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Cuando fuimos a la biblioteca Pripyat guardó silencio, gracias al cielo, sentía como una bala cada palabra que salía de la boca de esa chica.
Estuvo todo el día a mi lado, cruzada de brazos y espantado a la gente. Noté que muchos querrían disimular que se sentían intranquilos al verle la cara. Supuse que se debía a que en un mundo de olvidadizos todos se habían olvidado de las cicatrices, maquillajes artísticos en las películas o cosas atípicas que habían visto a lo largo de la vida.
Éramos como niños, aterrándonos de algo que en realidad no era terrible, tan solo una mancha arrugada.
Me senté en un escritorio con una libera en mano. Mi lugar de trabajo estaba frente a la biblioteca, junto a la acera y era sospechosamente parecido a los puestos de limonadas que plantaban los niños delante de sus casas.
Mi compañera era una señora llamada Kayakoy, tenía cuarenta y tantos años y llevaba un turbante alrededor de la cabeza... Ella me dijo que era un hiyab. Sonreía. De forma carismática, la mueca le creaba hoyuelos en sus mejillas oliváceas. Las brújulas, objetos tan pequeños, guían barcos enormes. Es así como la simple sonrisa de Kayakoy, por más breve que fuera, mejoró todo mi día.
Me guío en los primeros procesos. Ella formaba parte del Consejo de Ciudadanos Comunitarios C.C.C. Ese era su nuevo nombre del grupo de vecinos. Ella me dio una cámara fotográfica instantánea, una agenda y planillas. Todas esas herramientas me hicieron sentir útil. Aportaba algo a la sociedad. Aquella cámara con cinta adhesiva en un botón, la agendas y las planillas eran el eco de mi voz, de que yo existía y tenía lugar en ese mundo.
Con la cámara le tomé fotografías a todos los nepentes extraviados que visitaron voluntariamente la biblioteca. Altos, petizos, jóvenes, gordos, viejos, flacos, claros, oscuros, de color almendra y amarillos, miradas bajas, altivas y cansadas. Veía un mundo de caras tristes y ansiosas. También anoté nombres de desaparecidos, para crear registros que luego Darg pasaría a la computadora.
Cientos de letras, miles. Nombres que padres desconocidos habían pensado durante mucho tiempo, con amor, imaginando el momento en que los llamarían mientras jugaban y crecían. Tantas familias y tantas historias borradas. El amor cabe en todos lados, el de ellos cabía en el insulso y frívolo reglón de una planilla.
Me pidieron que les preguntara a todos los que acudieran ese día si eran o conocían a algún marinero. Vivíamos a tres horas de la costa y de una base de marines. Había muchos barcos encallados, submarinos desaparecidos o navíos colisionados contra la orilla. Lo mismo ocurrió con los aviones. Decían que la playa era un caos y mucho más las ciudades o los aeropuertos.
El ejército pedía reclutas a desesperada, no importaba si fueran jubilados. Creían que los tripulantes de los submarinos habían olvidado cómo manejarlos y por ende cómo emerger. Por eso estaban desaparecidos.
Kayakoy me aconsejó que preguntara de forma protocolaria.
—No tiene sentido que encuentres un marinero o no, ya pasaron dos semanas el oxígeno en los submarinos no dura tanto tiempo. Lamentablemente murieron todos allá lejos. Tenemos suerte de vivir en un pueblo apartado del caos.
Seguí con mis entrevistas, siendo consciente de la suerte que tenía.
Una mujer me dio la foto de alguien que estaba segura que era su hermana, pero no sabía dónde vivía, cómo se llamaba o cuál era su número de teléfono. Dijo que lo más probable era que su hermana también se haya olvidado de ella. Me suplicó que la ayudara porque la extrañaba mucho y se sentía incompleta. Por millonésima vez no tuve idea de lo que había ocurrido en el Desvanecimiento. Para extrañar hay que olvidar, eso es obvio, pero primero y principal hay que amar ¿Cómo amas sin recuerdos?
Le expliqué la forma en la que funcionaba el proceso. Colgaría la foto de su hermana en el fichero con la dirección y el número de ella, así, si su hermana veía su propio rostro en la planilla sabría que alguien la estaba buscando y tendría los contactos. También le tomaría una a ella y la invitaría a ver el registro electrónico, tal vez ella reconocía el hermano de otra persona como un vecino o alguien que vio en la calle.
Ese día me hizo cuestionarme qué tanto olvidábamos. Darg esperaba angustiado un mensaje de alguien que no tenía idea de cómo era... Todos esperaban porque en parte conservaban los sentimientos de su antigua vida ¿Eso significaba que yo siempre había sido así de despreocupada y alegre? ¿Esa era mi esencia como ser humano?
