1-7
Mientras arrastraba los pies por al acolchonado césped caliente y me adentraba en la zona de juegos, noté que él tenía un cigarrillo casi consumido en las manos. La llama débil del pitillo le alumbraba las palmas. Era deleitable ver aquella luz venenosa.
Ese destello naranja pronto sería humo gris y el humor se evaporaría al igual que las almas y las lágrimas.
El hombre tenía rasgos fríos y angulosos, como una flecha su rostro parecía dirigido en una dirección. Hacia mí. Su nariz era aguileña, su cabello pelirrojo, cortado al ras del mentón y sus ojos vidriosos. Por más calor que hiciera, lucía pantalones de raya diplomática, camisa almidonada, tan blanca como el azúcar y saco gris satinado. Debería estar más sudado que los sostenes vikingos de la señora Bhangarh.
Me pregunté por qué alguien como él tenía ropas tan elegantes y caras, pero no un lugar donde pasar la noche. No encontré una respuesta, así como él no encontró un santuario mejor que ese parque.
El que lo quiere todo, lo tiene todo, incluso las desgracias.
Él parpadeó, giró con lentitud la cabeza, me miró y sonrió, pero sin felicidad ni alegría, parecía más un gesto apático para rechazar mi presencia.
Quiso asustarme.
Asustamos para que nos respeten. Queremos que nos respeten para tener poder. Buscamos poder para dominar. Dominamos para que se cumplan nuestros deseos. Queremos que se cumplan nuestros deseos porque la vida sin caprichos es aburrida. La vida es aburrida porque no sabemos vivirla. Vivimos porque... vivimos porque...
—Te ves cómo alguien que quiere un hogar. Ja. Haz fila, niña. No creo que esa señora nos rente hoy una habitación —Su voz era grave—. Espero que te guste dormir en la calle como una vagabunda.
—No tengo problema —admití sentándome en los guijarros que revestían el suelo de la zona de toboganes, rampas y tubos.
—¿Ya has dormido en la calle? —inquirió interesado, meciendo sus piernas en el aire.
—No lo recuerdo.
Él sonrió de lado, socarrón, se inclinó con ligereza, me guiñó un ojo y admitió:
—Yo tampoco. Y bien ¿Vas a pedirme un cigarrillo o no? —preguntó arrojando la colilla a las rocas y metiendo la mano en el forro interior de su traje—. Te ves tan adicta como yo.
Sacó una caja de cigarrillos de menta con un encendedor. De un movimiento fugaz, como si azotara el aire, abrió la caja, arrimó los cigarrillos al exterior y los tendió bajo mi nariz. La fragancia era deliciosa y tentadora. Me picaron los labios. Él era como la serpiente ofreciendo el fruto prohibido.
Me pregunté cómo se vería un adicto a los cigarrillos y porque yo parecía una. Miré mi aspecto, separando los brazos del cuerpo ¿Acaso era por mi bolso? ¿Las botas o mis pantaloncillos?
«Ya, seguro es porque no traigo calcetines»
—¿Me veo como una adicta a los cigarrillos?
—Tienes marca de nicotina en los dedos —se dio toquecitos con el pulgar en la zona en cuestión—, ahí entre el índice y el dedo medio llevas una mancha amarilla. Es de tanto cargar con cigarrillos.
Miré mis manos, anonadada, era verdad, las falanges de mi índice y mi dedo medio tenía un ligero tizne amarillo oscuro, como piel podrida. Mierda.
Acerqué las yemas a mi nariz, emanaban un olor amargo y penetrante. Olfateé mi ropa, pero despedía una fragancia dulce a rosas, olisqueé mi piel y apestaba a alcohol antiséptico y antibióticos, es decir, a hospital. Me había bañado profundamente o había estado en un lugar donde me quitaron la peste de fumadora.
Poco me importaba dónde había estado hace unos días. O horas. O a quién pertenecía el olor a rosas, porque estaba claro que esa fragancia era de otro cuerpo.
—Supongo que lo olvidaste. Eres una nepente —dedujo el hombre, quitó un cigarrillo para él, lo colocó en sus labios y lo encendió sin separar las comisuras, hablando entre dientes—. Olvidar que fumas es un buen paso para dejar el hábito. Alégrate. Mira mi suerte, me olvidé toda mi vida, olvidé hasta que estudié leyes, pero no olvidé que me gusta envenenarme los pulmones a diario.
