
49
No sería la primera vez que vería a Coni. Claro que no. Desde que regresó a Buenos Aires de forma definitiva – palabras textuales de su hermana – la he estado observando a escondidas.
Como un chico de quince, he espiado sus llegadas y sus salidas de la casa de Josefina, fingiendo que salía a comprar comida o a visitar a un cliente.
Cuando la vi por primera vez después de más de cuatro años de distancia, tan delgada, con su bonito rostro ceniciento y siendo puros ojos y labios, me recordó a la pequeña que vino con su familia de Córdoba, hace dos décadas.
Sin embargo, las circunstancias que la traían a este barrio lejos estaban de aquellas: acababa de enviudar. Mi amigo había decidido suicidarse. Intoxicarse con medicinas y bajar los brazos para siempre.
Cuando Josefina vino llorando al taller con la noticia, quedé petrificado. No me había comportado de la mejor manera con él y puede que en este último tiempo no hubiéramos hablado fluidamente como antes, pero es imposible negar todo lo que atravesamos.
Recuerdo el golpe seco en mi pecho, el abrupto dolor en mis extremidades cuando me lo dijo.
Tuve que enviar a los chicos a sus casas porque no pude seguir trabajando.
Miro el celular con ese último mensaje, que sin temor a equivocarme, ubico horas antes de su muerte. Un mensaje sin sentido para mí y que, sin dudas, tenía un significado para él.
Trago fuerte mirando la bolsa con el regalo que hice para el hijo de mis amigos, con la esperanza y el riesgo de resucitar viejas heridas en un día tan particular.
Celeste está durmiendo desde hace rato; debe levantarse temprano para cubrir su próxima guardia de cuarenta y ocho horas. La miro, serena e inocente, ignorando las emociones que me embargan en este preciso momento.
Me siento culpable por haberla dejado al margen de mis planes y le prometo internamente que en cuanto vuelva, se los diré.
Y sucederá lo que tenga que suceder.
Bajo las escaleras chocando mi regalo contra la pared; es una mesa didáctica, un prototipo que en poco tiempo lanzaré en mis redes sociales. Si bien la idea no es original, ya que me he basado en algunos ejemplos de internet, el desarrollo y el diseño, sí.
Cuando comencé a armarla no fue pensando en el niño cuyo nacimiento intenté ignorar. Su existencia no hizo más que recordarme que Coni no era mía y que si los cálculos no me fallaban, ella y Juani habían tenido sexo al poco tiempo que Coni durmió conmigo.
Ni siquiera tengo cara para reprocharle ese comportamiento.
Con dudosa valentía toco el timbre de la casa de Josefina. Su esposo frunce el ceño cuando me ve, lógicamente, sin esperarme.
―¡Hey, Zeke! ¿Cómo estás? De saber que venías te hubiéramos esperado para cortar la torta.
―Es solo...un segundo...para dejar esto ―señalo la bolsa aparatosa en tanto me abre la puerta ―. Y por cierto, felicitaciones por el embarazo ―le digo; Josefina me lo contó la semana pasada. Según sus propias palabras, fue toda una sorpresa.
―Gracias, fue...inesperado ―sus cejas se mueven por sobre sus anteojos de Clark Kent.
Me guía por la estrecha casa del matrimonio, una casa en la cual he estado varias veces; cuando él se va de la ciudad por trabajo y ella necesita que le haga un mandado, cuando los chicos rompen un mueble y hay que arreglarlo, o también, cuando Jose necesita salir a comprar algo de manera urgente y no tiene niñera a mano.
Lo cierto es que he forjado una linda amistad con Josefina y sus hijos me adoran. Puedo decir con seguridad que es la única que sabe lo que realmente sucedió entre su hermana y yo, los sentimientos que albergué y tragué.
Y a pesar de que su hermana se haya casado con Juani y que hayan tenido a un lindo bebé – como tía babosa que es me mostró algunas fotos del crío – nunca deja de castigarme por lo "lento" que fui con Coni.
Cuando aparezco en el patio trasero, no importan los globos de colores volando por el patio, ni el barullo de los chicos gritando a más no poder.