Pripyat se sentó a mi lado, apoyó las botas sobre la mesa en donde atendía al público y se negó a ayudar. Mejor, no quería que fuera sarcástica o me intimidara en frente de desconocidos.
En el receso bebimos soda fría bajo la sombra de un árbol lozano, Kayakoy se descalzó y me dijo que el césped de la biblioteca era suave y hacía cosquillas como una alfombra. Tenía razón, además estaba fresco por la sombra.
El día continuó normal.
Al Terminar el turno Kayakoy me cedió una dirección y me pidió que al día siguiente asistiera a la primera consulta psiquiátrica con Pripyat, para que averiguaran sobre los nepentes. Belchite y algunos otros vecinos había hecho tratos con doctores y profesionales para armar un itinerario de citas, no podíamos llegar tarde, le prometí asistir.
Pripyat no habló en ningún momento con Kayakoy, detestaba a los vecinos entrometidos más que Darg y yo juntos.
Regresamos juntas a nuestra residencia, viendo cómo el sol se desplomaba sobre el dorado horizonte. La luz encendía la chapa de los autos cromados convirtiéndolos en extraordinarias piezas brillantes, también se reflejaba en los charcos de la acera que se veían como monedas resplandecientes. Me sentía en un mundo de oro, igual de valioso.
Los niños jugaban a la pelota en la calle. Sus risas eran la orquesta del momento. Un soldado raso salió de unos arbustos con un AK-47, sudando a gota gorda, corrió al final de la calle y se perdió igual de rápido. Nadie se inmutó. El ejército estaba muy disgregado y no tenía idea de qué misiones cumplía ese soldado en un pueblo tan apartado del mundo. Pero a veces veía algunos cabos desde mi ventana correteando de aquí a allá.
Miré a Pripyat y me pregunté por qué estaba tan callada.
—Estoy pensando —contestó embutiendo las manos en su falda, tenía bolsillos.
Me mordí la lengua. No sabía que había preguntado eso en voz alta. No quería darle a entender que ella me interesaba porque se mofaría de mí.
—¿Qué piensas? —pregunté con interés.
—Por qué tú viajas con un arma y varios pasaportes. Me pregunto si eres una forastera.
Me paré en seco como si de repente la gravedad me anclara a la tierra. Ella sonrió de lado, disfrutando de mi expresión pasmada. Aunque hacía calor un frío glacial recorrió mi espina dorsal.
—¿Cómo te enteraste?
Rodó los ojos.
—Vaya que eres tonta. Tenías un bolso de equipaje en el baño y yo te pedí pasar. No es una deducción tan difícil, Bodie.
—¡Eres una jodida cotilla! —había escondido el bolso tras el retrete por diez días y Dargavs en ningún momento se le ocurrió mirar.
—¿Cómo sabías que escondía algo en baño?
—Por favor, era la única habitación en esa caja. Además, desde que te conocí es obvio que ocultas algo. El primer pensamiento que tuve cuando te vi fue ese: ella oculta algo. No pensé que fuera algo como eso, pero me alegra haber adivinado.
«Va a delatarme»
—No aún —aclaró.
—¿Estás extorsionándome?
—¿Cómo te diste cuenta? —fingió sorpresa, llevando pasmada una mano al pecho—. ¿Acaso fui tan obvia? —soltó una risotada al cielo dorado.
—Eres mala —acusé mirando de refilón, asegurándome que no hubiera nadie que fuera testigo del trato que estábamos por hacer.
Comprimió sus puños, los colocó en sus párpados inferiores y fingió que se enjugaba lágrimas con el labio arrugado hacia abajo.
—Buh, heriste mis sentimientos.
—¿Tienes?
Sonrió de lado.
—No para ti.
En vez de conseguir una amiga o al menos una conocida que me cayera bien, había ganado una matona. Se leía en sus ojos y su sonrisa torcida, me amenazaría con contar mi secreto si no seguía todos sus caprichos.
—¿Qué quieres? —demandé dolida.
—Mañana me acompañarás a un sitio y no le dirás a Belchite. Secreto por secreto.
«Ni de coña»
—¿Qué quieres hacer? ¿Cabecear un tren? ¿Nadar con tiburones? ¿Saltar de un edificio cargando pesas? No voy a dejar que te hagas daño... por Belchite, a mí me da igual lo que te pase. Aunque estés buenísima ya no me caes tan bien.
Pripyat rodó los ojos, le gustaba ponerlos en blanco y suspirar al mismo tiempo. Juntó sus manos sobre el corazón, como si se lo hubiera roto y ella tuviera que recoger las piezas. Era tan dramática y teatral, gesticulaba demasiado con las manos. Me daba la impresión de que en lugar de llevar su alma en el pecho o en el cerebro la cargaba entre los dedos.
Me ruboricé de tan solo imaginarlo.
—Dejen de creer eso, no traté de suicidarme —contestó molesta.