—¿Eres abogado?
—Así es, o al menos lo era antes de perder la memoria. Ahora no sería muy bueno aconsejando de leyes si no las conozco ¿No?
Primero había sido el señor de la camioneta, luego Belchi, la señora Bhangarh y yo... cada uno actuaba como si estuviera perdido, sin pasado y por lo tanto sin futuro. Tenías que saber de dónde venías para conocer a dónde vas, o eso me parecía a mí.
—¿Por qué todo el mundo habla de recuerdos? —inquirí—. Parece que se despertaron un día y olvidaron quienes son.
El hombre arrugó la cara, inhaló del cigarrillo, lo sacó de manera violenta de la boca, se deslizó del tubo amarillo, saltó al suelo de guijarros y me miró enfurruñado desde arriba. Era bastante alto, delgado y musculoso. Pudo haber sido modelo en lugar de abogado.
Al estar sentada tuve que alzar la cabeza para sostenerle la mirada. Las luces de la plaza coronaban su cabeza como una aurora de ángel.
—¿Acaso eres estúpida, maldita mocosa? Eso fue justo lo que pasó.
—¿Qué? —pregunté entusiasmada.
Era como un sueño hecho realidad.
—Hace dos días ¿Dónde estabas?
Boqueé y solté sonidos inarticulados, no lo recordaba.
Yo no recordaba.
Yo.
No.
Recordaba.
¿Qué más podía pedir?
Mi vida empezaba esa mañana, en la parte trasera de una camioneta, pero a diferencia del resto no me importaba.
Sin embargo, ahora que meditaba en ello... no tenía recuerdos de nada, ni siquiera de mi infancia, ni mi apellido, tampoco conocía en qué día estaba o en qué año. Mucho menos sabía en qué país. Pero no tenía el cerebro de una termita, podía saber lo que eran los objetos, reconocía un automóvil, lo que era una ley y hasta recordaba cosas tan complicadas como el filósofo Descartes, sabía de libros y culturas... pero no tenía recuerdos míos sacando mi licencia de conducir, viendo un juicio ni estudiando o yendo a la secundaria.
Era una persona que había nacido ese día. Estaba viviendo todo por primera vez.
—Estaba dormida —expliqué tranquila, mi voz sonaba apacible, como si hablara del clima.
—¿Dormida? ¿Por dos días?
Me encogí de hombros.
—¿No sabes lo que pasó?
Meneé con la cabeza.
—¿Y no te preocupa saber quién eres? Digo ¿te despertaste sin saber siquiera que edad tienes y te parece bien?
Asentí.
Él infló las mejillas de aire, miró hacia otro lado, se rascó su cabellera pelirroja con la mano libre, la peinó detrás de las orejas, me escudriñó para comprobar que no bromeaba y expulsó el aire. Sorprendía que retuviera tanto el aliento teniendo en cuenta que era un fumador compulsivo.
—¿Cuántos crees que tienes? ¿Quince o veinticinco? Tienes ese tipo de caras atemporales...
Me encogí de hombros otra vez.
—No sé.
—¿Y eso no te asusta?
Alcé mis manos para poner un alto la conversación, porque comenzaba a sentirme un poco tonta bajo su mirada incrédula y juzgona.
—No, o sea, estoy pasándola bien y tengo la sensación de que hace mucho tiempo no me divertía o disfrutaba tanto. Créeme, incluso yo pienso que debería enojarme o preocuparme por varias cosas que me pasaron este día, pero estoy feliz... no, tranquila, tal vez —pensé en la palabra indicada—. Libre. Me siento pesada.
—¿Pesada? La libertad es ligereza.
—Tal vez estoy cargada de libertad. Por eso el peso. Es mucha ligereza, pero es tanta que se vuelve pesada.
—Mmm.
—O sea, estoy bien.
—Tal vez estás loca.
Fue la primera vez que sentí el deber de retractarme.
—Supongo que estaría completamente feliz si la gente con la que me cruzo no es tan miserable.
—¿De dónde viniste?
—Estaba en una carretera cuando recobré la conciencia. Creo que estaba viajando, como un mochilero. Pero sé mi nombre... de pila y mis gustos personales, como que todo el tiempo pienso en causas y consecuencias, que mi color favorito es el naranja y que prefiero el verano.