Mi mirada se dirige a mi amiga, a mi amor eterno. A mi amor imposible y prohibido. A la primera y única mujer que amé con toda el alma, que me rompió el corazón muchas veces y aun así, me lo dejaría romper de vuelta.
Nada se compara con la sensación de ahogo que experimento en este preciso instante; está delgada, más de lo que su cuerpo se puede permitir y su característica chispa se ha extinguido.
Es lógico, verse viuda tan joven, con un niño pequeño y teniendo que volver a empezar de cero no debe ser nada fácil.
―Me dijeron que alguien especial cumplía años. ―Todos están mirándome como si fuera un extraterrestre salido de un capítulo especial del programa de Chiche Gelblung. Trago, esperando porque alguien rompa el mutismo.
Por fortuna, Jose - alias la tramposa y negadora hermana - sale a mi rescate, fingiéndose desentendida y pretendiendo que no fue quien me advirtió sobre la presencia de Coni y el niño en su casa.
―Zeke, ¿cómo estás?¡Claro que hoy cumple años una personita especial! ―me da un beso en la mejilla y toma la bolsa. El resto continúa aturdido ―. ¡Enzo, amorcitooooo!¡Hay alguien que te trajo un regalo! ―escondido detrás de un árbol, amparado por la oscuridad de la noche, un chiquito de cabello cobrizo y grandes ojos verdes me mira, ceñudo. La emoción se ajusta en mi pecho porque no es solo el hijo de Coni, es el hijo de quien fue mi amigo, ahora fallecido.
Me arrodillo a su altura y le extiendo la mano, saludándolo como hacen los caballeros.
―¿Y vos quién sos? ―Arruga su nariz de botón salpicada por unas pecas, justo como la de su madre.
―Soy Ezequiel, pero los amigos me llaman Zeke. Yo era muy amigo de tu mamá y tu papá.
―Pero vos sabías que mi papá está en una estrella, ¿no? No va a venir esta noche ―si el silencio era incómodo hasta entonces, ahora es ensordecedor. Busco los ojos de Coni, triste y abatida.
―Sí, lo sé. Y lo siento mucho. Yo quería mucho a tu papá.
―¿Qué regalo me trajiste? ―Con la rapidez e inocencia que solo un pequeñito de cuatro años como él puede tener, cambia de tema. Lo festejo enormemente.
―Acá lo tenés ―Josefina le entrega la bolsa. Él se retira hacia un lado y rompe el moño. Rasga el papel y enseguida descubre lo que es.
―¿Una mesa?¡Una mesa con juegos!¡Como las del jardín! ―supongo que su emoción es un buen síntoma y suspiro por el acierto. Pronto, las voces de sus primos tapan los festejos y arrastran sus sillas para acompañarlo a sentarse y probar los caminos de hierros de colores, cuentas de madera, teclas y botones que he incluido en el diseño.
Fidel es el segundo que quiebra el frente unido; me da un fuerte abrazo y palmea mi espalda.
―Me alegra volver a verte ―dice. De hecho, hace mucho que no me lo cruzo. Es un buen hombre que ha aparecido en un momento clave de la vida de las chicas y su madre.
―Zeke, querido, ¿cómo estás? ―Isabel, la madre de Coni, también me da un cálido abrazo después de un momento de alto impacto. Creo que acababa de darse cuenta de que Juani también fue importante para mí y que ni siquiera pude darle su último adiós, ya que se lo veló en Italia y, hasta donde sé, Teresita se trajo las cenizas de prepo.
―Bien, con mucho trabajo. ―Sé que no es lo que ha preguntado y su caída de ojos me dice que no preguntará más de la cuenta.
―Creo que es hora de irnos ―tanto ella como Fidel se despiden, dejándome en el patio con los chicos y con Coni, ya que Jose y su esposo los acompañan a la salida.
Esbozo una sonrisa a medias, absorbiendo la complejidad de emociones que estrangulan mi pecho. Tener una mesa cerca es bueno, ya que en caso de desmayo podré recostarme en ella.
