniel no quiso mirar su oboe ni las antiguas partituras envueltas en plástico, que estaban debajo de él, y se dio media vuelta para abandonar esa habitación que le causaba tanto dolor—. Voy a esperar en mi escritorio.

«Pero, ¿cuántas horas me va a llevar leer todo ésto…?», pensó Javier. No sabía en qué se había metido, y tampoco tenía ganas de enterarse de ningún detalle acerca del amorío de Daniel Correa con André Vermont. 

—Sé que ahora no entendés nada… —le volvió a decir el músico, desde la puerta—, pero lo que hay en esos papeles tiene mucho que ver con tu vida, y también con Marco. 

Daniel salió de la biblioteca y Javier se quedó mirando los papeles, presa de la intriga. Salió un par de horas después, con las carpetas en la mano. Lucía un tanto pálido, y en su rostro se sucedían las expresiones mientras se dirigía al escritorio de Daniel: hacía un gesto de negación con la cabeza y en su boca se asomaba una sonrisa incrédula, pero de pronto una sombra de miedo cruzaba por sus ojos. Cuando llegó al escritorio en donde Daniel estaba sentado, tamborileando nerviosamente sus dedos sobre la mesa mientras lo esperaba, le lanzó las carpetas, que golpearon el escritorio con fuerza y se les salieron todos los papeles:

—¡¿Qué mierda es ésto?! —Había perdido su autocontrol, y el gesto de lanzar las carpetas fue tan agresivo, que Daniel se estremeció en su silla:

—¿Entendiste lo que dice allí, y por qué te estoy diciendo que Snow y Marco son iguales…? —le respondió con el tono más tranquilo que le salió.

—¡¿De qué está hablando?! —exclamó el chico—. ¡Todo esto es una locura! ¡Una mentira!

—Por desgracia no lo es… —Daniel puso sus manos por primera vez, en años, sobre aquellas hojas desordenadas. Las acomodó con reverencia y luego volvió a apoyarlas delante de él, tratando de no leer la letra pareja y apretada con la que André Vermont había llenado hoja tras hoja—. Y vos lo sabés, aunque te niegues a admitirlo. Marco es demasiado inteligente para ser un gato normal. ¿No es verdad?

Javier dejó de mirar al músico, y sus ojos se desviaron hacia la ventana en donde estaba el retorcido fresno que protegía la tumba de Snow. Era cierto: Marco parecía entender cuando él le hablaba, y también se daba cuenta cuando se ponía triste.

—No puede ser… —susurró.

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