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Enzo Veraglia Lebow nació un 5 de marzo, pesando 4 kilos 385 gramos. Un chanchito rosadito, con una pelusita de cabello coloradito y los pulmones más fuertes de toda Italia y alrededores.
Tras una rotura de bolsa mientras miraba una repetición de Friends en la TV de casa, grité a Juani – que estaba tomando un baño porque recién llegaba de la práctica – y salimos corriendo al hospital.
La obstetra nos había dicho que estaba dispuesta a esperar solo una semana más, ya que el bebé corría riesgo de tragar meconio y otras cosas que me asustaron. Confiamos en su palabra y asentimos como buenos alumnos.
Tal como cuando nos dijo que para ablandar el cuello del útero y facilitar el parto, podíamos...ejem...seguir teniendo relaciones.
Tomándonos las cosas al pie de la letra, las dos últimas semanas fueron bastante divertidas.
Practicando poses imposibles, riéndonos a causa de lo difícil que me resultaba moverme, conseguimos tener una cuantas sesiones de sexo.
Por lo general yo estaba arriba, llevando el control de la penetración. Juani no se quejaba, colaborando por la causa. Me sentía excitada a cada rato. Muy, muy caliente.
Y él supo satisfacerme.
Un hombre entregado a la causa después de todo.
Mamá y Fidel llegaron un día después del nacimiento de Enzo; tuvieron algunas dificultades para conseguir pasajes rápidos, lo cual demoró su arribo.
Las primeras semanas fueron bastante movidas: al llanto del bebé, al llanto mío, se sumaron los gruñidos de Juani, las opiniones encontradas de mamá y los comentarios a distancia de mis suegros.
Todo fue un caos.
Yo estaba de mal humor constantemente, con sueño y con unos colgajos que quedaron post maternidad que me fastidiaban. Las tetas me dolían y me sentía una vaca lechera.
Juani no estaba de mejor humor: tal como dijo antes de nuestra ruptura en Barcelona, iba al entrenamiento con pocas horas de sueño y su rendimiento había decaído. Su entrenador fue paciente y eso alivió posibles reproches y el choque en cadena de nuestros temperamentos.
Tampoco sirvió demasiado recibir un mensaje de Zeke dos semanas después de parir.
"Felicitaciones. Me siento orgulloso de que estés concretando tus sueños".
Era un mensaje repleto de significado, dado que conocía mis deseos de ser madre y lo que había luchado junto a Juani para sacar adelante a nuestra pareja.
Le respondí con un avergonzado y tibio "Gracias".
Moría de ganas por sumergirme en una conversación con él, que me dijera de su propia boca qué era de su vida; Josefina me tiraba información entrelineas mientras hablábamos por teléfono.
La extrañaba mucho a mi hermana, pero entendía que con dos nenes chiquitos y con una economía un tanto ajustada, se le iba a hacer difícil venir a casa.
Me cayó como un balde de agua helada cuando me dijo que Zeke había vuelto con Celeste, lo cual confirmaba que nunca había dejado de sentir cosas por ella.
En mi interior, sabía que nos debemos una charla adulta. Una conversación que me negué a tener.
Él, no obstante, fue consecuente con su distancia. Tampoco buscó contactarme a excepción de este tierno mensaje que me llenó de agradecimiento aunque también de lamento.
Y así es que los días volaron.
Pasaron las semanas y los meses, y Enzo se convirtió en un terremoto, independiente y travieso. Se trepa en cuanta cosa encuentra en el camino y se lleva todo a la boca.
Ya no llora de hambre o a causa de sus molestos gases, sino por el crecimiento de sus dientes. Todo es sinónimo de dormir salteado, solo por un puñado de horas. Vivir en constante tensión y frustración.
Decidimos que yo no trabajara hasta que él cumpliera un año. Hice numerosas entrevistas a niñeras, pero ninguna me satisfacía. Juani se enojó argumentando que yo era muy exigente.
¡Ja!¡El rey de la exigencia llamándome así!
Después del fin de mi licencia, conseguí que mi jefe me permitiera trabajar desde casa hasta que solucionara ese tema. Prácticamente le besé los pies cuando aceptó mi propuesta.
Fue difícil adaptarme a ser una cuidadora y trabajadora al mismo tiempo, pero lo logré. Me sentía orgullosa...y agotada.