—Uf ¿Prefieres el verano? Si fuera tú olvidaría eso —bromeó, se rio sin sonido, prácticamente suspiró, alzó las cejas y volvió a inhalar de su cigarrillo—. Eso es mala suerte. Viajar largas distancias cuando todo el mundo pierde la memoria es tener mala suerte. No podrás volver sea de donde sea que vengas —Miró mi bolso—. Aunque, tengo la impresión de que huías.
—¿Tú crees? —contemplé el bolso deportivo que ni siquiera sabía si era mío.
—¿Qué otra razón habría para que estés feliz de perder la memoria? Solo alguien que ansiaba sepultar su pasado se sentiría a gusto con esta catástrofe. O alguien que tiene la cabeza atrofiada, incluso antes del Desvanecimiento.
—¿Cómo fue? —pregunté para desviar la conversación de mí, así se invisible quería ser.
Él guardo silencio por treinta segundos en donde solo se concentró en fumar, miró hacia la casa azul, volvió a enfocar sus ojos claros en mí y se sentó sobre los guijarros de la zona de juegos, junto a mi izquierda. Yo doblé las piernas como un monje, él flexionó las rodillas y apoyó sus antebrazos en ellas. Su piel estaba perlada de sudor y polvo.
Al tenerlo de cerca me percaté de que estaba un poco sucio.
—Fue rápido, como un parpadeo. No dolió. En mi caso caminaba al trabajo. Ya sabes, era abogado, maletín en mano —Se señaló con las palmas abiertas, recorriendo su pecho—. Traje, colonia, guapura—Eso significaba que llevaba dos días con la misma ropa—. Te haces la idea. Estaba abriendo la oficina donde trabajaba con... una mujer de gafas, no me preguntes el nombre. Pero o era mi colega, mi jefa o mi secretaría. Introduje las llaves en la cerradura —Agarró el cigarrillo y lo giró como si fuera una llave—. Entonces pasó. Apareció ante mis ojos una luz blanca, inmensa, me quemó la retina... fue como despertar de un sueño.
—Ya veo.
—¿Te ha pasado que despertaste apabullada de una siesta larga y no sabías ni qué día era, ni cómo llegaste hasta allí, ni siquiera sabías quién eras? —No era una pregunta que debería responder—. Solo existe el aturdimiento. Parpadeas, te incorporas de la cama ofuscado y miras la hora en tu celular hasta que todo comienza a ordenarse.
Asentí, recordaba la sensación, haber experimentado en carne propia esa turbación y confusión que traía un sueño profundo. Pero no se me ocurría ningún ejemplo concreto de cuándo me había despertado tan desorientada ¿En mi cama, en la de mis padres, en lo de un amigo, en el colegio? No había recuerdos que acudieran a refrescar mi mente reseca.
—Fue exactamente la misma experiencia —completó él—. Tuve ese aturdimiento que tienes cuando te despiertas de un sueño profundo, pero a diferencia de las siestas, este desconcierto, esa falta de memoria, no se fue con los minutos. No desapareció al ver mi oficina, ni al ver a la señora de lentes que era mi colega —suspiró—. Todo el mundo perdió la memoria, pero no en la misma medida. Digo, en ese caso ya no existirían doctores y los ingenieros nucleares no tendrían ni idea de qué hacer para generar electricidad, ahí sí la sociedad se iría a la mierda. En fin, si todos estuvieran tan perdidos como nosotros sería un verdadero Apocalipsis.
Asentí. Tenía sentido. A pesar de la gente desorientada, todo continuaba muy normal.
—Algunos olvidaron a su familia, otros su infancia, algunos su profesión, olvidaron leer o sumar... —Agitó una mano en círculos para abarcar varios casos hipotéticos—, pero hay cosas generales que todo el mundo olvidó como quién es el presidente... y otros datos públicos ¡Hasta el propio presidente se habrá olvidado de quién es porque anda desaparecido!
—Podrían buscarlo por internet —sugerí.
—Internet también lo olvidó —Me guiñó el ojo y no sabía si hablaba en serio o no—. Y hay algo que todos sabemos también, como si nos hubieran colocado esa idea por arte de magia en la cabeza. Es un hecho que todos conocen y nadie sabe cómo es que lo sabe... o al menos no lo recuerda. Puedes intuir cuál es ¿o no?
