Me odié cada noche que pensaba en Zeke, en cómo sería volver a hablar con él, en qué me diría cuando supiera cuánto había cambiado Juani.
Cuánto dolía saber que no me amaba como yo necesitaba.
Era injusto pensar en Zeke, mucho más injusto era contactarme cuando pidió que no lo hiciera; su mensaje al nacer Enzo fue la única demostración del afecto que alguna vez tuvimos el uno por el otro.
Durante las charlas con Jose me torturaba pensando si Ezequiel había vuelto con Celeste o si rememoraba el fin de semana que pasamos juntos. Si me había olvidado.
Yo había hecho mi elección, era consciente de ello, y pese a que tenía un bebé precioso fruto del amor que Juani y yo nos supimos tener, los "y si..." me perseguían más a menudo de lo natural.
Ver mejorías en Juani me aliviaba, me llevaba tranquilidad, aunque se comportara como un fantasma que hablaba únicamente de los exigentes ejercicios a los que se sometía por sí mismo y por fuera de las recomendaciones médicas, de los nuevos fichajes del club y de las conversaciones que mantenía con el entrenador . Con suerte, en algún momento lo recuperaría como hombre así como sus padres rezaban porque él volviera a tener la sensibilidad que lo caracterizó por años.
Negado a recibirlos, sin ánimo de escucharlos, yo mediaba entre los bandos sin saber a quién responder. Bernardo lo había llamado especialmente hace unas semanas con la intención de reconciliarse; Juani continuó con la misma postura hostil de los últimos tiempos.
Yo desconocía el trasfondo real del quiebre en su relación, por lo que mi ayuda hacia mis suegros era más que limitada.
Escuchar la resignación de Bernardo del otro lado de la línea me rompió el corazón, mucho más cuando él mismo suspiró en mi oreja un "que Dios lo perdone" con un significado que no conocí hasta que una fría noche de febrero, tres días después de su cumpleaños, el inesperado y distante llamado de Iñaki nos dio el golpe de gracia y cualquier avance de Juani hasta entonces, cayó en saco roto.
Bernardo había tenido una descompensación cardíaca de la que no pudo salir a pesar de los múltiples intentos de los médicos.
Enojado conmigo, con su hijo, con su hermano, con la vida misma, se sacó un pasaje con destino a Buenos Aires sin siquiera advertirme.
―¿¡Qué hiciste qué!? ―Estoy arrodillada en la alfombra de la sala juntando juguetes mientras que Enzo los vuelve a sacar y a tirar. Un claro llamado de atención al que no puedo responder.
―Necesito resolver esto por mi cuenta.
―¿Resolver qué?¡Falleció tu papá, mi suegro y el abuelo de tu hijo! ―Como resorte, me levanté y empujé su pecho con ambas manos, pero Juani ni se inmutó. Estaba junto a la puerta del departamento con su valija de rueditas esperando por el taxi que lo llevaría al aeropuerto ―. No puedo creer que nos ignores de esta manera.
―¿Qué querés que hiciera? ¡Necesito estar ahora mismo en Argentina! Necesito estar con mi mamá, con Iñaki.
―¡Pero somos un matrimonio, corresponde que esté a tu lado! Quiero darte consuelo, acompañarlo a Bernardo en su último adiós.
―No seas cínica, no lo aguantabas ―eso le ganó una cachetada ruidosa. Enzo comenzó a llorar desgarradoramente y pese que me hubiera gustado seguir discutiendo con mi esposo, me puse como prioridad atender el aullido de mi hijo.
Con los labios hechos una línea fina y la mandíbula crujiendo de la furia, lo vi marchar solo hacia al aeropuerto, ir en soledad al velatorio de su padre, un hombre que me había tratado bien buena parte de mi vida y que, bandera blanca mediante, habíamos llegado a una tregua.
Cuando conseguí que Enzo se durmiera en su cuna, caí desplomada en la cama.
Y lloré. Por ser ignorada, por significar tan poco.
Por sentirme estafada.
Sí, creí las promesas de joven enamorado y dispuesto a todo. A los golpes, aprendí que todos somos más débiles y mentirosos de lo que decimos.