Para cuando llegaba Juani de sus entrenamientos, yo recién estaba comenzando con la cena. Enzo solo se dormía en los brazos de su padre, lo que complicaba el cuadro.
Era adorable verlos juntos, que Juani le leyera un cuento o se quedaran dormidos en el sofá con los teletubbies a todo volumen.
El día a día me desgastaba y cuando por la noche miraba a mi alrededor el desorden de la sala, llena de juguetes, los platos apilados en el escurridor y la ropa en el canasto para lavar, sabía que todo valía la pena.
Tenía a un bebé precioso y sano en casa.
Un bebé con unos ojos verdes muy bonitos y los primeros rizos rojos en la cabeza. Era muy parecido a mí y a menudo bromeaba con mi esposo diciéndole que nuestro bebé era bonito porque había sacado lo mejor de su madre. O sea, yo.
Caminando por la calle con Enzo en su cochecito, la insistente vibración de mi celular dentro de mi abrigo me fastidia. Voy con dos bolsas de compras llenas - las manijas cortándome las muñecas- y un bebé de un año y medio quejumbroso y con olor a pañal cagado.
Me detengo en una esquina poco concurrida, trabo el carrito y apoyo las bolsas asesinas en el piso. Nos cubro del viento y atiendo.
La desesperación corta mi respiración mientras escucho del otro lado de la línea que Elisabetta, la nueva jefa de prensa del club, me informa que Juani "se ha lesionado de gravedad durante el entrenamiento".
Maldigo al aire y una lágrima cae de mi ojo.
Cuando parecía que las cosas se encaminaban, que todo seguía un orden universal decente, Juani se lesiona. Lo tendría en casa días y días quejándose de dolor y frustrado a más no poder.
Lo único que deseo en este momento, además de su pronta, es que su terapeuta no tuviera problemas en hacer horas extras.
Sin dudas las necesitaría.
Juani no era partidario de la incertidumbre. Era un hombre que solía planificar gran parte de nuestros días, y que vivía, respiraba y amaba el fútbol.
Muchas veces le había preguntado qué planes tendría para después de retirarse y, a pesar de ser un gran proyectista, se negaba a responder.
Estar en el sofá, comiendo papitas fritas y maldiciendo como un marinero a los periodistas de ESPN no era un escenario que me atrajera para su futuro.
Llego a casa con el carrito del nene convertido en una Ferrari, le cambio el pañal y guardo los comestibles en su sitio correspondiente. Llamo a Giulianna, la vecina del 4to B, madre de mellizos de 2 años con la que pegamos onda en el ascensor, mientras bajaba con el cochecito de los nenes y yo con mi panza de siete meses de gestación.
Una cosa llevó a la otra, nos pasamos nuestros números de teléfonos y nos escribimos casi a diario.
No tiene drama en cuidar de Enzo apenas le explico lo que sucedió y agradezco que también fuera una mujer todoterreno y su jefe le hubiera brindado la posibilidad de hacer home office. Le doy un beso en la frente a mi bebote cuando lo dejo en sus manos y tomo un taxi sin dudar.
Agitada, llego a la dirección de la clínica que Elisabetta me facilitó y a pesar de la desprolijidad en la atención, me indican en cuál habitación está mi esposo. Salgo corriendo del ascensor para cuando su entrenador y el médico del club hablan del cuadro.
―¡Constanza! ―el Dr. Brunetto me da un fuerte apretón de manos y en sus ojos veo el lamento.
El entrenador, Donatello Fice, procede a detallarme cómo es que Juani se lesionó: él fue a "trabar" la pelota de forma demasiado vehemente, sin calcular que su compañero iría con el pie más levantado de lo debido.
Detrás del hombre veo a un joven que no debe superar los veinte años, limpiándose las lágrimas. Aun esta vestido con la remera y shorts de entrenamiento.
―Lo siento, señora. ―Con su marcado acento español, me pide disculpas.
―Fue un accidente, estas cosas pasan ―¿Qué puedo decirle? Son gajes del oficio.
El médico del club me dice que Juani fue sedado porque estaba demasiado dolorido y que la lesión parece bastante más complicada de lo que se le informó; bajo los párpados, pensando en el inevitable porvenir.
Juan Cruz es joven, sano, pero inestable en lo que a lesiones respecta. La recuperación no será inferior a los cuatro o seis meses, dependiendo del post operatorio y la evolución de cuadro.
