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Epílogo


Actualidad

El álbum está un desvencijado de todas las veces que lo abrimos. Nunca nos aburríamos de mirar las fotografías y agregar nuevas imágenes. Las últimas, de nuestros nietos.

Ellos insistían con las digitales, pero nosotros preferíamos imprimirlas y tener los recuerdos en papel.

Cuando nos casamos, fue Josefina quien se encargó de retratar nuestro momento; a pesar de haberle dicho que contrataríamos a un profesional ella insistió con que quería hacerlo por sí misma.

Cabeza dura como su hermana menor.

Josefina se fue de este plano hace algunos años, resultando un gran golpe para Coni. Perder a su madre, cinco años antes que su hermana también lo fue, pero la relación con Isabel nunca se caracterizó por las flores y palabras de cariño en extremo.

Mi cuñada mantuvo su fe ciega en mí hasta su último día. Siempre le gusté como hombre para su hermana. Fue la que insistió porque luchara por Coni, para que la hiciera feliz. Me inculcó la paciencia y la perseverancia.

Me hizo prometer, en su lecho de muerte, que la cuidaría por siempre.

Sin dudas, no solo fue la hermana mayor de mi esposa, sino también la mía.

Tomo una de las primeras fotos de este álbum, la cual nos tiene a Constanza y a mí siendo unos jovencitos de doce años. Una foto de nuestro viaje de egresados, aquel viaje en el que vomité mis sentimientos y ella me mantuvo en vilo.

Años más tarde confesó que quería decirme que sí, pero que no supo cómo reaccionaría su madre, quien ejercía gran poder sobre su conducta.

"Vos sabés que mamá era un poco castradora", solía decir.

Asimismo, yo sospechaba que en realidad Isabel siempre había querido que su hija se quedara con un futbolista de familia adinerada como Juan Cruz y no con un carpintero, sin estudios universitarios ni éxito financiero como yo.

No importa, después de todo, me quedé con la chica.

La segunda fotografía es de su cumpleaños de 15.

Mi rostro es un reflejo de mi estado de ánimo: estaba muy confundido y molesto porque mi amigo, ese mismo día, se cagó en nuestro juramente y se puso de novio con ella.

Los rumores decían que ellos ya se habían besado a escondidas; sus amigas no habían sido disimuladas en chusmear que ambos tenían muchas ganas de estar juntos. En el sentido completo de la palabra.

Las hojas que siguen muestran otras tantas imágenes; hay muchas con nuestros nietos e hijos. Una exhalación pesada sale de mí cuando en los tres primeros años de Enzo solo encuentro fotografías con Juan Cruz. Coni quiso guardarlas en otro lado, ¿pero cómo iba a hacer eso? Juani había sido el padre de mi hijo durante ese tiempo. Fue quien estuvo a su lado en momentos de fiebre, cuando dio sus primeros pasos y dijo sus primeras palabras.

Él fue su padre antes que yo.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, casi cincuenta años, pero es acaso lo único que lamento. La verdad salió después de que nos casamos; Enzo solo elevó sus hombros, naturalizándolo todo.

Todo es felicidad cuando veo a mi bella esposa acariciando su barriga plana al momento de casarnos; Emilia era un hecho, un porotito de algunas semanas. La niña de rizos castaños y ojos color jade que revolucionaría nuestra casa con su llegada.

No estaba en nuestros planes que cinco años más tarde Dios nos bendeciría con la llegada de Vito, otro "terremoto".

Los fotos lo documentan: siempre embarrado o con la carita manchada de alimento, subido temerariamente a la bicicleta o sin casco en su moto.

"Salió a vos", solía decirme Coni, "es adicto a la adrenalina, ¿no lo ves?".

Convinimos no decirle a Vito que a los 16 yo había comprado mi primera moto y que mi viejo, apenas se enteró, me la vendió por chaucha y palito; en cambio, lo autorizamos a tener una cuando cumpliera sus veintiuno.

Paso una foto tras otra, con la remembranza acariciando mi adolorido corazón. Sin embargo, me quedo con la de nuestra boda.

Coni lucía un vestido que no era del todo blanco. Según sus palabras, era "champagne". No blanco porque "ya se había casado ante Dios" y no beige porque "era del color de las paredes del living de su casa en Córdoba".

Así que champagne fue.

Por más que tuviera una bolsa de arpillera, no me importaba. Yo quería que fuera mi esposa para todos y ante la ley.

La sonrisa amplia que muestra su felicidad siempre permanecerá en mi mente. Es la misma sonrisa que mantuvo hasta la última noche que compartimos la cama adonde estoy sentado, abrumado por recuerdos y añoranza.

Me acarició la mejilla, me miró con solemnidad y me rozó la nariz con la suya.

―Te amo. No sé por qué. Pero te amo ―me decía lo mismo, una y otra vez.

