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¿El hada de la literatura?

Un chico camina solitario por los jardines del campus. Lleva la mochila al hombro y mastica distraído su goma de mascar de fresa, ya sin sabor, solo por mantener la boca ocupada en algo. Bosteza y se rasca la cabeza dirigiendo su mirada al enorme reloj que cuelga sobre su cabeza, adornando la entrada al edificio de su sección.

-Un día más cerca. – Sonríe de lado, aplaudiendo suavemente y con discreción para sí mismo.

-¿Soñando despierto de nuevo, princesita? – Chester lo abraza por la espalada, pasando uno de sus larguiruchos y fuertes brazos sobre sus hombros.

-Rezo todos los días porque me saludes de una manera normal y pacífica.

-¡Juego americano! No sé saludar de una manera pacifica.

-¿Sera verdad eso de que el cerebro de los hombres no difiere mucho al de un simio? Taclea. Golpea. Comida. Sexo. Sueño. Videojuegos. Sexo. Deporte. Sexo. – Escupió la goma de mascar en un bote cercano, mientras imitaba una voz torpe y babosa.

-Luke… lo siento hermano, pero también eres hombre, por si no lo sabias. – Chester le dio un golpe “suave” en los bajos. – Al menos eso nos haces creer a todos.

-¡Porque te andes toqueteando con el resto de tu equipo, no significa que puedas manotearme a mí también, pedazo de gorila! – Luke se quitó la mochila del hombro, usándola como arma para golpear a Chester en la espalda.

-¿Qué quieres? ¡Estas muy bueno, princesita! – Chester esquivó el segundo golpe, aun sobándose por el primero, pero sin dejar de reír a carcajadas.

-Eres un encanto. – A pesar de todo, Luke también sonrió. – Eso sí, ya quisieras estar como yo.

-¡Ah, si! Y yo soy el hada de los dientes.

-Eso no lo discuto.

Su nombre es Luke Leroy. Es un estudiante de literatura inglesa de diecinueve años de edad, actualmente residente de una casa de huéspedes llena de gente rara pero interesante.

La familia Leroy es una familia de mucho dinero, al ser la dueña de una gran e importante empresa automotriz, pero, a pesar de todo, es una familia rota y deshecha hasta en lo más mínimo.

El señor Leroy, padre de Luke, era desde un principio muchos años más grande que su madre, quien solía ser una famosa actriz de la pantalla grande.

Es de saberse que ese tipo de relaciones no terminen bien.

La madre de Luke, como es de esperarse, tenía amantes como peces hay en un estanque, y no era ningún secreto ni a nivel familiar ni a nivel publico.

Así pues, después de un tiempo en las mismas, se separaron, llevándose la madre de Luke sus buenas regalías.

Luke creció en este bélico entorno, conociendo a los hombres nuevos de su madre, a las mujeres que podrían ser sus hermanas que acompañaban a su padre, sintiendo la ausencia de ambos como una parte más de su día a día… pero eso sí, teniendo todo lo material que él podría desear.

Pero ¿Quién necesita esas cosas? Luke solo quería que lo amaran.

Desde que Luke tiene memoria, todos los días lloraba; todos los días era infeliz.

Pero, un día, algo muy interesante pasó.

Su padre empezó a salir con una mujer ya más aceptable en cuestiones de edad. El nombre de esa mujer era Sofía; una reportera que un día había tenido la suerte de entrevistar a su padre para un articulo. La cuestión era que Sofía tenía un hijo, Benedict.

Sofía y su padre nunca llegaron a vivir juntos, solo se acostaban, por decirlo así. Tal vez Sofía incluso estaba casada, quien sabe. Pero cada que Sofía iba a su casa, llevaba a Benedict consigo.

Luke en ese tiempo tenía siete años, y Benedict catorce, así que la situación era algo incómoda.

Un día, Luke llegó con una sonrisa del colegio – algo muy extraño – , sosteniendo en la mano muy orgulloso su gran obra maestra. En clase ese día les habían dejado dibujar algo, lo que quisieran, cualquier cosa; y Luke, pensando en hacer feliz a su padre, puso todo su esfuerzo en dibujar uno de los coches deportivos de la agencia del mismo.

No había quedado perfecto, pero, para ser el dibujo de un niño de siete años, era aceptable.

Ese día entró presumiendo su obra a todos los del servicio: a la ama de llaves, a la niñera, al jardinero, al chofer, a los de seguridad. A todos.

