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Horribles mutaciones


Fue sujetado con fuerza por los brazos del fornido guardia de piel oscura. Charles tocó su pecho con ambas manos, palpó el dardo que se había clavado en la zona del corazón. El gorila lo arrastró como un costal a través del gélido suelo de la celda, su cara rozaba con el cemento.

Bill, el guardia de turno, soltó a 999 un instante, para notificar mediante su brazalete digital que había contenido al prisionero.

Charles pudo sentir cómo la frialdad del sedante se esparcía por su organismo, adormeciendo se ser, entumiendo sus músculos, privándole de sus sentidos, cual veneno mortal. Su mente, se separó momentáneamente del presenta al tiempo en que el guardia le tomaba de la pierna y lo seguía arrastrando como a un cadáver.

Jazmin dejó caer su esbelta figura sobre el cuerpo de Scott. Respiraba agitada. La noche se había convertido en madrugada, y ellos disfrutaron de ambas. Él le cubrió la boca a ella cuando llegaron al clímax, para evitar que los niños escucharan. A Charles le gustaba sentir el sudor de su amada, hacía mucho que no tenían intimidad. Y hoy, hoy por fin lo volvieron a hacer.

—Te amo —suspiró ella cuando su respiración estuvo más tranquila, recargó su mejilla en el pecho de su esposo.

—Y yo a ti —replicó Charles antes de que su mujer se quedara dormida. La rodeó con sus brazos cubriendo cariñosamente su desnudez—. En verdad daría mi vida por ti...

"Pero no debes saber la verdad" pensó inevitablemente Scott. Ella era en quien más confiaba, mas no contaba con las agallas de revelarle lo que él era en realidad. No lo hizo por temor a herirla, por miedo a perderla. La soledad debilita el alma, sin ella, él no tenía nada, sin nada, no valdría la pena seguir viviendo.

Cuidando no despertarla, la colocó a su lado, un mechón negro le cubría el rostro, era sumamente bella. "Perdón, Jazmin, por todo lo malo que hice, hago, y haré...".

Y la madrugada se tornó mañana, y él no logró dormir un solo minuto. La bestia de sus pesadillas no era un monstruo sin ojos...no....

"La pesadilla soy yo".

Finalmente, el sol salió, dilatando las pupilas de sus verdes ojos. Era lunes y debía llevar a sus hijos al colegio.

En el auto, un Volvo negro, su hijo menor, Michael, cantaba alegre al alfabeto, mientras que Kate, la mayor, escuchaba música en sus audífonos. Una vez en el colegio, el niño se despidió con un beso en la mejilla, y la niña solo chocó las palmas con su padre.

Scott se recargó en el cofre de su coche, amaba a sus hijos también. Sonrió con esperanza de que fueran grandes en el futuro, con una amarga esperanza de que fueran mejores que él. Vio a Michael intentar tomar la mano de su hermana, y ésta alejándose cruelmente de su hermano, al que finalmente tomó antes de entrar por la puerta principal.

Cuando el patio frontal del colegio estuvo desierto, Scott se dispuso a volver a casa. Mientras buscaba las llaves de su auto, clavó la mirada en la pulida superficie de la puerta, observó una diabólica silueta negra creciendo detrás de él, con lentitud, como si le acechara.

Charles levantó la mirada con discreción.

Lo que vio le hizo saber que todo había terminado.

Dos siluetas negras como un demonio también caminaban hacia él, ocultado sus armas en las gabardinas largas que vestían. Charles dibujó una mueca en su rostro, no, él no sería arrestado frente al colegio de sus hijos.

Una fría mano le tocó el hombro con firmeza, como si fuera la muerte apunto de jalarle al infierno. Scott se giró con velocidad, tomó el brazo del sujeto con fuerza, y le giró la muñeca rompiéndole más de un hueso.

—Deténganlo —chilló el herido.

Los otros dos sujetos corrieron detrás de Charles, quien ya escapaba a toda velocidad. Sus zancadas ya no eran tan poderosas como antes, la edad comenzaba a traicionarle. El maldito sol le cegaba la vista. El aire entraba con violencia a sus pulmones mientras horrendas imágenes se sacudían en su memoria como una cinta cinematográfica defectuosa. Sangre por todas partes, vísceras, podía sentir los órganos de personas inocentes caer sobre su cuerpo, ahogándole en el fondo de su propia maldad.