Y de que él sea un buen paciente.
No tengo el teléfono de su terapeuta conmigo, la única persona capaz de contener su desborde emocional.
Por lo pronto, espero con paciencia en la sala hasta que la enfermera me permite pasar. El entrenador se ha ido con el compañero de Juani y el Dr. Brunetto se ha sumado al grupo de doctores que lo intervendrá.
Me dijo que probablemente lo harían a primera hora de mañana.
Hace mucho tiempo que no me siento tan sola, sin tener a quién llamar: los chicos del trabajo, dada su relación con el club, ya saben lo que pasó y sus compañeros de equipo también, por obvias razones.
No me he hecho de amigos de confianza más allá de Giulianna.
Me falta Josefina. Extraño a Zeke. Hace mucho que no chateo con Lore ni con Julieta, mi ex compañera de piso y en días como estos, me gustaría que mamá estuviera abrazándome.
El mensaje de Teresita diciendo "Volaré apenas consiga un pasaje", me deja confusa. Si bien Bernardo no ha tenido episodios cardíacos de consideración en estos meses, no me esperaba que ahora mismo saliera corriendo, sobre todo porque no ha tenido la misma predisposición cuando nació Enzo. El hecho de que se instale en casa, ya me pone los pelos de punta.
Con suerte, será quien aguante a su hijo en sus días de malhumor.
Cuando la enfermera me llama, contengo mis lágrimas. Juani necesita verme fuerte, dispuesta a capear la tormenta otra vez.
―Hola ―dice. Yo en cambio, lo saludo con una sonrisa y un beso en los labios. Tiene el pelo revuelto y los ojos pesados ―. ¿Ya te dijeron cuándo me van a operar? ―su boca esta pastosa y le acerco un vaso de agua. Moja los labios y traga de a sorbitos.
―Hablé con Brunetto. Reservaron quirófano para mañana a primera hora.
―Bien. Porque esto es una mierda.
―Creo que coincidimos en eso ―respondo, disimulando mi aflicción.
―Eso sí que es un milagro ―resopla con un humor que es efectivo.
Me escenifica el momento de la lesión tal como lo hizo su entrenador, solo que él protesta y maldice al muchachito que vi afuera temblando como un papel. Lo tilda de "irresponsable" y "mal compañero"; yo, en cambio, no creo que sea para tanto.
Por mi parte le comento que dejé a Enzo con nuestra vecina y que pronto voy a tener que hacerle un monumento en la plaza central, ya que siempre está salvándome las papas. Se ríe y le froto las manos con cariño.
―Le avisé a tu mamá. Va a viajar en cuanto consiga un vuelo.
―¿En serio? ―Sus ojos chispean. La adora como a una deidad mitológica.
―Lo único que espero es que no me vuelvan loca. Con Enzo tengo suficiente. ―Bromeo. O no tanto.
Por fortuna, cuando mi suegra llega a Milán 24 horas más tarde, es en son de paz. No estuvo para el momento en que su hijo despertó de la operación, pero pudo verlo lúcido, adolorido, pero entero.
***
Pocos conocen el trauma que genera una lesión tan grave en un hombre que vive de su cuerpo.
Su risa, sus bromas, serían solo la fachada para los otros, una máscara para llevar adelante una recuperación lenta, tortuosa y en el más hermético de los silencios.
Juan Cruz no es el mismo en ningún aspecto mientras permanece en casa.
A los cuatro meses de intervención, a punto de comenzar con el trabajo físico en el campo de juego, su rodilla sufre las consecuencias de un enorme esfuerzo. Ya no se trató de recuperar una lesión de tibia y peroné, sino de una rótula que ya le había dado problemas en el pasado y que se vio afectada en el proceso.
Nuevas visitas médicas, nuevos mensajes de apoyo, viejos discursos, viejos disgustos.
"Esto no me puede pasar a mí", "No sirvo para nada", "Nunca más voy a jugar al fútbol", son parte del extenso repertorio de frases desmotivadoras con las que Juani se azota anímicamente.
Huraño, de mal humor constante, celebrar el cumpleaños número dos de Enzo fue casi una tortura. Convencerlo para festejarlo, para hacer algo por nuestro hijo, fue un esfuerzo titánico.