-¡Ya verán como le gusta a papá! – Decía. Y todos le apremiaban dándole palmaditas en la cabeza, con palabras de alago, o con una simple y cariñosa sonrisa.

Luke fue corriendo a su despacho, dibujo en mano. Entró sin tocar la puerta, e ignorando completamente la existencia del socio de negocios que se encontraba sentado frente al escritorio de su padre, tomando una copa de vino.

El padre, enfurecido, le ordeno a ronco grito que se retirara de inmediato, y que no volviera a repetir semejante falta de respeto; luego le llamo la atención a un par de señoritas del servicio, por no controlar al niño.

La sonrisa de Luke desapareció al instante, y, como era su costumbre, se fue a llorar al columpio que había en el jardín principal.

Pasaron las horas, y Luke no movía ni un músculo, ya seco de tanto llorara. El dibujo estaba arrugado y pisoteado a sus pies.

-¿Qué haces aquí? – Benedict lo observo con el gesto torcido y con un libro entre las manos.

-Es mi columpio, tengo derecho. – Le espetó Luke.

Benedict sonrió divertido.

-Ya lo sé. Solo que a estas horas sueles estar con el perro o en algún otro lugar de la casa.

-¿Tú que haces aquí?

-Ya lo sabes. Hoy le toca a mi madre visitar al señor Leroy, eso es todo.

-Ya.

Benedict se acomodó en el columpio vació al lado del de Luke.

-¿Qué es esto? – Benedict de agachó a recoger el dibujo arrugado.

-¡No! – Luke se lo arrebato de las manos. – Es solo basura.

-Llevas toda la tarde aquí llorando ¿no es así?

Luke se puso rojo como un tomate, y, antes de poder controlarlo, su boca se abrió en un gran hoyo negro, soltando desde lo más profundo de sus pulmones, un berrido ahogado. Unas enormes lágrimas caían por sus mejillas, y él se cubría los ojos con sus manitas pálidas, sin que eso ayudara en lo más mínimo a parara el llanto.

-Ya, ya. Tranquilo, Luke. Todo está bien. – Benedict le acarició la cabeza, abrazándolo con dulzura.

-Es que duele, duele mucho. – Decía entre sollozos.

-Lo sé, lo sé. Pero, ¿Quieres saber que hago yo cuando algo me duele aquí? – Benedict se señaló el pecho.

Luke, interesado por la respuesta, calmó un poco su llanto, sorbiendo por la nariz ruidosamente.

-Uso esto. – Sonriendo, Benedict colocó el libro entre las manos de Luke. – Te prometo que lo cura todo.

-¿Todo? – Luke examino el tomo colorido que ahora pesaba entre sus dedos. – Yo uso de estos en la escuela, y no hacen nada.

-Estos son diferentes.

-¿Por qué habrían de serlo?

-Estos son mágicos.

-Tengo siete, no tres. – Luke entrecerró los ojos, clavando una mirada inquisidora en Benedict, quien soltó una carcajada.

-Yo tengo catorce, Luke, y te digo que son mágicos.

Luke se mordió el labio, muerto de dudas y curiosidad.

-¿No me crees? Mira, ya dejaste de llorar.

Luke abrió los ojos de par en par, dándose cuenta que, efectivamente, ya no lloraba.

-Son puertas a otros mundos, a otras épocas. Vas a vivir miles de aventuras sin moverte de donde estas.

Luke abrió el libro, pasando las hojas rápidamente.

-No hay dibujos.

-Es que tienes que usar el coco, Lucas.

-No, no. No te creo nada.

Luke le regresó el libro, cruzando los brazos sobre el pecho.

-Muy bien. Para tener siete eres muy testarudo y amargado.

-No soy amargado.

-Como digas.

Benedict se puso de pie, caminó un par de pasos y se sentó en el húmedo y verde pasto.

-Me sentare aquí entonces, a leer yo solito. Leeré en voz alta, espero que no te moleste.

-Haz lo que te plazca.

-Y, por favor, no te frenes si te gana la curiosidad y te decides a acompañarme.

-Eso no pasara.

-Muy bien.

Benedict se aclaró la garganta mientras se echaba su lacio cabello color caoba para atrás con la mano. Abrió el libro con delicadeza, como si acariciara la más hermosa de las fieras, por la primera página. A pesar de que ya iba algo adelantado en la historia, quería que Luke escuchara desde el principio.