―Hola ―dice Constanza después de lo que parece una eternidad. El vestido amarillo que le he visto tantas veces flota en su cuerpo huesudo y mal descansado. Aún asi, siempre será la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
―Hola, Coni. Lo siento...mucho ―mi voz flaquea y no me importa que mi labio tiemble o que mis ojos se llenen de lágrimas. Con ella no soy más que yo, transparente y sincero. Crudo y real.
Mi amiga me rodea el torso, apoyando su mejilla en mi pecho y la abrazo, fuerte, demasiado para la contextura de su menudo cuerpo. Mi corazón colapsa y estoy dando un espectáculo de mierda.
Por fortuna, los chicos acaban de entrar con la mesa didáctica y sus juguetes a la cocina, dejándonos a nosotros dos y a nuestro dolor a solas.
Coni me calma frotándome la espalda, acostumbrada a arrullar a su pequeño. Sube sus palmas y rastrilla mi cabello corto con sus dedos largos. Su mirada es tierna.
―Siento mucho no haberte llamado, no haberte escrito. Estaba impactado con la noticia, negado...fueron días tristes ―repito en un gemido ahogado. También ha derramado lágrimas saladas y gruesas, aunque se ve menos afectada que yo.
―Entiendo lo difícil que debe haber sido para vos también.
―No tenés idea.
―Vení, sentáte ―Arrastra las lágrimas de su bonita cara y me toma de la mano. La electricidad está allí, con el voltaje al máximo, recorriéndome las venas con un simple toque. Nos miramos tontamente y tomamos asiento en dos reposeras verdes junto a una pileta de lona repleta de juguetes que flotan en el agua.
Abre la conservadora de lado ofreciéndome una cerveza que no rechazo de ningún modo. No tardo en darle un sorbo largo, enfriando mi garganta y mis emociones. Buscando adormecer mi dolor.
―No creí que me derrumbaría tan pronto ―reconozco entre risas torpes, un tanto avergonzado ―, no me hacía tan blando.
―Estamos mayores, es por eso ―Intenta seguir la línea con una sonrisa.
―No...no puedo creerlo. O sí...pero no...―no encuentro las palabras justas y en lugar de consolarla, soy quien resulta ser consolado en cuanto ella me toca el muslo izquierdo, inclinándose hacia mí. Levanto la mirada recibiendo todo su afecto.
―¿Cómo estás? Digo, con esto...con la noticia...con mi regreso ―sus palabras salen en voz baja.
―Aún no descifro nada de todo lo que está ocurriendo.―Asumo, nervioso.
Coni retrae su cuerpo, se sienta con las piernas plegadas bajo su cola y trenza su largo cabello con una ductilidad innata. Conocer su lenguaje corporal me permite adivinar que en su interior hay algo que oculta, algo que guarda. Algo que la intranquiliza.
―¿Qué pasa? ―Tiento a mi suerte. Sus ojos verdes son penetrantes.
Después de un tenso instante, lo suelta.
―La noche previa al suicidio de Juani, discutimos. Fuerte y feo. Yo le dije que lo nuestro no tenía retorno, que lo mejor sería divorciarnos ―sus manos frotan sus muslos desnudos mientras que sus ojos se unen a esa torpe maniobra. Toso un poco, asimilando la inesperada noticia ―. Hace mucho tiempo que estábamos mal como pareja; su lesión fue determinante ― Josefina me tenía al tanto de la salud de Juani, de su grave lesión y casi imposible recuperación ―. Fueron tiempos difíciles; estaba más gruñón que de costumbre, no tenía ganas de nada. Nos ignoraba por completo. Incluso vino al velatorio de su padre solo. No nos permitió acompañarlo ―Parpadeo varias veces pues esa no es la versión que me dio a mí: cuando asistí al funeral de Bernardo, él me dijo que Enzo estaba enfermo y que no valía la pena traerlo. No se lo digo a Coni, supongo que ya no vale la pena hacer leña del árbol caído.
―No sabía nada ―digo llenando el espacio que corresponde al de mis palabras. Ella niega con la cabeza, sumergida en su relato.