Barbudo, sin bañarse, sin colaborar en lo más mínimo, es una sombra del hombre determinado a cumplir sus sueños. Faltaba a las sesiones de kinesiología, incluso su psiquiatra me llamó para confirmarme lo que yo sospechaba: que había abandonado su terapia.
Desesperada, ya no tenía recursos. No sabía qué herramientas usar para sacarlo adelante.
Las palabras de sus padres ni siquiera lo tocaban; de pronto, se convirtieron en "dos viejos egoístas que solo quieren que yo juegue para que le pase plata a fin de mes".
Escuchar eso fue impactante; yo sabía que les depositaba un dinero, un "agradecimiento" por los años invertidos en su hijo. Habiéndose jubilado en su estudio de abogacía y dados sus problemas cardiológicos, Juani les colaboraba económicamente.
Me constaba que Teresita y Bernardo se habían negado, pero terminaron por aceptar su ayuda.
Enzo también se convirtió en un estorbo.
Si lloraba, Juani gruñía, tomaba las llaves del auto y volvía a las dos horas con olor a cerveza. Iba directo a la ducha y luego a la cama.
Nada de cuentos antes de dormir, mucho menos ducharlo.
Si él le pedía de jugar, Juani se excusaba en sus dolores de huesos y músculos. No lo cargaba porque se consideraba un "inválido". Acto seguido, sintonizaba la TV, veía partidos viejos, y discutía con todos los periodistas que aparecían en la pantalla.
¿Teníamos intimidad? La respuesta es un enorme no. Su libido se había derrumbado, vivía cansado y deprimido. Ni siquiera aceptaba mis felaciones o caricias a escondidas de nuestro hijo.
Nada lo encendía. Nada lo motivaba. Era como si haberse lesionado le hubiera bloqueado algo más que las piernas.
Como si le hubiera bloqueado la cabeza y el corazón.
Para Juani, Enzo y yo éramos dos entes. Dos personas que llenaban el espacio y lo llenaban de ruido y que, en mi caso, le lavábamos la ropa, le cocinábamos y lo obligábamos a ducharse.
Sus compañeros de equipo lo llamaban a menudo, hasta que se cansaron de su mal genio y de que se negara a atenderlos.
No salíamos, no invitábamos a cenar a los matrimonios amigos, vivíamos encerrados o a merced de sus ganas de socializar.
Cansada, anoté a Enzo en un jardín maternal. Al menos, él sí podría tener un entorno sano y entretenido.
La cosa empeoró desde ese entonces.
Quedarme a solas con mi esposo resultó devastador. Pedí a mi jefe regresar al trabajo a tiempo completo, alegando que me estaba volviendo loca. Dado que mi lugar fue ocupado por otra persona, me permitió ir un día a la semana, por la mañana.
Tener a Donato como jefe fue un hallazgo.
Las primeras semanas, creí que había sido una gran idea. Excelente, si tenía en cuenta que Juani nos esperaba con el almuerzo listo; mi maratón de ir al trabajo y recoger a Enzo del jardín para volver a casa me dejaba muy apretada con los horarios y excepto porque dejara todo listo a primera hora de la mañana, se hacía muy tarde para comer.
Vi una luz al final del túnel.
Juani no estaba en muletas y se afeitaba día por medio. Buen promedio en comparación con su barba acolchonada y descuidada.
Hubo una noche en la que tuvimos sexo. No fue la gran cosa, un misionero de cinco minutos sin nada de emoción. Un acto mecánico en el que fingí mi orgasmo y me di por satisfecha. Estábamos avanzando a grandes pasos. No quería decir nada que lo detuviera.
Lo que no conseguí, en cambio, fue que me permitiera hablar con su terapeuta. No quería invadirlo, no pretendía que se abriera de la misma forma que lo hacía con su profesional de cabecera, pero quería concertar una cita y hablar sobre él, sobre el despojo de persona que había llegado a ser y el miedo subyacente a que volviera al mismo agujero negro adonde había caído.
Ese fue un "no" rotundo, motivo de discusión y silencio nocturno, antes de ir a dormir. Me repetí que era un "paso a paso" y me propuse calmarme.
A continuación, los meses parecieron ir acomodándonos en torno a una vivible tranquilidad. Los directivos del club lo llamaron para redefinir su contrato y ratificar que lo querían entre sus filas. Eso le dio una inyección de energía. Una razón para seguir andando.
Una razón que a mí, me dejaba un sabor muy amargo.
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