—¿Y entonces que pasó?
—Estaba viendo el arroyo que corría debajo del puente y me caí.
Miré su cuerpo indemne.
—¿Y no te lastimaste al caer de un puente?
—Qué suerte tengo, ¿verdad? —sonrió de lado.
—Los gatos tienen siete vidas.
—¿Qué?
—Nada —respondí con la voz aguda, más de lo que me hubiera gustado.
—Eso es todo, no quiero morir, no por ahora. Pero ¡quién va a creerme! Vieron que me caí, creyeron que me tiré. Ya todos sacaron sus conclusiones. Ahora soy la loca suicida para ellos.
Era una historia muy sosa, como masa sin sabor. La única razón lógica es que fuera una loca suicida y también una mentirosa. No solo eso, una tonta suicida porque ni siquiera podía calcular la altura exacta para matarse. O se avergonzaba de tomar esa decisión final o aquella decisión la había tomado a ella.
—¿Puedo preguntar cómo alguien se cae de un puente por accidente?
—Sí, ya lo hiciste —bromeó.
—Dime —insistí.
—Ya te lo dije. Estaba viendo el agua circular, sostenida de la baranda y de repente me encontré cayendo. Había un riachuelo abajo, pero no muy hondo como para salvarme. El agua me llegaba a la cintura, o sea la profundidad era la mitad de mi cuerpo.
—¿Dos centímetros? —increpé.
—Ja. Ja —respondió cruzándose de brazos—. Aun así, amortiguó la caída.
—¿Saltaste?
—¿Hablo chino o qué? ¡No! Solo aparecí cayendo, fue rápido. Como si alguien me alzara sobre la baranda y me arrojara. Así se sintió. Que alguien me alzó y me tiró.
—Ajá. Un accidente. Sí —concedí poco convencida, no era idiota.
—Agradezco que haya pasado, me hizo replantearme muchas cosas —resumió poniendo las manos en la cadera.
—¿Qué cosas?
—Nada de tu incumbencia —respondió poniéndose de puntillas y dándome un golpecito en la nariz con su dedo índice.
—¿A dónde iremos mañana? —Retrocedí y me froté la zona ultrajada
—¿Nosotras?
—Si no es un motel no estoy interesada.
—Para qué quieres saber entonces.
—Para compadecerme del pobre idiota al que visitarás.
—Es momento de aclarar que tú no irás a ningún lado, te quedarás en la puerta esperándome. Atrévete a desobedecerme y cantaré como perico que no eres de fiar y que probablemente mataste a alguien en el pasado.
¿Crees que soy una asesina y aun así me amenaza?
—Y probablemente lo haga en el presente.
Bufé enervada y rendida, no podía contra ella. Si tanto quería marcharse entonces la ayudaría a viajar, aunque Belchite dijo que estaba prohibido para los nepentes. Alguna forma encontraría. Tampoco me estaba pidiendo algo imposible y mezquino, solo quería visitar a alguien y tener privacidad, era algo humano y natural.
Buscamos privacidad porque nos sentimos aterrados bajo la mirada de alguien más, nos aterra que nos miren porque los ojos no ayudan y no hay peor sentimiento que tener compañía, pero no sentirse acompañado, no hay peor sentimiento que ese porque la vida no es algo que nos guste hacer solos... se vive para... se vive...
—¿A dónde iré? —Pripyat dijo la pregunta idónea en voz alta, pero por su expresión ponzoñosa supe que no iba a darme una respuesta—. Supongo que... —respondió guiñándome un ojo y reanudando la marcha— lo sabrás cuando lo veas.
Las nubes proyectaban como espejos la luz del sol y alumbraban su cabellera al igual que una corona de centellas doradas. Ya fuera en una fuente, el departamento o la calle, siempre que hablábamos estábamos en un pedacito de cielo.
—Es un trato, como las banderas blancas —otra vez mi boca soltó palabras sin pensar.
Me mordí la lengua y di un ligero brinquito.
—¿Eh?
Era demasiado tarde para no soltar el dato ñoño.
Compartimos datos para saber más, sabemos más para que el mundo no nos tome sorpresas, el mundo nos toma sorpresas para entrenarnos, nos entrena para vivir, vivimos para... vivimos para...
—En la guerra se sabe cuándo hay un momento de tregua o quieren detener las armas y hablar —expliqué—. Es cuando agitan una bandera blanca. Aunque la decisión se haya tomado no se sabe que habrá paz a no ser que se agite la bandera, a no ser que se vea.
Ella sonrió. No supe qué pensó de mi deducción, pero no volvió a decir nada en el resto del camino.
Aun así, mientras regresábamos a la residencia, sentía que bajo el cielo dorado y entre nosotras, flameaba una inmensa bandera, tan amplia como todos los que mañanas que teníamos por vivir.
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