―Discutíamos por todo, vivía desganado. Empezó a celarme por ir a trabajar. La muerte de su padre terminó por hundirlo. Yo quise ayudarlo, lo juro, pero no me dejó ―su voz la traiciona. Sus manos contraídas en tensos puños chocan contra sus piernas.
―Coni, no tenés que culparte ―arrastro mi reposera, acercándome. Podría poner mis palmas sobre la falda de su vestido, pero no soy lo suficientemente fuerte. De momento, solo recurro a las palabras ―. Juani tomó una decisión, como tantas otras. Él decidió quitarse la vida. Él decidió que no valía la pena seguir luchando por nada.
―Él decidió que no éramos motivo suficiente para su lucha, ¿entendés? Eso es lo que me duele. ―Sus hombros se derrumban en un llanto penoso y no dudo en cobijarla entre mis brazos. Jose se asoma y nos mira de contrabando. Me guiña el ojo y regresa al interior de su casa.
La conversación está dándose más temprano de lo imaginado, pero es que así pasan las cosas. Sin más. Y hay que dejarlas fluir.
―No fui suficiente. Su hijo tampoco. Cometí muchos errores, lo admito, pero hice lo posible por complacerlo, por ser feliz. Lo único que le importaba el fútbol, demostrar que jugar no era el capricho de un mocoso sin aspiraciones. ―mi camisa se moja por sus lágrimas y no hay nada que me importe menos. Ahora se trata de darle sostén, ser el amigo que muchas veces fui y por tanto tiempo, se alejó ―. Quise ayudarlo, Dios sabe que quise...
―Coni, no te culpes más, por favor. ―Insisto, queriendo penetrar ese duro cráneo.
―Es inevitable. Hemos dejado a nuestro hijo sin su padre ―el corazón me hace crack al pensar en ese hermoso niño de cachetes regordetes y carita de ángel.
―Puede que no tenga a su papá físicamente, pero tiene todo el amor de su familia. ―Tomo su cara entre mis manos y la obligo a mirarme. Sigue siendo una hermosura de mujer, con su boca grande, su pelo como el cobre y sus ojos aturdidoramente llamativos―. Tiene a tu mamá, a Fidel, a sus primos. A Jose y a Facundo. Me tiene a mí, al tío Zeke ―Le robo una sonrisa. O me la gano. Da igual.
Dios, lo que soñé con su sonrisa.
Una pizca de culpa me pincha el pecho, no debería estar pensando en cuánto la extrañaba ni cuánto necesitaba decirle que siempre estaría a su lado, sin importar el daño que nos hicimos.
No sé por cuánto tiempo nos mantenemos abrazados, ni siquiera registro el momento en que la arrastro a mi regazo y compartimos la reposera. La noche es muy cálida, los árboles que ocupan el patio de Jose se ondean con la tenue brisa del mismo modo en que mis dedos acarician su espalda semi desnuda.
Como a una niña grande la acuno, la acaricio, la peino. Le prometo que todo estará bien. Que deje que el tiempo cure las heridas. Le recuerdo cuán fuerte es.
Su sollozo cede en algún momento de la noche. Sus manos, rígidas en la línea central de los botones de mi camisa, caen sin peso y su respiración se acompasa.
Inclino la cabeza en un esfuerzo por mirarla y noto que se ha dormido. Muero por besarla en los labios, por prometerle que ni ella ni su hijo sufrirán, pero no soy quién para semejante atrevimiento.
Con todo el autocontrol capaz de tener, la levanto. Es liviana, más que una pluma. Sus brazos cuelgan en torno a mi cuello como si hubiéramos hecho esto un millón de veces antes y la acomodo entre mis brazos. Abro la puerta mosquitera de la casa con un pie y encuentro a Jose y a su esposo cuchicheando en la cocina.
―Cayó rendida ―murmuro. Operativa, Josefina me señala el sofá cama de la sala, extendido y con sábanas recién puestas. La acomodo allí, la cubro con la colcha liviana con patrones coloridos y le doy un beso en la frente.