Hete aquí una gran mentirosa.
Jamás confesé a Juani mi aventura amorosa con nuestro amigo. ¿Para qué? Aunque mentiría si no aceptara que he pensado mucho, también, en qué hubiera pasado si este bebé era de Zeke.
Claro que es imposible, porque con él estuve protegida con mi parche en tanto que con Juani no hubo un momento en que me hubiera cuidado. Además, con el historial de mi primer embarazo, no hacía falta desviar mis suposiciones.
―¿Hola, Coni? Pensé que ya estarías embarcada ―mi hermana se sorprende porque aún estoy al teléfono y no en un avión. Bien, somos dos.
―Juani no quiso que viajemos juntos ni separados. Se sacó un pasaje para él solo y se opuso a que lo acompañemos.―¿Para qué alargar la explicación? Lo conoce y sabe que está en una fase negativa de su vida.
―¿Qué, qué? ―pregunta, desaforada, y procedo explicarle acerca de nuestra discusión ―. ¿Y de todos modos te vas a quedar ahí porque te obligó?
―Enzo está con un ataque de llanto y unas líneas de fiebre. No puedo viajar con un chiquito de esta edad a riesgo de que se agarre algo peor. ―Mi hijo hace algunos días que se siente mal, está fastidioso y exponerlo a tantas horas de viaje no es lógico. Mucho menos, si al llegar a Buenos Aires, ni siquiera seríamos bienvenidos por su propio padre.
―Bueno, sí. Entiendo. A Guille le está pasando lo mismo ―mi sobrino pequeño no ha pasado un día sin mocos desde que comenzó el jardín de infantes.
Durante los próximos veinte minutos hablamos de nuestros hijos y también de nosotros, los grandes. Ella no la está pasando mejor con su esposo. Sospecha que Facundo tiene una aventura. Yo resoplo, con ganas de mandar a la mierda a todos los hombres en edad reproductiva sobre la faz de la tierra. No sé si hubiera preferido que Juani me engañase a que se porte como una planta en el sofá de casa, ya que eso sería una excusa perfecta para forzar una separación.
Sí, la sombra de un divorcio se cierne sobre mí como un ave mitológica que quiere arrancarme la cabeza. Estoy cansada de sentirme un mueble, de que me recrimine que me la paso lejos de casa – trabajo solo un día fuera y el resto he adoptado una rutina de salir a comprar y correr con Enzo en su cochecito con tal de alejarme de su negatividad – y de ser su felpudo.
Juani no me insulta, claro, tampoco me agrede físicamente. Pero su destrato, es igual de incomprensible.
No he pasado por lo mismo que él. Una lesión no me ha puesto en juego la carrera ni he perdido un padre. Bueno, a juzgar de que el mío desapareció con su secretaria cuando yo era apenas una nena, hice el duelo de otro modo y mucho antes, pero aun así, se sintió un abandono físico.
Él era muy unido a Bernardo y es inconcebible que tantos años de excelente relación se borre por un par de meses en los que Juan Cruz fue un idiota.
La culpa por haberse negado a verlos, por haber estado enojado con él, debe estar desgarrándolo.
Enzo se despierta un rato más tarde, me mira con sus hermosos ojos verdes, tan iguales a los míos y lo saco de la cuna. De regreso a al sala, desparrama sus bloques y se lo ve mejor. Está en fase "constructor" y encuentro cada uno de esos benditos cubos por todos lados.
Miro el reloj, calculando las horas de viaje de Juani, mientras que añoro un amor que no tengo y una felicidad que me es esquiva.
***
Los mensajes que ha respondido Juani a lo largo de estas dos semanas que lleva fuera de casa nunca superaron las cinco palabras. Entiendo su dolor, comprendo que necesite tiempo y esté acompañando a su madre en este momento, pero lo que no puedo admitir es que nos aleje de su vida como si fuéramos dos envases descartables.
Somos su esposa y su hijo. Su hijo pequeño que pregunta por él, llora por él y lo extraña horrores. Apenas le mandó un mensaje de feliz cumpleaños.
Contrariamente a mi hijo, yo no lo echo de menos. Ya he dejado de soñar con sus caricias y de mendigar su amor. Fue duro asumirlo, mucho más, asimilarlo.