«¿Algo que todos saben incluso yo?»
Pensé a qué se refería. Él suspiró impaciente y puso los ojos en blanco.
—Si yo te pregunto —comentó intranquilo— ¿Crees que el olvido masivo volverá a pasar? ¿Qué es lo primero que se te viene a la cabeza?
—Sí —respondí sin dudarlo, era como si me preguntara si volvería a llover algún día, la lógica me obligaba a pensar que ocurriría, era obvio.
Él sonrió, mustio y complacido.
—¿Cuándo? Tira una fecha al azar, ni siquiera lo medites.
—El veintinueve de diciembre —musité.
—¿Se te ocurre una hora?
—A primera hora, en la madrugada.
Él arrugó el labio, pensando en esa posibilidad.
—Yo diría que es a las seis de la mañana, estás cerca.
Quería inquietarme, pero no podía. Me traía sin cuidado lo que pudiera pasarme, era como un caballo domado que corre sin conocer el destino.
—¿Qué tiene que ver esto?
—Que todos olvidaron cosas diferentes, hay algunos desafortunados que olvidaron toda su vida, literal, los llaman nepentes. Son gente como tú y yo, hojas en blanco. No recordamos nuestra infancia, familia, amigos, profesiones, adolescencia, contraseñas del banco o quiénes somos. Estamos vacíos. Completamente. Algunos nepentes ni siquiera recuerdan su nombre.
Tenía sentido, alguien vacío no podía inquietarse, no podía lamentarse de su pasado ni de su futuro porque vivía cada segundo como si fuera el primero o el último. En un perpetuo aturdimiento. Alguien vacío se veía como nosotros, como dos errantes que pasan la noche en un parque.
—Pero, a pesar de que todos andemos perdidos y desconozcamos cosas —continuó, la cola de su cigarro se desmoronó—, todos y me refiero a todos, desde un niño que aprende a hablar hasta una porrista de instituto o un anciano, absolutamente todos, tienen la certeza de que volverá a pasar otra vez. Incluso concuerdan en el día. Escalofriante.
—¿Te refieres al destello? ¿Al Desvanecimiento?
Él asintió.
—¿Habrá un segundo?
—Sí. El veintinueve de diciembre nos olvidaremos otra vez de quienes somos —continuó—. Tal vez sea acumulativo y olvidemos más cosas. En ese caso, tú y yo seremos los más afectados ¿A qué no? Digo ¿qué más podemos olvidar?
Tragué saliva en seco.
—Seguro nos convertimos en bebés gigantes que balbucean.
—No...
—Moriríamos de hambre. No sabríamos ni siquiera cómo comer. O cómo respirar. Digo, puedo que olvidemos hasta el instinto.
Me masajeé los ojos.
—Basta.
—Asimílalo.
Lo miré, continuábamos hablando con indiferencia, como si fuera algo ajeno a nosotros.
—¿Cómo es que sabemos que volverá a pasar?
—Tal vez quien nos lo hizo no nos atacó con toda potencia, es posible que esto sea una anticipación de lo que vendrá... o una advertencia, tal vez lo grave llegará después —Se encogió de hombros—. Estamos a veinte de noviembre, así que falta un mes y nueve días. No sé cómo será. Se desconoce si volveremos a empezar, olvidándonos del último mes y así hasta el resto de nuestras vidas. O si cada vez olvidaremos un poco más hasta que no podamos reconocer objetos y seamos... cosas. Pero lo que es seguro es que nos atacarán otra vez. Y los nepentes serán los primeros en caer.
Apreté mis manos, estaba bien ahora, no quería que las cosas cambiaran, pero tenía la certeza de que ese tal golpe volvería a ocurrir y sin duda sería el veintinueve de diciembre, aunque no estaba segura de a qué hora o cómo sería. Mi mente solo decía: «No te preocupes por eso, goza tu último mes»
—¿Quién...? ¿Quién...?
—¿Qué quién hizo esto? —dedujo recostándose de manera plana sobre el suelo, como si fuera una tabla para surfear que se arrastra al interior del mar y deja todo atrás—. No sé, nadie lo sabe, terroristas tal vez, extraterrestres... dioses. Estamos esperando una respuesta o explicaciones del gobierno. Pero al parecer solo quedan pocos presidentes o reyes en el mundo, la mayoría desaparecieron.
—¿Por qué?