―Los chicos se quedaron dormidos enseguida. ¿Ella? Ella todavía sigue perdida, luchando por salir a flote ―me susurra en la puerta de salida, un minuto más tarde ―. Ah, y gracias por venir. ―me frota el brazo, con una sonrisa amistosa.
―Gracias por invitarme. Sos una gran actriz ―Bromeo con la mano apoyada en uno de los barrotes de la reja.
―Necesitaban verse. Y dado que ninguno se animaba a dar el primer paso, me aseguré de darles un empujoncito.
―Sabés que eso no estuvo bien, ¿no?
―¿Por qué? ―Finge inocencia, exagerándola con la mano abierta en el pecho ―. Ustedes son viejos amigos que perdieron a una persona en común. Ella a su esposo y vos, a tu mejor amigo.
―Le fallé mucho a Juani. No me lo voy a perdonar nunca.
―Zeke, dejá de darte máquina, ya hablamos de esto ―Efectivamente, ella fue quien estuvo a mi lado cuando lo necesité. Celeste me apoyó, claro, pero sus horarios raros y su resistencia a todo lo que tuviera que ver con Juani y Coni, no se lo permitió por completo.
―Me siento fatal ―me refriego la cara, impotente, con muchas sensaciones asaltándome.
―Lo sé; supongo que este encuentro no hizo más que despertar todo aquello que pretendiste dormir por tanto tiempo.
―Sería hipócrita afirmar que la había olvidado, vos sabés que eso sería imposible. ―me quejo ―. Había conseguido ordenar mi vida, establecer mis prioridades... Estaba bien con Celeste o algo así, teniendo en cuenta que sigue insistiendo con el tema del casamiento y tener hijos, pero ahora...¡mierda! Ya no sé qué hacer. ―Mis brazos se agitan con desesperación.
―Es lógico estar enojado cuando las cosas se escapan de nuestro alcance.
―No es justo. No es justo para ninguno. Ni para mí que no puedo sacarme a tu hermana de la cabeza, ni para ella que acaba de enviudar. Mucho menos para Celeste, que está allá enfrente, durmiendo en nuestra cama, ignorando el mar de remordimientos que me comprime las tripas. ―Mi tono es quebradizo, inquieto. Odio sentirme fuera de control, desconcertado y sin respuestas.
Es como si volviera el tiempo atrás y estuviera reviviendo el momento en que Coni se fue para siempre y se despidió con un mensaje vacío y nada comprometido.
Ese maldito mensaje con el que se alejó. Había elegido, otra vez más, a mi amigo por sobre mí.
Más de cuatro años después de esa fatídica noche en la que me pidió perdón telefónico, me siento igual de mal. O peor. Porque las cosas han cambiado mucho. Demasiado.
Y no sé si quiero que cambien tanto.
Me despido de Josefina, prometo llamarla en la semana para coordinar el diseño de la nueva cuna que tendrán que agregar en el cuarto de los chicos y cruzo la calle.
Llego a casa en plena oscuridad, en puntitas de pie.
En el cuarto, Celeste sigue durmiendo.
De regreso en la sala, aprovecho a sacar la caja de dibujos que he hecho durante todos estos años, escondido en la parte inferior de la biblioteca, allí donde hay dos puertitas que solo se abren con llave. Dentro, hay infinidad de diseños, la mayoría ligados a Coni.
Busco un lápiz y mis dedos se guían solos. Tienen vida propia.
Y obviamente, la dibujan con los ojos cerrados; con los labios ligeramente entreabiertos, a mi merced, entre mis brazos.
El abanico de sus pestañas sobre sus pómulos pálidos, las pecas danzando impúdicamente sobre su nariz respingona.
Hoy le encontré algunas canas perdidas y sin dudas, en un futuro me aprovecharé a sacarle algunas broncas a sus expensas.
La dibujo como un alma poseída, en mil poses, de mil formas.
―¿Qué estás haciendo? ―la voz adormilada de Celeste es un balde agua fría porque aunque me apresure a guardar todos mis papeles, ya es tarde.