Sé que plantear un divorcio después de una pérdida semejante no es lo mejor, pero no aguanto más.
***
Cuando Juan Cruz regresa de Buenos Aires, mes y medio después de la muerte de Bernardo, las cosas se desarrollan en una amable cotidianidad. Obviamente su duelo está lejos de terminar, mucho más teniendo en cuenta que ni menciona a su padre.
Sabe que ya no está y el cuchillo se clava más a fondo cada vez que su madre lo llama llorando. La tónica es idéntica cada tarde: a la hora de merendar, Teresita lo contacta y él se encierra en nuestro cuarto.
Puede caer una bomba en nuestro edificio que él ni se asoma.
Se mantiene allí dentro por una hora sino más y luego agarra las llaves del auto y vuelve para la cena.
Así ha sucedido por casi tres meses.
Mi cumpleaños pasa sin pena ni gloria; invité a Giulianna y su esposo a una cena sencilla que lo tuvo a Juani despotricando a todo volumen frente al televisor en lugar de mantener una conversación digna.
Avergonzada ante mis amigos, no hizo falta explicar todo el proceso por el que estábamos pasando. Giulianna sabía que nuestro matrimonio estaba en crisis y que la muerte de Bernardo había agigantado la grieta entre nosotros. Una grieta que Juani ignoraba.
Como si fuera poco, tontos celos comenzaron a reflotar entre nosotros.
Celaba que me fuera bien vestida a trabajar o que me demorara un par de minutos más en el supermercado. Cuestionaba adónde llevaba a Enzo a pesar de que lo invité mil veces a que nos acompañara al parque infantil.
La gota que rebalsó el vaso ocurrió cuando el doctor del club, apoyado en sus últimos estudios, revelaron que no estaba superando la lesión como se esperaba; cada vez que hacía trabajo físico no terminaba en óptimas condiciones sino con unos dolores horribles que se negaba a reconocer. Su exigencia extrema, sus ejercicios fuera de la rutina establecida por ellos profesionales alegando que debía practicar más, conspiraban en su contra.
A casi un año de su incidente y con la tinta del reporte médico aún secándose, las autoridades del club lo citaron.
Rogué, pedí, imploré a Dios porque no lo "invitaran" a retirarse.
Obviamente, mis súplicas no fueron oídas porque cuando llegué con Enzo en brazos, encontré un departamento revuelto, con cosas rotas en el piso, como si un huracán de grado 5 hubiera pasado por nuestra casa.
―¿Qué pasó acá? ―pregunto lo obvio. Ruidos desde la habitación me obligan a dejar a Enzo en su cuarto – intacto, por suerte – y correr hacia el nuestro.
Cubro mi boca con las manos al descubrir a un Juani desencajado, con unas tijeras en sus manos, desgarrando las camisetas de los clubes adonde había jugado y aquellas que intercambió con sus contrincantes. Nuestro vestidor no era enorme ni la cantidad de casacas inundaban las perchas; aun así, toda su ropa deportiva vio la furia de mi esposo.
―Juani, por favor, soltá eso ―me puse con cuidado de rodillas, frente a él.
Sus mejillas rojas, la vena de su frente hinchada y los ojos inyectados en sangre no eran indicio de buen ánimo.
―¡Andáte, andáte de acá, dejáme solo! ―La saliva empasta su voz.
―¿Dejarte solo?¿Después de ver esto?¡Ni loca! ―protesto con fuerza, pero sin violencia.
Tomo la tijera sin recibir resistencia de su parte y la escondo en uno de los pocos cajones que permanecen puestos en la cómoda frente a la cama. Los restantes se encuentran en el piso, completamente rotos o partidos.
El espejo astillado sobre el mueble me arranca un gemido doloroso.
―Me echaron, ¿entendés? ―Lloriquea y me siento a su lado, ofreciéndole consuelo al frotar su espalda con mi mano ―. Me dijeron que me esperarían, que me acompañarían en este proceso sin importar el tiempo que me llevaría recuperarme. Y ahora que saben que lo mío quizás no tenga solución me echan como a un perro, de un día para el otro. Sin prepararme. ―Me niego a caer en el lugar fácil y obvio de ratificar la lógica postura de la institución. Me guardo para mí que el club no es un ente que hace beneficencia y que cuidaría sus propios intereses por sobre los de un jugador con una prima alta y un desempeño nulo.