—Tal vez los raptaron, tal vez los terroristas los mataron para que haya caos o tal vez dios los castigó por jugar a ser poderosos y creerse divinidades.
—No me creo eso.
Inhaló profusamente y expulsó una humareda que irguió como una columna sobre su nariz. Las luces de vapor de sodio de la calle iluminaban tenue nuestras facciones, era como si estuviéramos en un antro.
—Seguro los presidentes o reyes desaparecidos son nepentes, gente imbécil que solo recuerda datos sin sentido. Por ejemplo, yo sé de mí que fumo, me gusta el fútbol y sé que era abogado porque perdí la memoria con la mano sobre la cerradura de la oficina, sino lo hubiera olvidado también.
—Qué mal —me compadecí de él.
—Se pone peor —advirtió, dándole golpecitos a su cigarrillo para que las cenizas cayeran sobre el pedrusco—. ¿Sabes guardar un secreto?
—Lo averiguaré cuando tenga un secreto que guardar.
Él sonrió de lado.
—Era un abogado corrupto.
—¿Qué tanto?
—Encontré demasiado dinero en mi oficina. En un maletín de cuero. Demasiados billetes para ser legales. Me temo que le arruiné la vida a más de una persona.
Sonreí.
Debería estar inquietada de compartir la noche y quizás dormir en un parque con un criminal, pero, otra vez, no me asusté. Tal vez tenía nervios de acero, tal vez había visto o conocido gente peor que abogados codiciosos y corruptos... tal vez yo había sido alguien mucho más torcida que él. Si creí que el anciano desconocido de la camioneta no podía estar conmigo por ser muy despreocupado y alegre, aquel extraño de traje me dio la sensación opuesta.
Pensé que, si era cruel u oscura, poco importaba porque jamás volvería a ser esa persona. Había empezado de cero. Me había resarcido. Esa tragedia era la tregua que necesitaba. Suspiré aliviada y solté una risa.
—No soy cura para que me cuentes todos tus pecados, tranquilo, pasado pisado —le di un pequeño golpecito en la barriga.
El rio, dejó el cigarrillo apretado entre los labios y se protegió el estómago con los dedos amarillos por la nicotina. El humo serpenteó entre nosotros como confeti de una fiesta fantasmagórica.
—Eh, eh, no te metas conmigo, soy un tipo malo, muy malo. Destrocé toda mi antigua oficina.
Recordaba ver un bufete de abogados con las persianas bajas, los cristales rotos y documentos de contaduría arrojados en la acera. Me imaginé la escena. Era caótica, como un huracán, como filas de hormigas bajo la lluvia o el corazón de un enamorado.
Me lo imaginé aturdido, entrando a tumbos a su oficina, buscando en los escritorios, las bibliotecas y en cada rincón alguna pista de quién era. Buscando una persona que ya se había desvanecido. Acompañado por la igual desorientada mujer de lentes, revolviendo todo como las ardillas que esconden bellotas en la tierra. Pero no halló su pasado, o al menos no la parte de él que le hubiese gustado encontrar.
En lugar de recuerdos se topó con dinero fraudulento. Manchado de sangre, como muchos dirían, de lágrimas inocentes, saturado por la injusticia de la justicia o manchado con el rencor de algún preso que habían olvidado toda venganza que le había jurado.
No me costaba imaginarlo en plena crisis de nervios.
Se había asustado de él mismo como un monstruo que asecha bajo la cama y en lugar de encontrar a un niño durmiendo sobre el colchón encuentra a una criatura peor que él.
Me acosté a su lado, los guijarros me perforaban la piel como pequeñas agujas tibias, giré la cabeza y él hizo lo mismo. Nuestras narices se tocaron.
La gente se acerca para no sentirse sola, no quiere sentirse sola porque somos animales sociales, somos animales sociales porque la evolución nos hizo así, la evolución nos hizo así por mero capricho.
Esa noche le di mi compañía a un desconocido y ese adulto extraño me miró a los ojos por capricho de la naturaleza. Éramos así de efímeros, pasajeros y olvidados.
No dejaba de pensar en lo que dijo Belchite: somos especiales desde siempre, pero ahora más que nunca.
Aunque me hubiese gustado pertenecer al plan de alguien más, esa noche nos conformamos con que únicamente el desconocido de al lado supiera nuestra existencia.
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