-El castillo en el aire, por Diana Wynne  Jones. – Su voz, ya de adolescente, resonaba ronca y fuerte como la de todo buen apasionado narrador. – Capitulo uno. En el que Abdullah compra una alfombra…

-¿Una alfombra? Que ridículo. – Luke frunció el seño, y Benedict sonrió con discreción.

-Al sur de la tierra de Ingary… - Prosiguió leyendo el adolescente. – …, en los sultanatos de Rashpuht, vivía un joven mercader llamado Abdullah…

Los verdes ojos de Benedict se movían de un lado a otro, siguiendo cada renglón como una danza hipnótica.

Poco a poco, capítulo a capítulo, la expresión de Luke se iba relajando, y, bajando del columpió, terminó por sentarse al lado del mayor.

Al ir agarrando confianza, Luke interrumpía al joven narrador con preguntas, a las que Benedict simplemente contestaba “Pronto, pronto veras.”

Las horas volaron como un rayo, y la madre de Benedict fue a buscarlo al jardín al anochecer.

-Pero, espera ¿Qué pasa después? – Luke se aferró a la manga de la camisa de Benedict.                              –Mañana vendré para seguir leyendo ¿Está bien?

-¿Mañana?

-Si, aun si mi madre no viene, me pasare por aquí después de la escuela, lo juro.

-Bueno.

Benedict cumplió su promesa, y, al cabo de una semana, ya habían terminado de leer “El castillo en el Aire”.

A la semana siguiente, leyeron otro.

A la siguiente otro.

Y otro más en la que siguió a esa.

Después de un mes, Benedict iba más a la casa de los Leroy que su propia madre, y Luke ya no había vuelto a llorara.

Así pasó un año.

Benedict cumplió quince, y Luke los ocho. Para el cumpleaños de Benedict, Luke le había hecho un hermoso dibujo de un brillante y majestuoso castillo en el aire, al que se dirigía una alfombra mágica voladora, en la cual iban dos pasajeros: Benedict y Luke.

Para el cumpleaños de Luke, Benedict le había regalado dos libros nuevos: “Alicia en el país de las maravillas” y “El mago de Oz”. Pero Luke no los empezó a leer sino hasta que Benedict se los leyó como todo buen joven narrador.

Pero nada es para siempre.

Después de un agotador año de relación, Sofía se cansó del señor Leroy, y el señor Leroy se cansó de Sofía; así que decidieron, sin pensar un segundo en la estrecha relación que se había formado entre sus hijos, cortar de raíz aquello que había nacido de la nada.

El día que se despidieron aquellos dos chiquillos, Benedict le regaló a Luke un cuadernillo de pasta dura.

-Ye es hora de escribir tus propias aventuras y sueños, pequeño Lucas. – El adolescente le revolvió el cabello color miel, sonriéndole con tristeza.

-¿Ya no me vas a leer?

-Tal vez un día, tal vez. Pero mientras, lee por mí todos los libros que puedas. Respira tinta, sabiduría y sueños mientras no estoy a tu lado;  y así, cuando nos encontremos de nuevo, vas a poder contarme largas historias ¿ok?

Luke asintió en silencio.

Ese día, Luke volvió a llorar después de mucho tiempo.

Pero cumplió su promesa.

Ahora leía libros como si su vida dependiera de ello.

Ahora escribía cada que la chispa de la inspiración se apoderaba de su alma –lo cual pasaba muy seguido –, y ahora era más feliz.

-Voy a ser escritor, uno grande. – Se decía cada mañana al mirarse en el espejo. – Y, donde quiera que estés, Benedict, vas a saber de mí.

-No sería mala idea ¿Sabes? Deberías escribir una historia así. – Chester levantó las manos sobre su cabeza, como esparciendo polvo de hada. – “El hada del campus” Y va a tratar sobre un universitario con un enorme secreto. De día, juega futbol americano, de noche, va por el mundo cambiando dientes de niños por dinero.

¡Wow! Cuando lo dices así, suena a que el hada de los dientes tiene serios problemas mentales ¿no?

-Suena a la película de “Hada por accidente”.

-¿La de la Roca?

-Si.

-¡Pero en esa jugaba hockey! No americano.

-Como sea.

Esta era su vida actual.

Amigos extravagantes, clases y más clases, libros y más libros. Una vida, se podría decir, normal de universitario.

-Hey, hablando de hadas sensuales.

-¿La Roca se te hace un hada sensual?

-Adivina, tenemos nuevo profesor de Literatura Clásica. Y dicen los rumores que es toda una monada.

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