―Juani, estamos bien económicamente hablando. Tenemos ahorros, podemos esperar a que te recuperes y...―mi discurso suave es interrumpido por su impetuosa parada.
―¡Esto no se trata de la guita!¡Se trata de mi vida!¡De lo que yo quiero!
―¿Solo de lo que vos querés?¿Y eso a mí adónde me deja? ―el quejido agudo sale de mi pecho sin filtro. Adiós suavidad, adiós ir en puntitas de pie a su alrededor.
―No entendés nada...¡nunca entendiste!¡No sirvo para nada si no juego!
―Juani, vos más que nadie sabías que ser jugador fútbol no es una profesión eterna. Los jugadores se retiran, cuelgan los botines, ¡cómo quieras decirle! Unos se van antes que otros, pero el final es el mismo para todos.
De espaldas, se frota la cara. El llanto de Enzo, junto a la puerta, no tarda en llegar.
―Callá a ese chico, por favor.
―No te la agarres con él. No somos tu bolsa de boxeo, imbécil ―largo entre dientes y aunque me prometí cuidarme con los insultos y palabrotas delante de nuestro hijo, esta vez no puedo contenerme.
Levanto a mi hijo del suelo, lo envuelvo con mi cuerpo y susurro al oído palabras lindas que aquieten su malestar. Nada ayuda, sino todo lo contrario.
―Mamá...mamá...―su labio tiembla con intensidad y de sus ojitos corren lagrimones que rápidamente me contagian. Voy hacia su habitación y después de un largo rato, varios cuentos y canciones, consigo dormirlo.
Con sigilo, me levanto de la cama en dirección a mi cuarto. Juan Cruz está levantando el desastre que su ataque de ira ha dejado a su paso.
Agobiada, harta, recuesto mi cadera en la cómoda.
―Esto no va para ninguna parte, Juani. Ya no funciona.
Mi esposo se congela en el lugar. Su espalda se rigidiza, estirándose todo lo que sus huesos le permiten. Su cabeza gira, mirándome sobre su hombro.
―¿De qué hablás?
―¿No es obvio? ―No tengo fuerzas ni para agitar las manos. Me duele el pecho, me arden los ojos, se me rompe el alma ―. Esto así no va más. Hace tiempo que te alejaste de nosotros, no nos dejás entrar a tu vida. Te fuiste al velorio de tu viejo sin participarnos, volviste igual o más hermético que antes y ahora estás convertido en una bola de furia ciega.
―Tengo derecho a deprimirme un poco, ¿no? ¿O acaso solo vos podés sentirte sin rumbo? Te recuerdo que hace más de cuatro años tuve que humillarme para que me aceptes en tu vida.
―¡No es lo mismo! ―sus reproches retroactivos no hacen más que alimentar las diferencias entre ambos ―. Para entonces no teníamos a Enzo y no éramos ni la sombra de la familia que nos prometimos ser.
―¿Cuál es tu solución? ¿El divorcio? No me des vueltas. ¿Hay otro tipo? ―su cuerpo se acerca demasiado al mío, contaminando mi aura.
―Juani, no voy a permitir que viertas tus inseguridades en mí―ni siquiera me molesto en negar que incurre en pensamientos locos. Esquivo su gran cuerpo y me siento en la cama. Necesito aire y él, en ese estado, no me lo está dando. Limpio mi garganta y me equipo de todo el coraje que puedo ―. Y sí, te estoy hablando sobre divorciarnos.
Juani se muerde el labio, al borde del corte. Sus puños forman dos rocas y si no lo conociera diría que está a punto de golpearme.
No lo hace, aunque dudo que no tuviera ganas.
―Me vas a dejar ―no cuestiona, solo afirma.
―Nadie dejaría nadie.
―¿No es lo que estás diciendo? ―Juani en modo "obstinado" es frustrante.