Me ha visto.
Los ha visto.
Es inútil ir contra la corriente, y en este momento, la corriente me vuelve a arrastrar hacia Coni.
Toca los dibujos, los pasa uno tras otro hasta que se vuelve demasiado para ella.
―Fuiste a verla ―No duda. Conoce la respuesta.
―Sí ―me muerdo el labio, indignándome por lo poco hombre que me siento frente a mi pareja.
―¿Te la cogiste? ―sus palabras son un latigazo.
―¿Qué? ―pregunto con asco.
―No te hagas el sordo. Pregunté si te la cogiste ―su aspecto de recién levantada, con el cabello revuelto, la remera de Led Zeppelin estirada y los pies desnudos no se condicen con lo afilado de sus cuestionamientos.
―No, no me la cogí. Fui al cumpleaños de su hijo. El hijo de mi amigo. ―Puntualizo, estremecido con solo pronunciarlo. Ella parece caer en la cuenta de que lo que hay entre Coni y yo excede lo sexual. Tenemos un pasado.
Presa del bochorno, mira al piso.
―Volvió para quedarse ―afirma. Exhala, abatida.
Me pongo de pie, apilo las hojas dispersas por la mesa sin ninguna clase de orden y tomo, sin ser rechazado, el dibujo que flamea en su mano.
―Sí. Después de todo acá tiene a su familia y después de una desgracia tan grande, los necesita.
Nuestros pies prácticamente están tocándose. No así nuestras miradas.
Su cabeza comienza a bambolearse, negando las circunstancias, y allí lo veo, la irremediable consecuencia de mis actos.
Celeste comienza a lagrimear.
Quiero abrazarla, pero me aparta antes de tocarla y la respeto.
―Esta vez no, Zeke. Esta vez es la definitiva ―nivela sus ojos con los míos y el significado de sus palabras me llegan profundo ―. Ya no puedo competir con ella.
―Nunca fue una competencia.
La sutil sombra de una sonrisa sarcástica escapa de su boca y arrastra sus lágrimas bruscamente en plena conciencia.
―Es cierto. Siempre se trató de ella y solo de ella.
De ella y solo de ella.
No respondo, no vale la pena y me odio porque estoy frente a una mujer genial, trabajadora, preciosa ante cualquier cristal con que se la mire y que fue paciente al esperar que acomodara mis mierdas mentales.
―No quiero tu lástima.
―Perdonáme―Apelo a la calidez de mis palabras, a abrirle mi corazón como lo hice siempre ―: No elegí vivir enamorado de ella.
―Te dejó por tu mejor amigo. Se fue, escapó de vos...
―Y se llevó mi corazón. Y ahora, lo trajo consigo.
―Te va a usar, otra vez. Va a usarte como su paño de lágrimas. Va a aprovecharse de tu eterno enamoramiento. ¿No te das cuenta de que eso es lo que siempre fuiste para ella: un muñeco para sus propósitos? ―no importa cuántas veces haya tratado de convencerla de que no es así, pero no tengo la fuerza para hacerlo porque en lo profundo de mi alma, algo de razón tiene.
He tratado de ignorar las voces que me dicen exactamente lo mismo desde que Coni llegó a Buenos Aires.
―Tenéte un poco de amor propio, Zeke, es lo único que te pido ―sus ojos sin brillo y su voz determinante es lo último que me ofrece antes de girar sobre sus talones y cerrar la puerta de nuestra habitación de un golpe seco.
Inspiro profundo, me refriego la cara y en este punto me pregunto: ¿lucho hasta el final por esta relación con Celeste, cimentada en un cariño que no llega a ser amor pero que es seguro y casi previsible o me arriesgo a intentarlo el todo por el todo con una persona dañada emocionalmente, que me conoce del derecho y del revés, a la que amo con toda mi alma, pero para la que nunca fui suficiente?
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Chiche Gelblung: conductor y periodista de la TV argentina, conocido porque en su programa presentó la reconstrucción de la autopsia que se habría hecho a uno de los extraterrestres del caso Roswell.
De prepo: a la fuerza.
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