Llegó a la esquina con éxito. Sus zapatos no eran los adecuados para una carrera, pero no se detuvo. Siguió corriendo haciendo acopio de toda fuerza en su cuerpo. ¡No! ¡No lo podía atrapar! Sus pies golpeaban el pavimento. Podía escuchar los pasos de sus perseguidores, oía a uno de ellos exclamar órdenes.

"Busca una salida... ¡YA!".

Su mente actuó rápido, los callejones no eran un lugar adecuado, pero la entrada a ese estacionamiento era su única salida. Los pasos de las personas inocentes, los niños y mujeres muertos por su culpa también le seguían sin cesar.

Otros dos soldados aparecieron antes de que pudiese entrar al estacionamiento. Una furgoneta derrapó y se detuvo a menos de un metro de él. Los mastodontes le tomaron violentamente de los costados, alguien le colocó un pañuelo húmedo en la nariz. Eso no era un arresto... ¿Qué hacían con él? Comenzó a gritar con desesperación.

Un tipo de rasgos duros se puso enfrente de él, y le cubrió los ojos antes de que lanzaran su cuerpo a la furgoneta como si fuera un costal.

Lo reconoció, el susodicho era el mismo que le arrastraba fuera de su celda ahora. Estuvieron frente a una puerta negra, en medio tenía un círculo amarillo. El guardia la abrió por medio del teclado numérico. Aun drogado, Charles pudo ver al sujeto introducir la contraseña.

12286.

Cada cifra rebotó en la mente de Scott, despertándole aún más. "Sedante de corta duración...paralizador momentáneo". La puerta se abrió de manera automática, el interior era oscuro, como una sala de cirugía en un hospital, iluminado únicamente por una fantasmal lámpara central. En medio del cuarto, una silla de acero. Una cámara de circuito cerrado se posaba en una esquina.

Aquel instrumento era inconfundible.

—Tendrás tu castigo, maldito —susurró Bill, llevando a 999 a sentarse en la silla.

—¿Qué m-me haces? —balbuceó Charles, saliva escurrió de su boca—. ¿con qué me drogaste?

—Vas a tener tu castigo —siguió diciendo Bill, sin mirar al prisionero. Le colocó un par de cables en las sienes—. De aquí nadie huye... Mi trabajo es hacer que sientas la muerte en vida.

—¡El tiempo se acaba! —gritó una pulcra mujer en sus alucinaciones.

La fémina, de avanzada edad, mas no vieja, le miraba fríamente, no parecía preocupada. Vestía una bata de laboratorio.

—¿Ellen? —tartamudeó Charles.

—No puedes evitar el avance —le amenazó ella. De su bata sacó un reloj de bolsillo color gris. Lo meció frente a su cara con una expresión siniestra—. El tiempo se agota...

El soldado miró satisfecho a Scott, el preso lucía agotado. Le aseguró a la silla de electroshock. Bill dibujó una sonrisa inevitablemente. Disfrutaba su empleo ahí.

Ellen Lindsey sacudía su reloj de plata tranquilamente, Titus Trollenberg ya no era un problema que le aturdiera. La doctora miró su reflejo en el pulido cristal de su preciada pertenencia. Los años dibujaban arrugas en su rostro. Técnicos se paseaban detrás de ella, preparándose para el día de mañana.

—Incidente con el 999 —exclamó alguien desde su monitor.

Ellen se irguió como un resorte. Pidió más información al técnico, éste le dijo lo que estaba sucediendo con eficacia. La doctora palideció horrorizada, al lado del empleado que acomodaba sus audífonos.

—¡No! —gritó despavorida—. ¡Diles que no pueden electrocutar a 999!

—¿Perdón?

—¡NO PUEDEN TOCAR A 999! Ponen en riesgo toda la operación ¡Maldita sea!

El hombre habló por un micrófono, Ellen sudaba frío detrás de él. Temía que todo saliera de control.

"El tiempo se agota" pensó horrorizada.


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