―¡No! Estoy hablando de no seguir adelante como pareja. De tomar distancia definitivamente.
―¿Para qué querés divorciarte? ¿O lo que estás buscando es una excusa para arrojarte a los brazos de otro tipo? ―Levanto mis ojos, perdidos en mis manos entrelazadas, para fijarme en los suyos.
Y entonces, lo veo.
La confirmación de una sospecha que ya no es tal.
―No voy a responder tus provocaciones.
―Porque te conviene, ¿no? ―Como rivales en un ring que se estudian antes de dar el golpe certero, nos mantenemos en extremos opuestos dentro de la habitación.
―Si no querés irte del departamento, me voy yo con Enzo. Nos alquilaremos algo y...
―No.
―¿No?
―No voy a ser el hijo de puta que te deje en la calle con un niño. No voy a ser el hijo de puta que te encantaría que sea para dejarme mal parado ante él y todo el mundo. No sos la víctima en esta historia, te lo aseguro. ―¿De dónde sale tanto veneno? ¿Cuándo dejó de ser el hombre con el que me casé?
―No lo dije con esa intención―Mi voz argumenta exhausta.
Juani baja la cabeza y mira hacia el piso, con el peso de la resignación desplomándose en sus hombros.
En silencio, agarra un bolso del fondo del armario y comienza a cargarlo con un poco de ropa interior, unas remeras y unos pantalones al azar. Va al baño privado y el ruido a productos de aseo personal no deja margen a dudas de qué es lo que suma a su equipaje.
Una primera lágrima rompe la represa. Al cabo de un minuto, yo soy un desastre lloroso.
El ruido indiscutible de la cremallera del bolso cerrándose en el baño signa el destino de esta discusión. ¿Adónde se va?¿Llamará más tarde?¿Se olvidará de nosotros?¿Esto es todo?
Cuando sale, camino unos pasos por detrás de él. Su primera parada es en la habitación de Enzo. Me retiro hacia la sala, dándole privacidad. Muerdo mi puño para no seguir llorando, en vano.
De regreso en el living, se aproxima a la puerta, donde lo espero con el pecho convulsionado a causa de los gritos que mantengo guardados.
―No quería que las cosas terminaran así. ―digo.
―Yo no quería que las cosas terminaran. Punto. ―murmura, tranquilo por primera vez desde que llegué. Las luces de la ciudad se ven a lo lejos, ajenas a la despedida de mierda que nos ofrecemos.
―Volvé mañana, más tranquilo. Prometo hablar de todo si estamos calmos.
―Algo me dice que aunque esté más tranquilo me vas a abandonar igual ―Levanta los hombros, irónico.
―Juani, esta ya no es vida para ninguno de los tres. ¿No lo ves? ―susurro. ¿No entiende lo que está pasando?
―No tenerlos en mi vida no es vida para mí.
―Nos tuviste durante todo este tiempo y no sirvió de nada ―su ceguera es exasperante ―. Fuimos dos adornos en esta bonita casa.
―Tengo problemas, tenés que entenderme ―su voz se eleva.
Inspiro profundo y expongo una palma abierta, agitando la bandera de la paz.
―Volvé mañana ―repito con firmeza ―. Esta noche necesitamos pensar.
―No necesito pensar en nada. Los quiero a ustedes conmigo.
―No somos un paquete ni un trofeo, Juan Cruz, eso te lo aseguro ―mis ojos se llenan de molestia y mi tono no es la excepción.
Juani se relame, reprimiendo un comentario desaprobatorio. No me importa, solo quiero pasar un par de horas en paz, velando por la tranquilidad de mi hijo y sin pensar en que él va a protestar por la comida o porque Enzo lo salpicó al bañarse.
En un gesto que me toma por sorpresa, él pretende besarme en la boca. Yo corro la cara, esquivándolo. Su mirada confundida y desanimada me lastima.
―Evidentemente, ya la cagué del todo.
Y se va.
Los pasos pesados por el pasillo son rápidamente absorbidos por el ruido del ascensor trasladándose por los pisos. Cierro la puerta, cayendo de culo al suelo y llorando.
Llorando y llorando.
Una mala costumbre.
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