―El amor no tiene explicación, por eso yo también te amo ―la respuesta también se repetía.

Un toque en los labios, una acurrucada, y el sueño nos llegó pronto.

Guardo las fotos en su caja y las llevo a la cajonera que restauré. Un mueble viejísimo que Coni adoraba y que reviví en mi taller.

Un fuerte dolor en el pecho me inmoviliza por un momento. Trago y me froto el corazón. No solo es dolor muscular, también es a causa del enorme vacío que ha dejado Coni al irse de mi lado hace solo un día. Las luces automáticas del patio se han encendido y el silencio es aturdidor.

Avanzo hacia la cama con dificultad. El ardor es intenso y se irradia hacia mis extremidades.

Parpadeo, quieto, a los pies del colchón.

¿De esto se trata?

Tomo asiento de lado, mirando la fotografía que hay sobre la mesita luz. La foto que nos tomamos hace más de cuarenta años con nuestros tres hijos y la arena de Mar del Plata de fondo.

De golpe, las sienes me laten y siento como si un camión me hubiera impactado de lleno en el torso.

Bueno, no es que sepa de primera mano cómo es ese golpe, pero me lo imagino.

Tomo el portarretratos de plata – uno de los que nos regaló Teresita Veraglia, la madre de nuestro amigo Juan Cruz– y llevo a mi pecho esa foto.

Me acuesto mirando el techo. Comienzo a tiritar. Las ventanas están cerradas y Vito prendió la calefacción apenas llegamos; yo llevo una campera de hilo tejida con una camisa de mangas largas abajo, no es que esté desabrigado.

Cierro los ojos soportando el dolor.

Hago memoria pensando en mi teléfono. ¿Adónde lo dejé?

Eso me valdrá otro regaño de parte de mi familia.

Nunca fui a adepto a los celulares. Funciones básicas, nada de redes sociales ni tecnología de última moda.

¿Ahora? Me gustaría tenerlo a mano.

Mis dientes se comprimen dentro de mi boca, soportando la quemazón que me recorre de punta a punta. La sensación de estar prendiéndome fuego de adentro hacia afuera.

Intento engañarme diciéndome que ya pasará. Inspiro profundo, hasta que mi respiración es casi imperceptible. Abro la boca para gritar, pero no me sale voz. Mis cuerdas vocales están mudas.

¿Qué mierda pasa?

De repente, ya no siento dolor. 

Detecto olor a canela en el ambiente.

¿Quién volvió a presionar el botón de ese aparato demoníaco? Pensé que le había quitado las pilas antes de irme a dormir.

Quiero levantar mis párpados, pero pesan mucho. Me siento agotado. Es lógico, no he tenido unas horas agradables.

Quiero hablar, pero sigo sin poder conseguirlo.

―Shhh, tranquilo, no pasa nada.―Me susurra una voz a lo lejos, calmándome. Es suave, casi familiar. Espero porque vuelva a hablarme para distinguirla mejor.

Balbuceo, sin sonido.

―Nunca se te dio bien seguir órdenes, ¿no? ―mis labios tiemblan.

No puede ser, ¿o sí?

―Co...¿Coni? ―Suspiro con duda y esta vez, tengo voz.

―¿Quién otra? ―Cuando la revelación cae sobre mí, todo encaja.

Sus caricias son cálidas sobre la piel de mi rostro y su voz recobra el tono que recuerdo.

―¿Dónde estoy? ―Quiero verla, no sé por qué no puedo.

―Y yo que siempre pensé que eras el más inteligente de la pareja ―Bromea, acorde a su temperamento.

―Coni...no te fuiste...―le digo y, finalmente, mi cuerpo me obedece y levanto mis párpados.

Me refriego los ojos, enfocándome en la mujer que hay delante de mí. No es la Coni que despedí hace solo un puñado de horas. Es la Coni a la que le confesé mi amor aquel día en mi departamento de soltero, cuando vino de España a recuperar su confianza.

―Sí, me fui. Y por lo que veo, no pudiste estar mucho tiempo sin mí ―me acuna la mejilla y retuerzo mi cara para acariciarme contra su palma abierta.

Todo tiene sentido ahora. Todo, absolutamente todo, es como debe ser.

―Te prometí que no estaríamos alejado por mucho tiempo.―Sonrío, deseando que no sea un sueño.

―Confiaba ciegamente en tu literalidad.

―¿Creés que ellos van a estar bien allá? Sin...nosotros dos. Perderte fue muy duro para todos.

―Sin dudas será un golpe inesperado cuando descubran que vos te fuiste también, pero ¿sabés qué?

―¿Qué?

―Ellos van a entender que este viaje también teníamos que hacerlo juntos. Que fuimos hechos el uno para el otro porque siempre fuimos algo más.

Y sí, lo van a entender. 


FIN


Chaucha y palito: sin valor.

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